Se llamaron a voces entre ellos y el que parecía el jefe indicó el cuerpo inerte del viejo vizcaíno. Sujetándolo por los pies, lo arrastraron por la arena hacia la selva, a la que la noche ya empezaba a transformar en el tétrico muro negro que habían contemplado desde el mar.

No lo volvieron a ver. Los gritos del vizcaíno empezaron unas horas después y se prolongaron hasta casi el amanecer.

Vigilados por los pajes, los náufragos pasaron la noche en vela, tumbados en la arena, con aquellos incómodos cepos, torturados por los alaridos de la inimaginable agonía del vizcaíno. Al lado de Lisán, Jamîl sollozaba lleno de terror.

– ¿Qué le están haciendo, señor? -preguntó al faquih -. ¿Qué le hacen?

Lisán no supo qué decir para calmar al muchacho. Con una de sus manos inmovilizada, ni siquiera pudo taparse los oídos para dejar de oír los lamentos de aquel desdichado.

11

La oscuridad había caído sobre las aguas del Egeo y una brisa fría hizo que Abdul Jabbar se arrimara al hornillo en el que se calentaba un puchero de potaje de habas. Acercó las manos al fuego y las frotó entre sí.

Estaba en la popa de la galera, rodeado por la gente de cabo , los marinos y los jenízaros. Frente a ellos se extendía la crujía donde se alineaba la chusma, doscientos cincuenta galeotes que en ese momento estaban tranquilos en sus bancos. Los remos habían sido alzados y la nave navegaba con buen viento, haciendo uso de sus dos grandes velas triangulares.

Pero todo iba a cambiar a la mañana siguiente.

Durante toda la jornada, Jabbar había visto las decenas de galeras turcas alinearse en el mar, hasta que sus palos formaron un bosque flotante. Sí, iba a ser una gran batalla, la respuesta a las continuas provocaciones de los venecianos. Le habían dicho que sería poco después del amanecer, de modo que buscó un rincón y se tumbó lo mejor que pudo, las piernas dobladas contra el pecho para ocupar el menor espacio posible. Necesitaba dormir para estar fresco para el combate…

La luna en su cuarto menguante estaba suspendida sobre la selva de velas.

Cerró los ojos.

El inconfundible sonido del acero lo despertó, sobresaltado.

Junto a él vio a un hombre afilando un cuchillo contra una piedra. No lo reconoció y rápidamente buscó su propia arma en su cinto. Había desaparecido, y sus ropas se habían transformado en harapos.

– ¿Qué? -dijo Jabbar mirando alrededor, aterrorizado, sin entender nada-. ¿Dónde…?

Estaba en una playa, rodeado de palmeras, y todavía no había amanecido. ¿Cómo era posible?

– Tranquilízate -le dijo el desconocido-. Yo tengo tu cuchillo y te lo devolveré cuando te calmes. Como cada mañana.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Jabbar algo más tranquilo, pues era evidente que aquel hombre era tan turco como él-. ¿Hemos naufragado?

– Sí, y tú recibiste un golpe en la cabeza que te ha hecho perder la memoria.

Se palpó el cráneo rapado y descubrió la larga cicatriz en su parietal. Pero no había sangre ni costras, en realidad parecía una herida muy vieja.

El hombre que estaba junto a él siguió hablando. Su voz se fue transformando en una cantinela, como si refiriera algo repetido muchas veces.

– Desde el último suceso del que tienes memoria han pasado años, pero tu herida te impide recordarlos. Aparte de eso, estás sano. Ahora nos encontramos perdidos en una costa desconocida. -Señaló la playa a su alrededor y a los dos hombres que estaban despertándose un poco más allá-. Ese de ahí es Baba, y ese otro, Piri. Ellos son náufragos como nosotros. Yo soy Dragut.

– ¿Y la batalla?

– Se celebró y ganamos. -Sonrió-. ¿Te empiezas a aclarar? ¿Sí? Ahora voy a devolverte tu cuchillo, te sugiero que le saques filo frotándolo contra una piedra, como hago yo.

– ¿Por qué?

Dragut volvió a señalar.

– ¿Ves esa jungla? En cuanto haya suficiente luz, vamos a intentar abrirnos paso a través de ella.

Mientras Dragut y Jabbar afilaban sus cuchillos, Baba se puso en pie y se desperezó. Echaba de menos la vieja espada de buen acero de Azerbaidzhan que había heredado de su padre, y que había ido a parar al fondo del mar. Allí la imaginó, enredada entre las algas.

El sol empezaba a despuntar tras el horizonte. Durante la noche, una suave lluvia lo había empapado todo de un espeso olor húmedo. La selva aguardaba, como suspendida entre dos mundos, y Baba imaginó millares de ojos ocultos espiándolos desde el follaje. Ojalá tuviera la espada de su padre con él. Durante el día anterior no habían cesado los chillidos y aullidos procedentes de ella. Sin embargo, ahora no se notaba movimiento alguno ni llegaba el más leve sonido, como una bestia inimaginable que acechara, conteniendo la respiración, la entrada del pequeño grupo de humanos.

– ¿Por qué quieres meterte ahí?

Baba se volvió hacia Piri, que seguía tumbado con la espalda contra el tronco de una palmera.

– ¿Cómo dices? -le preguntó.

– ¿No sería mejor esperar aquí, en la playa, hasta que nos encuentren los otros supervivientes? O, mejor aún, buscarlos nosotros.

A pesar de su extraordinaria juventud, Baba siempre había pensado que Piri Muhyi era el más inteligente de los hombres que estaban a sus órdenes. Sin embargo, no le gustaba la forma en que el corsario lo miraba en ese preciso instante.

– ¿Sucede algo? -le preguntó.

– No. Es sólo una cuestión que quisiera que me aclararas.

Baba creyó detectar un tono burlón en las palabras de Piri.

– Considero que es importante que hallemos una fuente de agua dulce. El líquido de esos frutos pronto no será suficiente. ¿Quieres quedarte tú aquí por si llega alguno de nuestros compañeros?

– No. -Piri sonrió de forma leve-. Prefiero acompañarte. Pero pienso que deberíamos dejar a Dragut… Por si aparece alguien.

Baba sostuvo durante un momento la mirada del muchacho, preguntándose hasta qué punto era desafiante.

– Sí, tienes razón -dijo al fin.

Piri asintió:

– Creo que es lo mejor que podemos hacer.

– Vamos entonces. -Dio una palmada-. Veamos que oculta esa jungla.

A Dragut no lo importó demasiado quedarse a la sombra, pero sí el tener que entregar su cuchillo a Piri.

– Lo necesitamos para abrirnos paso por la maleza -le explicó el joven-. Aquí tú no corres ningún peligro.

– ¿Por qué no? ¿Y si aparece una bestia salvaje?

– Entonces poco ibas a poder hacer con ese cuchillo.

– No me gusta quedarme desarmado -repitió Dragut.

– Volveremos antes de que anochezca -le aseguró Baba-. Únicamente vamos a explorar un poco este sitio.

Dragut aceptó de mala gana. Buscó una rama bastante gruesa que pudiera servirle como garrote y fue a tumbarse junto a una de las palmeras.

Paso a paso, sus tres compañeros se internaron en aquella jungla que parecía querer apresarlos como la red de una araña inmensa. Los cuchillos comenzaron a batir, chasqueando como culebras al golpear las telarañas verdes, y su eco empezó a despertar un vendaval de alaridos guturales que se fueron repitiendo por doquier, como si las bestias que los emitían se respondiesen unas a otras.

– Nos rodean muchas criaturas -dijo Piri mirando a un lado y a otro con desconfianza-. Me pregunto cuántas de ellas son alimañas dispuestas a atacarnos.

El bosque era tan oscuro que a quince pasos no podía distinguirse nada. Una tupida red de raíces componía el suelo, la atmósfera estaba saturada por el olor de plantas en descomposición, como un zoco abandonado. La vida se arrastraba y luchaba con desesperación por existir entre aquella tiniebla eterna e innumerables plantas aéreas pendían de la oscura bóveda como candelabros en una catedral. Mientras, por encima de las copas de los árboles, a gran altura sobre las cabezas de los tres náufragos, el sol crepitaba exuberante. Enormes mariposas de color azul revoloteaban, atravesaban los pocos rayos de luz que lograban penetrar el techo de hojas, e iban a perderse en la oscuridad, como visiones temblorosas o reflejos del mar que habían dejado atrás. Más abajo, enjambres de grandes avispas negras zumbaban alrededor de unas extrañas frutas que formaban racimos de color escarlata.

Jabbar arrancó uno de aquellos frutos, de piel encarnada y cerosa. Lo cortó con los dientes y comió la viscosa pulpa interior.

– Si es bueno para las avispas es bueno para nosotros -dijo Piri. Pero ni él ni Baba hicieron otra cosa que mirar a Jabbar mientras masticaba.

Cuando terminó el fruto arrojó el pellejo a un lado y siguió caminando. Sus compañeros lo miraron expectantes, y, al cabo de un instante, tras comprobar que Jabbar no caía muerto, se apresuraron a imitarlo.

12

– Alguien nos sigue -dijo Piri antes de ocultarse, de un salto, entre la maleza.

Sus dos compañeros se quedaron inmóviles durante un instante, y luego se agacharon junto al joven marino.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Baba.

Piri se llevó las manos a los labios pidiendo silencio. Los tres escucharon, pero no pudieron descubrir otra cosa que el fondo habitual de aleteos, aullidos y trinos.

– He oído claramente el roce de un cuerpo contra la vegetación -dijo Piri-. Y avanzaba en nuestra dirección.

– ¿Podría ser un animal?

– Sí, podría ser un animal. Pero, en cualquier caso, venía hacia nosotros, no huía de nosotros.

Baba preguntó a Jabbar:

– ¿Tú lo has oído?

– No.

Baba se incorporó y miró alrededor buscando alguna señal, pero era imposible distinguir nada a unos pocos pasos en el interior de aquella jungla tan espesa. Un ejército entero podría rodearlos y no lo verían.

– Bueno, es mejor que sigamos -dijo-. Piri, tú ve a la retaguardia y sigue atento. Sea lo que sea, ya se manifestará.

A partir de ese momento, Jabbar fue abriendo el camino, cortando las lianas con diestros golpes de su cuchillo. De repente se detuvo. Señaló hacia la espesura con los ojos desorbitados y el rostro desencajado de terror.

– ¡Mirad eso! -gritó.

Era una criatura blanca, espeluznante como un demonio. Su cuerpo indescriptible estaba apresado por la vegetación y era una repugnante confusión de rasgos humanos y animales. Su cabeza semejaba la de una serpiente y dentro de sus fauces abiertas asomaba el rostro de un hombre con las facciones retorcidas por el dolor mientras era devorado.

Una estatua, pero la más insana y obscena que ninguno de ellos hubiera visto jamás.

Vieron a sus pies unas grandes losas de piedra, bien alineadas, ligeramente hundidas en el humus, que dibujaban un sendero que se internaba entre los árboles. Caminaron lentamente por él, mientras el terror se iba asentando en lo más profundo de sus almas. En los márgenes fueron apareciendo restos de columnas truncadas y bloques pétreos que apenas asomaban entre la vegetación, labrados con signos desconocidos. Y más figuras pavorosas, semejantes a la que habían visto en primer lugar, representando a serpientes bicéfalas y desconcertantes criaturas híbridas entre lo humano y lo monstruoso.