Sujetando la macana sobre su cabeza, tal y como haría con una cimitarra de abordaje, se lanzó contra el itzá como un lobo furibundo y le descargó un golpe frenético tras otro, sin tomarse la molestia de protegerse, dejando tantos espacios abiertos en su defensa que el contraataque del guerrero águila hubiera podido reducirlo a pulpa en un instante. Pero Koos Ich se limitó a ir parando sus golpes, mientras retrocedía poco a poco. Lisán lanzaba machetazos, el guerrero los rechazaba sin dificultad, y el andalusí volvía al ataque. Animado por el terreno ganado, se abalanzó ciegamente hacia delante, agitando frente a sí aquel pesado bastón de combate como si del palo de un ciego se tratara. Pero lo cierto era que su oponente tan sólo estaba jugando con él mientras probaba su habilidad. Cuando ya tuvo la información que deseaba, empezó a responder de verdad a sus ataques. Entonces su macana se abatió con fuerza contra el arma de Lisán. Una y otra vez, haciendo saltar astillas. Un golpe, otro, mientras el andalusí retrocedía, forzado a devolver rápidamente lo ganado.

– La única pauta del guerrero es ser siempre implacable -le dijo Koos Ich con voz solemne-. Cuando luchas tienes la obligación de ser libre, de ser fluido, de ser imprevisible. Como un recién nacido. Sin rutinas… Sin historia… Sin apegos… Sin amores…

Con cada frase, mascullada entre sus dientes apretados, el itzá descargaba un mazazo salvaje, que obligaba a Lisán a retroceder. Éste, sin embargo, disputaba con inusitada fiereza cada paso que daba hacia atrás, hasta que tropezó con la base de una columna y cayó de espaldas, despatarrado, frente a Koos Ich. Los otros guerreros-águila que observaban el enfrentamiento estallaron en risas ante su rápido desenlace.

El andalusí arrojó a un lado la macana y se puso en pie furioso. Se dio la vuelta, sacudiéndose el polvo de la ropa, dispuesto a marcharse de inmediato. Pero Koos Ich recogió rápidamente el arma tirada en el suelo y se la devolvió a su oponente.

– Debes tener paciencia, Lisán al-Aysar -dijo, llamándolo por su nombre por primera vez. Al faquih le extrañó que lo supiera-. En la guerra debes perseguir tu objetivo, pero sin presentir demasiadas cosas de antemano. Un guerrero no puede tener futuro, de la misma forma en la que no puede tener pasado. Sólo un eterno presente en el que está siempre preparado para morir. Por eso el nacom tiene que renunciar a todo aquello que lo ata a la vida, aunque sea lo que más ama y por lo que está dispuesto a sacrificarse. ¿Lo entiendes?

Lisán, con la macana nuevamente entre sus manos, asintió lentamente.

– Lo entiendo.

– Te aseguro que aprenderás a manejar nuestras armas… -dijo Koos Ich señalando la que el faquih sujetaba-. Yo me ocuparé de que aprendas a luchar, para que puedas proteger a quien amas… si yo no puedo hacerlo.

Lisán alzó la macana y se la llevó a la frente, con el mismo gesto que hubiera empleado con una espada de acero, y musitó el juramento dhihar ante Koos Ich. Éste lo miró sorprendido, y le preguntó qué era lo que decía en un idioma que no podía entender.

El andalusí se abstuvo de aclarárselo, dijo que se trataba de una oración de su mundo, como las que le dirigía al Sol cada día. Pero el dhihar era el solemne juramento que un hombre le hacía a otro: A partir de ahora, tu esposa será para mí como la espalda de mi padre.

Es decir, las relaciones sexuales con Sac Nicte se habían convertido en haram , la más absoluta de las prohibiciones.

15

La interminable rueda de los años había dado una vuelta más. Llegó el día del ah tooc , y la maleza de la milpa , el campo de maíz que los nativos habían trabajado durante tanto tiempo, fue quemada. Entre las llamas, los sacerdotes invocaron a sus dioses silbando constantemente una tonada que parecía el canto de una lechuza y que hablaba de ciclos, de vueltas de noria dentro de vueltas de noria, de círculos que se consumaban y nuevos círculos que se abrían. Después, llegó el momento de la siembra sobre el campo cubierto de cenizas. En cada una de las cuatro esquinas de la milpa , un sacerdote enterró semillas, copal, ollas con miel y figuras de arcilla que representaban a los dioses de la naturaleza.

Lisán se había ofrecido voluntario para ayudar a los nativos. Pero su único anhelo era alejarse un tiempo de Sac Nicte y de los turbadores deseos que ella le despertaba, y que le estaban vedados por el sagrado juramento que había pronunciado. Iba ataviado como los campesinos, con taparrabos y sandalias de piel de venado seca. Sembró el maíz en agujeros abiertos en aquella tierra pedregosa con un palo de punta afilada, imitando los precisos movimientos de los itzá. Seguían una fila más o menos recta y dejaban caer de tres a seis granos de maíz en cada agujero, para luego taparlo con el palo. Fue agotador, pero al concluir el primer día de trabajo se sentía bien por el ejercicio físico y por el descanso de su mente.

A su regreso a Uucil Abnal descubrió que se había producido un gran revuelo en los márgenes del poblado. Intrigado, Lisán dejó su vara de cavar y sus sacos de semillas, y acudió rápidamente al lugar. Se encontró con una escena sorprendente.

Un nutrido grupo de nativos, vestidos de forma extraña y ostentosa, caminaban entre las chozas como si fueran los auténticos dueños de aquellas tierras. Abrían el paso unos esclavos que cargaban bultos envueltos en mantas de algodón, sobre una escalerilla de palos sujeta a la espalda. Tras ellos, en el centro de la comitiva, iban tres hombres ricamente vestidos, con bragueros bordados de oro y mantas decoradas con franjas de ojos dibujados con plumas azul cobalto y piedras preciosas entretejidas.

– ¿Quiénes son esos hombres? -preguntó Lisán a un nativo.

– Mexica -respondió.

Cada uno de ellos lucía un dibujo distinto en el centro de su manto: uno llevaba un sol de oro, otro la imagen de una jarra, el tercero una figura de aspecto demoníaco. Sus cabellos eran negros como el azabache, brillantes, sujetos con tiras de cuero rojas y blancas, y alzados en un complejo peinado. Rostros orgullosos, con rasgos muy marcados y labios gruesos, adornados con bezotes de ámbar engarzados en oro.

– Asombroso -musitó Lisán.

Se apoyaban en bordones con empuñadura de jade y piedras preciosas, y llevaban en las manos grandes flores blancas que iban oliendo mientras caminaban displicentemente, escoltados por los mosqueadores que agitaban sus grandes abanicos de plumas. Pasaron frente a Lisán sin prestarle ninguna atención y se dirigieron hacia Na Itzá. Éste, alertado por sus consejeros, les salía al paso mientras se ajustaba atropelladamente su tocado y se envolvía con su túnica de ceremonia. Frente a los mexica su aspecto era de extremo desaliño.

Koos Ich apareció en ese instante, al frente de varios de sus guerreros ataviados como águilas que rodearon a su señor. Los mexica lo observaron con detenimiento. Era evidente que habían oído hablar de él y de su hazaña en la piedra gladiatoria.

Lisán también vio llegar a Sac Nicte, junto a un grupo de sacerdotes. Se acercó a ella y le preguntó por los visitantes.

– Son cacalpixque , embajadores mexica -respondió la mujer-. Y pertenecen a la alta nobleza. Fíjate en cómo aspiran el aroma de xochitl , su flor sagrada, algo que está reservado a las clases más altas.

– Son impresionantes -comentó Lisán.

– Sí lo son -admitió la mujer-. Nada en su atuendo ni en sus gestos es casual. No todos pueden lucir esos bordados, son distintivos de rango y sólo pueden ser otorgados por su rey, el tlatoani ; expresan los méritos de quienes los usan o la posición a la que se ha llegado dentro de su jerarquía.

Tras los cacalpixque caminaba un apretado y siniestro grupo de sacerdotes. Tétricos como los de Amanecer, con sus sienes manchadas de rojo, vestidos con túnicas negras y llevando pequeñas calabazas colgando a la espalda, adornadas con borlas y atadas con cintas. Algunos eran mujeres, tal y como Lisán había tenido la oportunidad de ver antes, aunque su aspecto en nada se diferenciaba de los hombres.

– Son los tlamacazqui , «los que ofrecen sacrificios a los dioses» -le explicó Sac Nicte-. Y ellas son teohua , que significa «las que tienen a un dios a su cuidado». Esas manchas en las sienes señalan el estado de sus penitencias. En el interior de las calabazas guardan pastillas de tabaco y calcio molido, que es lo que usan para entrar en trance y comunicarse con sus dioses.

Na Itzá ejecutó el gesto ritual de sumisión cruzando el brazo derecho sobre el pecho y recibió con regalos a los cacalpixque : flores, tiras de carne de guajolote y chocolate frío servido en unas vasijas preciosamente decoradas. Después, dijo algo en la lengua náhuatl que Sac Nicte tradujo para Lisán:

– Señores nuestros, os habéis fatigado, os habéis dado cansancio. Ya a nuestra tierra habéis llegado; ya habéis arribado a nuestra ciudad; a vuestro merecido descanso.

Los mexica no hicieron caso alguno de los regalos y pronunciaron con fría altivez unas breves palabras en su idioma.

– ¿Qué es lo que han dicho? -preguntó Lisán, que no había entendido una palabra.

– Quieren sangre, pero esto es lo único que mi padre no puede ofrecerles ahora.

– ¿Qué va a suceder?

– Los mexica se sentirán ofendidos, a no ser…

La mujer le pidió a Lisán que aguardara allí. Habló con unas mujeres y les ordenó que trajeran tortillas calientes. Luego se acercó en silencio al grupo de dignatarios y a Na Itzá. Al pasar junto a uno de los guerreros-águila tomó una flecha de su carcaj. Cuando llegaron las tortillas, Sac Nicte se atravesó la lengua con la punta del dardo y escupió la sangre sobre ellas.

– Tlaxcalli -dijo, ofreciéndoselas a los visitantes.

Los mexica le dirigieron una reverencia llena de respeto, tomaron las tortillas manchadas de rojo y las comieron con ceremoniosa lentitud.

La cena fue un acontecimiento extraño. Se inició a medianoche, con la llegada de los invitados. La «mesa» del banquete era una enorme manta extendida sobre la hierba, grande como una de las velas de la Taqwa . En un extremo se sentaron Lisán y los turcos, sobre gruesos rollos de carrizos amarrados. Baba no había acudido.

Una hermosa joven, ataviada como una princesa, se encargó de ofrecer agua en jícaras a los mexica , para que éstos se lavaran ceremoniosamente las manos. Lisán advirtió que Piri estaba muy impresionado por la belleza de aquella muchacha. Cuando Koos Ich pasó junto a ellos, el turco lo aferró del brazo y le preguntó por ella.