Dragut miró imperturbable, durante un momento, a su compañero. Al parecer dudaba sobre si debía o no aclararle las cosas. Debió de decidir en contra, porque se volvió hacia Baba.

– Quién sabe qué clase de gente vive en este lugar -dijo.

El mameluco alzó la vista. Miles de pájaros revoloteaban frenéticos por encima de sus cabezas, escabulléndose entre las copas de los árboles y lanzándose como piedras con alas hacia el mar. Nunca había visto tantas aves juntas y echó de menos un arco y unos dardos con los que bajar unas cuantas al suelo y poder así comer algo de carne. La boca se le hizo agua con ese pensamiento y le provocó retortijones de ansiedad en el estómago. Golpeó el coco contra el tronco de una palmera y lo partió en dos. Luego alivió en parte su hambre tragando unos buenos trozos de pulpa.

– Mañana iremos a ver -dijo mientras masticaba-. De momento intentaremos encontrar alimento cerca del mar.

Empezaron a caminar por la playa. Apenas habían recorrido media legua cuando vieron un pájaro de gran tamaño parado cerca de la orilla. Tenía un gran pico y lo introducía una y otra vez en el agua, rebuscando algo en la arena. Dragut y Jabbar saltaron hacia él. El ave desplegó sus alas, amplias como dos hombres juntos, y empezó a correr por encima del agua sin acabar de remontar el vuelo. Dragut pronto abandonó la persecución y regresó jadeando para desplomarse en la orilla, pero Jabbar no se dio por vencido hasta que por fin echó a volar y se perdió en las alturas. Baba se acercó al lugar donde había estado escarbando. Metió la mano en la arena, y sacó de ella un verdadero tesoro en forma de caracoles y almejas.

– Quizá no sean alimentos halal [13] -dijo-, pero no se puede negar que nuestra situación es de extrema necesidad.

Así que pasaron el resto de la jornada intentando capturar algo vivo, cualquier cosa que llevarse a la boca en los grandes charcos que la marea abandonaba en su repliegue. Al anochecer, los tres seguían con el mismo aspecto patético y derrotado, pero al menos tenían el estómago lleno con la carne de los mariscos. Desde el borde de la selva, contemplaron cómo el sol se ponía sobre aquella playa que se les antojaba infinita. Miles de aves seguían revoloteando sobre sus cabezas y, a su espalda, oían los alaridos procedentes de animales ocultos en la jungla.

– Ahora me parece buena idea lo de internarnos en el bosque. No me imagino comiendo esta porquería el resto de…

Baba lo había interrumpido colocando la palma de su mano sobre la boca de Dragut. ¿Qué pasa? , preguntó el turco con un gesto.

Baba señaló hacia la playa. Cada vez estaba más oscuro y no venía otra luz del cielo que la de las estrellas y el fantasmagórico cometa. Pero la figura del hombre que caminaba por la orilla, destacada contra el espejo negro del mar, era perfectamente visible. Los tres se dirigieron sigilosamente hacia él. Dragut y Jabbar llevaban sus cuchillos en las manos, Baba se había procurado una rama bastante gruesa y pesada. El hombre de la orilla avanzó unos pasos más antes de advertir su presencia. Entonces se volvió hacia ellos y les hizo frente.

– Tranquilo -dijo Dragut-. No pretendemos causarte ningún mal.

– Pues se diría que son otras vuestras intenciones -dijo el recién llegado.

Baba y los dos turcos se detuvieron asombrados. Habían reconocido sin dificultad aquella voz.

– ¡Piri! -exclamó Baba-. Te dábamos por muerto.

Ofrecieron al antiguo capitán de la Taqwa una cena a base de mariscos crudos y agua de coco. Él les contó cómo había caído por la borda de la carraca cuando ésta fue alcanzada por la gran ola que la estrelló contra la costa. Luego fue arrastrado por la corriente y a duras penas consiguió llegar a tierra firme. Estaba desorientado y separado del resto de sus compañeros. Sabía que muchos perecieron ahogados, pero tenía la esperanza de encontrar a alguien con vida si seguía caminando por la playa.

– Dragut y Jabbar no han dado con restos del naufragio ni con ningún otro superviviente -dijo Baba-. Tampoco hemos hallado algún riachuelo que nos procure agua fresca u otra cosa que comer más que estos miserables caracoles.

– Quizá debamos meternos en la selva, como quiere Baba -dijo Dragut-. Siempre estamos a tiempo de regresar a la playa si nos falta la comida.

El joven turco se tumbó sobre la arena y cerró los ojos.

– ¿Os parece que tomemos mañana esa decisión? He caminado durante gran parte del día y ahora deseo descansar.

– Por supuesto -dijo Baba-, mañana lo hablaremos.

10

Los pajes de los hombres-tigre habían atado a los náufragos, sujetándoles una mano a la cabeza con un cepo retorcido, más incómodo que doloroso, y luego se habían dedicado a atender sus heridas. Con gran habilidad cosieron los cortes abiertos por las armas de sus señores, utilizando para ello la afilada espina de alguna planta y cabellos recién arrancados de sus propias cabezas. Les aplicaron un ungüento de color amarillo que despedía un intenso olor a azufre.

Uno de los nativos unía los labios del corte en la muñeca de Lisán, mientras no dejaba de parlotear en su lengua extraña y gutural. Incapaz de entender nada de lo que decía, el faquih se dedicó a estudiarlo con detenimiento. No aparentaba más de veinte años, aunque ese detalle era difícil de precisar en los rostros lampiños y aniñados de aquellos hombres. Lo que más llamaba la atención eran sus orejas, desgarradas por innumerables cortes, deformadas hasta tal punto que era difícil reconocerlas como humanas.

– ¡Ahora sé! -le dijo Ignacio que estaba a su lado-. Hemos tenido la mala fortuna de ir a parar al mundo de los Inclusi del Anticristo. Su lengua es tan mortífera como las llamas del dragón… Monstruos que no hablan, sino que silban, y que comen serpientes crudas. Cinocéfalos que ladran, aunque sus ladridos parezcan palabras humanas. Se dice que, si aprendes la lengua de los Inclusi , te conviertes también en un demonio. Debemos cerrar nuestros oídos y rezar a Dios para que nuestra vida se acabe antes de que llegue ese momento…

Los hombres-tigre paseaban, observando a los prisioneros mientras éstos eran atendidos por sus pajes. La piel oscura de algunos de los turcos parecía fascinarlos, pero cuando vieron a Jamîl se pararon ante él asombrados. Uno de ellos le ordenó algo a uno de sus sirvientes. Éste se arrodilló de inmediato junto al muchacho negro y, mojando un trozo de tela con saliva, empezó a frotarle la piel de la frente. Jamîl respingó, pero estaba tan aterrorizado que no se atrevió a decir nada.

Otro de los guerreros se detuvo frente a Ignacio y contempló al viejo piloto, ladeando la cabeza como haría un perro curioso. Con una mano, lo agarró por el cepo y lo obligó a ponerse en pie. Acercó su rostro al suyo y estudió fascinado el ojo falso del vizcaíno. Sin ningún reparo, metió un dedo en la cuenca y se lo arrancó. Luego empujó a Ignacio contra la arena. El salvaje rió con la inocencia de un niño al ver aquel ojo de porcelana mirándolo desde la palma de la mano. Enrojeciendo de rabia Ignacio trató de alzarse sobre una rodilla y recuperar lo que su enemigo le había arrebatado. El golpe de plano de una macana entre los omóplatos le hizo escupir sangre sobre el suelo. Apretó los dientes y gritó con el poco resuello que le quedaba:

– ¡Hijo de perra! ¡Devuélveme eso, maldito hijo de puta!

Lisán, que estaba a su lado, intentó calmar la ira del vizcaíno con palabras.

– Ignacio, déjalo -le dijo-. No te pongas en pie.

El vizcaíno no le hizo caso. Trató de incorporarse de nuevo, pero la presa que le inmovilizaba el brazo le provocó una descarga de agonía que corrió por su espalda.

– ¡Malditos hijos de puta! -gritó.

– ¿Te has vuelto loco o quieres que nos maten a todos? -le dijo Yusuf, que estaba arrodillado sobre la arena unos pasos más allá.

Lisán pensó que hasta los animales sabían cuándo era el momento de parar, y rezó para que al vizcaíno le entrara algo de razón en su espeso seso.

Ignacio no escuchaba otra voz que la de su propia furia. Logró alcanzar con sus dedos una de las piernas del hombre-tigre plantado frente a él e intentó apoyarse en ella para levantarse. El nativo apartó la pierna y luego descargó una salvaje patada en las costillas del viejo. Ignacio cayó de bruces sobre el suelo, la cara y la frente manchadas de arena y los cabellos sudorosos.

– Malditos… -dijo, escupiendo sangre, y se derrumbó inconsciente.

Inmediatamente, los pajes revisaron a los prisioneros mientras sus señores vigilaban unos pasos más allá. Encontraron varios cuchillos que algunos turcos habían logrado ocultar entre sus harapos. Los despojaron de ellos y los arrojaron al montón que habían formado con las espadas de los Sarray. El acero fascinaba a los hombres-tigre. Lisán los había visto tocarlo como a algo mágico; y mirar, asombrados, su reflejo en las hojas de las jinetas. Y, sin embargo, conocían el metal, pues algunos llevaban unas pequeñas hachas de cobre colgadas al cinto.

Uno de los pajes se inclinó sobre el faquih y empezó a registrarlo. No tardó en encontrar algo que Lisán ni se había tomado la molestia de ocultar, pues casi lo había olvidado. Era un milagro que no lo hubiera perdido durante el naufragio.

El paje arrancó el disco de oro que colgaba del cuello de Lisán y lo alzó en alto para que su señor lo viera. Varios hombres-tigre se acercaron para contemplar aquel objeto. Uno de ellos lo tomó y lo hizo girar entre sus dedos, estudiando con cuidado cada una de las inscripciones grabadas. Luego se volvió hacia el faquih , atado y arrodillado frente a él, y dijo:

– H-uuch-been uinicoob!

Lisán alzó la vista hacia aquel hombre cuyo rostro estaba cubierto por una horrenda máscara de tigre. Ya era de noche y sus ojos brillaban siniestramente en el fondo de unas cuencas rodeadas de piel moteada.

– Bix a k'aaba'? -le preguntó.

– No puedo entenderte -dijo cansado, casi sin alzar los ojos.

El hombre-tigre le acercó el disco de oro al rostro y repitió su pregunta. Esta vez el faquih guardó silencio. Cerró los ojos y esperó recibir un trato semejante al que había dejado sin sentido al vizcaíno. Pero no pasó nada. Al abrirlos de nuevo vio que el salvaje había retrocedido unos pasos. Seguía sujetando el disco en su mano derecha, pero ahora tenía la cabeza echada hacia atrás y contemplaba el cielo que se iba llenando de estrellas.

– X-ciichpam zac! -gritó señalando al cometa.

[13] Alimentos permitidos. Todos los pescados son lícitos, pero se prohíben los animales acuáticos parecidos a los terrestres en el nombre o en la forma.