El mexica enmudeció por un momento. El tiempo parecía haberse detenido. El esclavo recién sacrificado había dejado por fin de moverse, colgaba, sujeto por los pelos por el sacerdote, como una marioneta con los hilos enredados. De repente, la cabeza del cacalpixque giró y sus ojos, por primera vez, se cruzaron con los de Lisán. No había ninguna expresión en aquel rostro altivo, sólo la evidencia de que era consciente de la presencia de los dzul . Y el andalusí sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. El mexica desvió la vista de inmediato y siguió hablando. Sac Nicte tradujo:

– Para satisfacernos debéis aceptar en vuestro templo las imágenes de nuestros dioses, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, y situarlas en plano de igualdad con vuestro supremo dios local. También debéis enviar a Tenochtitlán un regalo anual en forma de cacao, que es abundante en vuestras tierras, pedrería, plumas y mantas de calidad…

Na Itzá se puso dificultosamente en pie. Su voz temblaba ligeramente:

– Nobles señores, amables invitados nuestros, será muy grato para mi pueblo enviar esos regalos para nuestros hermanos de Tenochtitlán, pero debéis entender que esto es una muestra de nuestra buena voluntad, sin que aceptemos ninguna obligación al respecto. En cuanto a vuestros dioses, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca… Bueno, ésta no es una decisión que yo pueda tomar. Antes tendría que consultar con mis sacerdotes…

El cacalpixque alzó una mano y dijo:

– Nuestro ciclo ya cumplió su tiempo. El final tuvo que llegar pero no llegó, los dioses aceptaron los ruegos de los mexica para que la vida siguiera existiendo. A fin de que el sol prosiga su marcha por el cielo, para que las tinieblas no queden pesando definitivamente sobre los cuatro ángulos del mundo, es necesario procurarles cada día a los dioses su alimento, «el líquido precioso», el chalchihuatl , la sangre humana. Lo que es verdadero para el Sol lo es también para la tierra, para la lluvia, incluso para vuestros árboles sagrados… para todas las fuerzas de la creación. Nada nace, nada vive si no es por la sangre de los sacrificados. Los itzá debéis colaborar con vuestra sangre para satisfacer el hambre de los dioses. Eso es lo justo.

El cacalpixque hizo una pausa en su discurso, para lanzar una mirada desafiante a su alrededor, y continuó:

– Nosotros también os hemos traído regalos.

A una señal suya, los porteadores que habían llegado con ellos atravesando las marismas, se aproximaron y extendieron en el suelo, frente a Na Itzá, los bultos envueltos en tela de algodón. Con cuidado y precisión los desempaquetaron descubriendo su contenido: rodelas, macanas y diversas armas guerreras. Entonces, uno de los sacerdotes mexica se acercó a Na Itzá con un frasco de jade en una mano. Al llegar frente a él, embadurnó su otra mano con el ungüento blanco que contenía el frasco y dibujó unas líneas paralelas y horizontales en el pecho del Ahau Canek.

– Señor, te ungimos con blanco tizatl , que es el color de los huesos, para simbolizar que ya te damos por muerto.

Otro de los cacalpixque tomó una rodela, adornada con un precioso penacho de plumería, y se la ofreció a Na Itzá, diciéndole:

– Al hacer la guerra los hombres sólo obedecemos la voluntad de los dioses. Que ésta no quede alterada porque no disponéis de armas o no estáis apercibidos de la inminencia de nuestro ataque. Aquí tenéis macanas y escudos para defenderos si persistís en no aceptar la gracia y la amistad de las Tres Cabezas del Imperio.

Algunos guerreros itzá asintieron con la cabeza, satisfechos de que, al fin, llegase la guerra, pero Na Itzá apretó los labios y no dijo nada.

Empezaba a amanecer. Los mexica saludaron a sus anfitriones y se retiraron en silencio. Dejaron sus regalos esparcidos por el suelo.