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Molina vio caer al teniente en el preciso momento en que se volvía para pedirle que se apresurara. Lo tumbaron de un solo balazo en la frente, que desarticuló su cuerpo con un espasmo salvaje e instantáneo. Al verle desmoronarse de aquella manera, Molina supo sin lugar a dudas que estaba muerto. Titubeó un instante, pero al final, aunque comprendió que era un acto insensato, corrió hasta el cuerpo caído y se lo echó a la espalda. Durante los segundos interminables que le llevó aquella operación, las balas silbaban frenéticamente alrededor de su cabeza, mas quiso la suerte que no la encontraran como habían encontrado la del teniente. Cuando al fin estuvo a salvo dentro del parapeto, después de que los policías le ayudaran a llegar hasta allí con el teniente a cuestas, Molina reflexionó sobre la estupidez que acababa de cometer. Lo que llevaba encima no era más que un cadáver condenado a pudrirse bajo el sol de África, y por él lo había arriesgado todo, casi sin pensar. El sargento comprobaba una vez más, y en carne propia, la inconsciencia temeraria a que podía verse arrastrado de improviso el combatiente. Algunos confundían el valor con eso, y creían, además, que era la mejor forma de conducirse bajo el fuego. Pero Molina, después de algunos años en África, sabía que ahí era donde estaba la debilidad y el peligro, y le ofendía haber incurrido en aquel error de principiante.

Sólo podía echar mano de una excusa, se dijo, mientras observaba el cadáver del teniente que acababa de tender junto al parapeto. De resultas de su pequeño acto de locura, podría rendirse algún honor al cuerpo de aquel hombre que había dado, aun torpemente, la vida por sus soldados. A Molina le conmovió y al mismo tiempo le hizo sentir culpable aquella entrega del teniente artillero, a quien había juzgado antaño indiferente a la suerte de los infantes en los que accidentalmente mandaba. A la hora de la verdad, se había olvidado de sus máquinas y se había colocado en la peor situación posible, la que ningún infante, pudiendo evitarlo, habría buscado. Molina, como acababa de demostrar, no era ajeno a ese tipo de sentimientos, pero seguía maravillándole la forma en que los hombres, por lo general calculadores y egoístas, arrostraban de pronto y con toda naturalidad los más extremados sacrificios. En momentos como aquel, el sargento sentía que allí había algo que les sobrepasaba. Algo que suplantaba la voluntad de los individuos y los hacía semejantes a los átomos del aire y a las partículas de la tierra, sometiéndolos a las sacudidas de un destino vasto e incomprensible.

La desaparición del teniente artillero planteaba varias novedades en la organización de la defensa de Afrau. La primera y más sobresaliente a simple vista era que había un nuevo jefe: Rivas, el inexperto y un tanto impulsivo teniente de la sección de ametralladoras. A nadie le resultaba demasiado alentador que Rivas ostentara ahora el mando, porque la opinión general era que le faltaba criterio y le sobraban humos. Pero Molina consideró el cambio con pragmática resignación. El jefe natural de la posición, el capitán que a la sazón estaba de permiso y quizá divirtiéndose con los toros en la feria de Málaga, no era mucho más competente que Rivas, y lo había demostrado ausentándose de forma irresponsable en la hora en que habría debido percibir el peligro. Y si Rivas era algo nervioso, tampoco el capitán se distinguía por su paciencia. Aquello era lo que tenían y con aquello había que apañarse. En los años de servicio que llevaba a las espaldas, Molina se las había arreglado para sobrevivir más de una vez al contratiempo de tener un jefe inadecuado o simplemente inútil. Acaso fuera aquélla la más preciosa de todas las habilidades que podía llegar a atesorar un soldado.

La segunda novedad, más trascendente, era que el destacamento de artillería quedaba sin oficial. Tampoco tenía sargento, ya que por aquellas fechas disfrutaba como el capitán de su permiso de verano, y el cabo, que era ahora el más caracterizado de los artilleros, disponía de muy limitados conocimientos técnicos. Lo primero que hizo Rivas, tras asumir el mando ante la desconfianza general (y ante la sorna del alférez Andrade, que le despreciaba), fue llamar al cabo artillero y preguntarle:

– ¿Podrán seguir manejando las piezas sin el teniente?

– Sólo con la espoleta en cero y si no hay más remedio que dispararlas, mi teniente -respondió el cabo, azorado.

– No se puede tirar desde ahí con la espoleta en cero -intervino Andrade-. Como el proyectil tropiece con algo nos matamos nosotros.

– Ya me doy cuenta, Andrade -dijo el teniente, contrariado.

– Eso quiere decir que nos acabamos de quedar sin cañones -dedujo Andrade, con una tortuosa satisfacción por poner en aprietos a Rivas.

– Ya -volvió a decir el teniente, aún de peor humor.

Molina, que andaba cerca, se percató de la angustia y la desorientación que se apoderaba de los oficiales. No lo celebró, porque para bien o para mal, ahora estaban en manos de aquellos tres jovenzuelos orgullosos: Rivas, Andrade y el otro alférez, que era un poco más prudente pero por eso mismo tenía menos influencia. Lo peor de todo era que desde las laderas volvía a recrudecerse el fuego. Seguramente había corrido ya entre los harqueños, divulgada en primera instancia por el propio tirador que le había acertado, la noticia de que el teniente había caído. Eso les daba ánimos y les hacía presumir que los de los europeos estarían mermados, lo que les incitaba a disparar más alegremente. Aunque los cañones del barco volvían a lanzar sus recias andanadas, por la posición se extendía una sensación de desbarajuste y derrotismo. Molina, alarmado, se acercó hasta los oficiales.

– Mi teniente, con su permiso.

– Di, Molina -le invitó el teniente, aliviado por no tener que cambiar impresiones sólo con Andrade, hacia quien sentía un recíproco desafecto.

– Los moros se están creciendo. Si hemos perdido los cañones, tendremos que confiar en el barco y organizarnos con el resto de nuestras fuerzas. Hemos recuperado una ametralladora y no andamos muy mal de municiones. Pero sobre todo, mi teniente, hay que alentar a los hombres.

– El sargento tiene razón -reconoció Rivas, dirigiéndose a los dos alféreces-. Vosotros, ocupaos cada uno de un costado de la posición y de levantarme al personal. Molina y yo nos dedicaremos al frente. Tú, Molina, te encargas de desplegar y controlar a los policías. Hay que rendirse a la evidencia. Esos moros, mientras no deserten, son lo mejor que tenemos.

Así lo pusieron en práctica. Sin que cesara el intercambio de disparos el día fue avanzando, con su lentitud exasperante. No soplaba una gota de aire y el sol les quemaba la piel a través de la tela de los uniformes. Gracias al racionamiento tenían aún una pequeña reserva de agua, pero iba a ser difícil estirarla más allá de un par de días. El suboficial, a quien correspondía ocuparse de la intendencia, había apartado y mantenía custodiadas todas las latas que contenían algún jugo susceptible de reemplazar el agua cuando se agotase. Lo que en todo caso resultaba impensable era asearse, y la costra de suciedad maloliente que los hombres tenían encima, incrementada minuto a minuto con el sudor que aquella temperatura les hacía derramar, venía a sumarse irremisible al cúmulo de miserias que soportaban. Ni siquiera el médico podía disponer de agua para las curas, y debía dosificar con férrea mezquindad los desinfectantes. Los heridos quedaban con toda la sangre seca adherida a la piel, como una coraza de hojaldre.

Por fortuna, las buenas condiciones del parapeto de Afrau seguían impidiendo que el número de heridos creciera demasiado deprisa. Aparte de las bajas que habían tenido durante la operación de repliegue de la avanzadilla, diez heridos de importancia diversa y tres muertos, durante el resto de la mañana y toda la tarde no pasaron de la decena los alcanzados por el fuego enemigo, sólo dos de ellos con resultado mortal. Los difuntos seguían impresionando a los soldados que recibían en Afrau su bautismo de fuego, y a alguno le costaba reprimir el terror cuando el que estaba a su lado caía derribado por un balazo de la harka. Entonces debía acudir un veterano o un cabo, para socorrer al herido o apartar al muerto y forzar al novato a olvidarlo y a concentrarse en la preservación de su propio pellejo. Uno de los que murió aquel día se derrumbó sobre su compañero, un soldado aniñado y pecoso, que al ver cómo la sangre del otro le regaba la cara salió despavorido, gritando. González pudo interceptarle cuando ya asomaba a terreno descubierto y las balas de la harka le buscaban furiosas. Lo arrastró de vuelta al parapeto y una vez allí le golpeó varias veces contra los sacos y le abofeteó con fuerza. El soldado quedó paralizado por aquella lluvia de guantazos, que le incendiaron en un abrir y cerrar de ojos las mejillas ensangrentadas.

– La próxima vez te paro con esto, gilipollas -le dijo, enseñándole el máuser con un gesto amenazante-. Te juro por mis muertos que nadie más aquí dentro se la va a jugar para evitar que te tumben.

El soldado se quedó mirando fijamente a González. El cabo ofrecía un aspecto temible, con el rostro curtido por el sol, negreado por la barba, y los ojos inyectados en sangre que se destacaban como si fosforecieran. Para el soldado, además, González, en su condición de cabo y veterano de África, era una especie de ser fabuloso. Alguien que podía aguantar aquel infierno sin venirse abajo. En cierto modo, le tenía más miedo que a los mismos moros. Y eso era, precisamente, lo que el cabo buscaba.

– ¿Entendido?

El soldado asintió, anonadado.

– Pues límpiate la cara y vuelve a coger el fusil.

Molina había asistido desde lejos al incidente. González siempre le había parecido poco listo, pero en la forma en que había atajado aquel problema, tuvo que admitirlo, salía a relucir su astucia natural. El sargento conocía el pánico, y sabía que era un estímulo tan poderoso que sólo cabía enfrentarse a él superando su violencia. A aquel soldado se le pasaría el ardor en las mejillas, pero la próxima vez que sintiera deseos de salir corriendo recordaría la vergüenza y temería el tiro que González le había prometido. Incluso aunque se diera cuenta de que el cabo nunca iba a dispararle. Con volver a enfrentarse a su cólera ya bastaba. De nuevo Molina se arrepintió de haber juzgado con tanta ligereza a González, a partir de las pocas conversaciones que habían compartido en la cantina y de su comportamiento en los servicios rutinarios. Ahora que venían mal dadas, comprobaba que González era uno de los pocos que tenían la madera necesaria para salir de allí, siempre que la suerte le fuera propicia, desde luego. Porque al final, y por mucho que uno supiera buscarla, la suerte siempre tenía que avenirse.