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15 Afrau

EL FINAL

Desde la estación óptica de Afrau, el teniente Rivas vigilaba el horizonte, aguardando inquieto la aparición de las siluetas de los buques de la Armada. Desde que se retirara el cañonero Laya habían transcurrido ya bastantes horas. Durante ese tiempo, la harka había seguido apretando el dogal en torno a la posición. Los hombres al principio lo habían soportado con entereza, pero a medida que pasaban las horas y los barcos no venían, se hacía más difícil que dominaran sus temores. La evacuación de Sidi Dris debía de haberse complicado, y aunque a todos les resultaba inconcebible la posibilidad de que aquel hatajo de moros miserables consiguiera hundir los poderosos buques de guerra, sí podía ser que la harka se las hubiera arreglado para masacrar a los marineros que hubieran osado desembarcar en su territorio. Si así había sucedido, no cabía duda de que la Armada se lo pensaría antes de intentar socorrerlos a ellos.

Para empeorar las cosas, por la mañana habían recibido por radio otro despacho del Alto Comisario. Se les garantizaba el apoyo de los barcos para una evacuación inminente, pero a la vez, y en el caso de que no pudieran resistir hasta que llegara la escuadra, les autorizaban a capitular. Rivas, que había reprimido un estremecimiento al leer aquel mensaje, había organizado un consejo de oficiales para debatir lo que debían hacer.

– ¿Rendirse a los moros? -había exclamado Andrade, incrédulo-. Nos cortarían en rodajas, después de destriparnos.

Aquélla era la opinión general. Mantener la resistencia hasta que vinieran los barcos no era un ejercicio de coraje, sino su única alternativa. Nadie confiaba en la piedad de los harqueños, después de la crueldad de los combates. Ahora eran los amos y lo probarían a su manera feroz.

Por lo demás, la situación de los sitiados se deterioraba velozmente. Se habían quedado sin agua y los hombres apenas guardaban un cuartillo de jugo de tomate o de pimiento en sus cantimploras. Tenían un promedio de veinticinco cartuchos por barba y las ametralladoras ya sólo disparaban en caso de extrema necesidad. Había una treintena de heridos y un buen número de enfermos intestinales, con los que el médico, desprovisto de cualquier medio terapéutico, no podía dar abasto. En la mente de los soldados sólo había dos ideas fijas: beber y dormir. Los cabos y los sargentos tenían que cuidar de que la tropa no apurara imprudentemente sus raciones de líquido, y a las primeras de cambio la gente se quedaba frita en su puesto. Ya ni siquiera el ruido de los disparos era suficiente para mantenerla alerta.

Rivas volvió a aplicar los ojos al telescopio binocular. Apoyaba ávidamente las cejas en la mirilla, pero a veces calculaba mal y sentía el frío en los párpados y el golpe del círculo metálico en sus globos oculares, ardientes y doloridos. Costaba fijar la imagen con aquel cacharro endiablado. Cuando lo conseguía, aparecía sólo la raya del mar, una y otra vez.

– Me cago en su puta madre juró-. ¿A qué están esperando?

El cabo de ingenieros asistía con gesto ausente a la explosión de ira de su superior. Más le interesaban, en aquel momento, los retortijones que le desgarraban el estómago. El teniente se volvió hacia él y preguntó:

– ¿No podemos transmitir una señal de socorro con la radio?

El cabo repuso, en tono abúlico:

– Ya se lo dije, mi teniente. Sólo podemos recibir, y eso dándose bien.

– Joder -gritó el teniente, dejando escapar su frustración.

El sol, implacable, brillaba en el horizonte. Los soldados lo observaban desesperanzados y ya sentían que los sesos empezaban a hervirles. Enfrente, los hombres de pardo acomodaban la forma fibrosa de sus cuerpos a la tierra caliente que les había visto nacer. Así, tendidos, buscaban con paciencia la ocasión de enviar al otro mundo a alguno de aquellos soldaditos infelices y reventados. La harka no mantenía constante la cadencia de fuego. Durante mucho rato sólo se oían tiros aislados, hasta que de pronto las laderas empezaban a llenarse de nubecillas blancas. Estaban así un par de minutos y retornaban al cansino ritmo de antes.

Molina se preguntaba cuánto tardarían en lanzar el asalto definitivo. Ya podían suponer que los defensores estaban lo bastante debilitados, y la falta de los cañones era un estímulo nada desdeñable. Lo único que los frenaba aún eran las ametralladoras. Por dos veces, la noche anterior y al principio de la mañana, los harqueños habían amagado el asalto sobre el parapeto, pero la contundente actuación de la sección de máquinas los había disuadido inmediatamente de sus intenciones. Los moros eran valientes, pero también cómodos. No tenían ninguna prisa. Volverían a probarles las fuerzas, y quizá la próxima vez fuera la que esperaban. El sargento que tenía a su cargo una de las ametralladoras le había confiado que sólo les quedaban dos peines de munición. Por mucho que quisieran estirarlos, estaban en las últimas.

Los policías permanecían leales, aunque cada vez debía resultarles más claro que militaban en el bando perdedor. Hassan, el cabo, seguía al pie del parapeto, a pesar de haber recibido un balazo en el hombro. Era el izquierdo, decía, quitándole importancia, y agregaba:

– Mientras tener hombro derecho, tener donde apoyar fusila.

Los europeos, cuando caían heridos, quedaban inservibles. Los indígenas, si la herida no era demasiado mala, se enrabietaban. Era la costumbre de caminar contra la adversidad, pensaba Molina. Quien la tenía no se derrumbaba con los golpes, aprendía a medirlos y a conocer cuándo podía superarlos. Si un moro no se levantaba era que ya estaba muerto.

Desde el nido de tirador en el que solía resguardarse, Molina observó a sus pobres soldados. Aquellos reclutas a los que apenas había podido enseñar a sostener el fusil se encontraban ahora en forzada y estrecha intimidad con el padecimiento y con la muerte, que a aquellas alturas ya habían visto proliferar sin tasa a su alrededor. Pensó en el recluta que también él había sido y en la manera en que había hecho aquel mismo aprendizaje. Había sido asaltando un blocao enemigo, en la zona occidental, con la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. El blocao estaba en una loma, dominando el valle de un río caudaloso. En la zona occidental había árboles, y hierba, y aquel día era otoño y el cielo estaba gris. Al oír la orden, Molina había saltado con los demás y había trepado ladera arriba bajo el fuego enemigo. A su lado, a unos pocos metros, los hombres caían heridos en la cabeza, en el pecho, en el vientre. Lo peor de todo, lo que a Molina le aterrorizaba, era un balazo en el vientre. Con eso eran muy pocos los que se salvaban, y según contaban, uno agonizaba durante horas, martirizado por una sed que no podía calmar, porque beber agua con un balazo en el vientre equivalía a suicidarse. Al final, sin saber cómo, después de disparar hasta hacer que el fusil les quemara las manos y de arrollar con la bayoneta calada a los defensores, Molina y otros veinte supervivientes habían izado la bandera sobre el blocao conquistado. El sargento se había fijado en los rostros y en la mirada demente de aquellos veteranos exultantes, y había comprendido que después de aquello nada sería lo mismo.

Había esquivado la muerte, había bailado con ella y la había burlado cuando ya estaba a su merced. En su cabeza tenía grabada la imagen de los que habían quedado por el camino, tendidos sobre la hierba húmeda de aquella loma fatídica. Ese recuerdo hacía más grande estar allí, en lo alto, contemplando el río que se perdía al fondo del valle. Aquel día, Molina había aprendido a amar la sensación de estar vivo, pero también a respetar la muerte. Por eso, porque con la muerte no podía jugarse, había procurado salir cuanto antes de la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. Desde entonces había evitado las unidades de choque; no era pusilánime, pero tampoco tenía razones para morir. Sin embargo, al quedarse en el ejército, había debido aceptar que algún día podía suceder lo que ahora le sucedía, sobre la tierra áspera de Afrau: aunque él no fuera a buscarla, la muerte sí podía venir por él. Y ahí estaba, enfrente, agazapada en la cartuchera o el fusil de un hombre de chilaba parda.

Al final, Rivas se cansó de esperar y dejó el telescopio a los ingenieros. En su mente se alborotaba una multitud de ideas febriles. Ya veía a los harqueños entrando a sangre y fuego en la posición, y a sí mismo y a sus hombres, sin municiones, cayendo bajo las gumías de aquellos alacranes. ¿Podía reconsiderar su decisión y tratar de rendirse? ¿O más bien debía tener a mano la pistola para pegarse un tiro en la sien cuando vinieran a degollarle? Pero poco antes de las cuatro, cuando ya nadie las esperaba, tres columnas de humo surgieron por el oeste. El cabo de ingenieros confirmó lo que todos deseaban oír: eran tres buques de la Armada. Los castigados defensores de Afrau no pudieron contener el júbilo. Tres barcos, después de todas las horas que llevaban resistiendo solos, les parecían una fuerza apabullante.

El teniente ordenó que se preparara sin pérdida de tiempo la evacuación. Los artilleros desmontaron los cierres de los cañones y enterraron la munición que todavía les quedaba. Lo mismo se hizo con una de las ametralladoras, mientras replegaban las otras dos para proteger la salida. Los heridos que no podían moverse fueron trasladados de la enfermería al lado norte. El médico, mientras supervisaba el traslado de los heridos, iba y venía por el terreno despejado de la posición. Alguien allá arriba debió fijarse en él, y en el tercer viaje de vuelta un balazo en la frente lo detuvo en seco. El sanitario corrió a ayudarle, pero ya no había nada que hacer. Después de eso, a los demás heridos tuvieron que moverlos con más precaución. Los hombres útiles prepararon sus armas. El teniente iba de un lado a otro, comprobando que todos estaban listos. Intercambió impresiones con Andrade y el otro alférez, con quienes discutió los pormenores de la operación. Después se acercó hasta donde estaba Molina y se dirigió a él en tono circunspecto:

– Molina, necesitamos que alguien mantenga la posición mientras los sacamos a todos. No tengo a nadie mejor que tú.

Molina comprendió inmediatamente lo que le estaban pidiendo. Aquella orden o aquella súplica del teniente significaba que debía sacrificar su suerte por la de los otros. Como cinco años atrás, en el asalto del blocao con el batallón de cazadores, le tocaba jugar con la muerte. Pero ahora, ésta era la diferencia, también tendría que obligar a otros a que jugaran con él.