Es el fin , pensó.

Había sentido en sus propias tripas cómo la nave se desintegraba a su alrededor. La Taqwa alcanzó la cresta de una ola gigantesca y desde allí se descolgó para estrellarse contra la superficie del océano. El golpe de plancha contra el agua le desgarró el casco debilitado y reventó sus cuadernas como una maza aplastando un viejo costillar carcomido.

Lisán no sabía si su cabeza estaba hacia arriba o hacia abajo. Giraba en medio de un torbellino de burbujas mientras las astillas y los trozos de aparejos destrozados golpeaban con saña sus costados y se enredaban con sus piernas, como los tentáculos de un monstruo que pretendiera devorarlo y tragarlo hacia la oscura profundidad del mar. Un velo rojo danzaba frente a sus pupilas, sus pulmones se expandían reclamando aire, golpeando ansiosos contra sus costillas… ¡Dame aire! Él apretaba con fuerza la boca y se negaba a ceder al impulso irracional de intentar aspirar una bocanada de agua. ¡Aire… ahora!

Empezó a bracear, a sacudir sus piernas como lo haría una rana enloquecida. Apostó por una dirección y nadó hacia ella, rezando porque fuera la de la superficie. Sus pulmones seguían reclamándole aire a gritos y su frente estaba a punto de reventar de dolor cuando al fin consiguió sacar la cabeza fuera del agua. Pero apenas había diferencia entre la oscuridad líquida de la que había logrado escapar con tanto esfuerzo y las tinieblas de la tormenta en el exterior. Podía oír los lamentos lejanos de sus compañeros, tan desesperados que se percibían incluso por encima del fragor del viento y del mar.

Una ola lo alcanzó y lo hizo girar sobre sí mismo. Tragó más agua, pero sintió un asomo de esperanza, pues no había sido una ondulación sino una verdadera ola rompiendo. Eso significaba que la costa no podía estar muy lejos, y se puso a nadar con todas sus fuerzas en la dirección que le había marcado. Luchó contra el mar agitando brazos y piernas, durante un tiempo que se le hizo interminable… hasta que sus rodillas chocaron contra algo sólido. ¡Suelo firme! Rodó sobre él y se golpeó la cabeza contra la arena. Una ola lo abofeteó y le hizo gritar de rabia. Sacando fuerzas de no sabía dónde, logró ponerse en pie y braceó hacia la costa. La veía ahora a unos pasos ante él, pero podía hallarse al otro extremo del mundo. Otra ola lo atrapó al retirarse e intentó arrastrarlo hacia la profundidad. El mar era como un monstruo dotado de razón que se negara a dejar escapar aquella presa.

Clavó sus pies en el fondo y avanzó con obstinación, un paso y luego otro, inclinando su cuerpo hacia delante. Ya estaba casi fuera cuando vio un brazo alzarse implorando su ayuda. Reconoció a Jamîl, que se debatía entra la espuma mientras intentaba arrastrar el cuerpo de Ahmed hacia la playa. Fue hacia él. El muchacho estaba ya agotado, a punto de rendirse, pero era increíble que su pequeño cuerpo hubiera tenido la energía para llevar a su antiguo amo hacia la salvación.

Ahmed estaba inconsciente y Lisán lo sujetó por debajo de las axilas.

– ¡Vamos, chico! -le gritó al muchacho-. ¡Hacia la playa!

Los dos juntos tiraron entonces de Ahmed, sin mirar más allá de un palmo por delante, concentrándose sólo en llegar. Avanzaron despacio, empujándose como podían contra el blando lecho de la orilla.

Cuando lograron salir del mar se derrumbaron agotados y sin aliento, tosiendo y escupiendo sobre la arena. Lisán alzó un poco la cabeza y distinguió la silueta de varios hombres que gateaban por la playa. Pensó que, gracias a Dios, no eran los únicos supervivientes.

6

Ahmed agonizaba.

Apenas había entreabierto unos ojos consumidos y miraba a su amigo sin reconocerlo. Extendió una mano hacia él y musitó una palabra, el nombre de una mujer. Lisán creyó oír «Fátima», porque así se llamaba su madre, pero no hubiera podido asegurarlo. Había masajeado el pecho de Ahmed, tal y como había visto hacer a los pescadores cuando rescataban a algún náufrago de las aguas. También había soplado aire en sus pulmones, pero todo había resultado inútil, y sentía cómo los latidos de su corazón eran cada vez más débiles. Ni siquiera había recobrado la conciencia y se encaminaba ya hacia otro lugar muy lejano.

Jamîl lloraba angustiado. Tenía el rostro cubierto por la arena de aquella playa extraña, y sus lágrimas y sus mocos se mezclaban con ella.

Lisán apretó a Ahmed contra su pecho y lloró también.

– ¿Qué te he hecho, hermano? -repetía una y otra vez.

Recordaba todos los momentos que había compartido con aquel hombre desde que eran niños: los juegos, las aventuras juveniles, la indestructible amistad que habían sentido el uno por el otro y que les había hecho firmar su contrato de hermandad. No podía aceptar que todo terminara allí, en aquella playa desolada y desconocida a la que él lo había arrastrado.

Jamîl estaba destrozado de dolor y Lisán se dijo que debía mantener su temple ante el muchacho. Depositó a su amigo sobre la arena, con exquisito cuidado.

Tomó una de sus manos y le susurró:

– Prepárate para la muerte, hermano, pues ya viene. Pero no sientas temor, porque siempre has sido obediente y sincero hacia Dios. Pasarás el umbral como un destello de luz o como un viento y tu alma seguirá adelante.

El pecho de Ahmed se elevó en un último suspiro y quedó quieto.

Lisán acarició el rostro de su amigo y cerró sus ojos.

– Oh Allah, él es Tu esclavo, hijo de Tu esclavo y de Tu esclava… -dijo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas-. Él solía dar testimonio de que no hay más Dios que Tú, y de que Muhammad es Tu esclavo y Tu Mensajero… Oh Allah, si obró bien, recompensa su buena acción, y si obró erróneamente, no tengas en cuenta sus acciones equivocadas. Te suplico que le otorgues un sello de bondad a mi hermano y que se le dé a beber de la Fuente de la Dicha hasta el Día de la Reunión…

Yusuf ibn Sarray se acercó. Dirigió una única mirada hacia el cuerpo sin vida de Ahmed.

– ¿Vosotros dos estáis bien? -preguntó.

– ¿Qué? -Lisán alzó la vista hacia el Sarray.

Se sentía atontado, incapaz de valorar aún todo lo que había perdido.

– Venid, debemos reagruparnos en una posición defensiva.

– ¿Por qué?

Yusuf señaló hacia el linde de la jungla y dijo:

– No estamos solos, alguien se oculta entre esos árboles. Venid.

– ¡Debemos enterrarlo! -suplicó Jamîl.

– Cuando amanezca nos ocuparemos todos de eso. Hay muchos cadáveres en esta playa que también merecen descansar bajo tierra.

Siguieron en silencio al Sarray. Había que ir con cuidado para no tropezar. Era noche cerrada, casi no veían dónde ponían los pies y la arena estaba repleta de ramas arrancadas por el vendaval y trozos de madera de la desdichada Taqwa. Lisán volvió la cabeza hacia la línea dibujada contra el cielo por las copas de aquellos árboles oscuros, el límite de una jungla espesísima que llegaba hasta la misma orilla del océano. El cielo seguía cubierto de nubes, iluminadas de vez en cuando por lejanos relámpagos, y las olas golpeaban la playa a unos pasos de ellos, pero parecía que lo peor de la tormenta había pasado ya.

Jamîl tropezó con algo y cayó de bruces.

Era el cadáver de uno de los marinos turcos, con el vientre hinchado y los ojos desorbitados. El mar había arrojado algo más que restos de madera en la playa. Lisán dio la vuelta al cuerpo de aquel desdichado y ayudó a levantarse al aterrorizado Jamîl.

– Vamos, hijo -le dijo-. Por la mañana les daremos sepultura a todos.

Llegaron al lugar donde se había congregado el pequeño grupo de supervivientes. Un puñado de hombres de aspecto desdichado que se apretaban sentados en círculo sobre la arena. Lisán contó cinco marinos turcos y siete guerreros Sarray. Piri no estaba entre los turcos. Sí vio, en cambio, al viejo vizcaíno, en el centro del grupo, acuclillado con la cabeza entre las piernas. Recordó a Baba y a los doce que lo habían acompañado en el batel. Era imposible que sobrevivieran cuando la Taqwa fue empujada por aquella ola gigante y los arrastró con ella. Se volvió hacia el mar, al que podía oír pero no ver, y que aquella noche se había tragado a tantos hombres. Luego contempló de nuevo la línea oscura de la selva contra el cielo.

– ¿Dices que alguien se oculta entre los árboles? -preguntó a Yusuf.

– Así es. Shihab distinguió a la luz de uno de los relámpagos cómo se agazapaba una figura entre el follaje.

– Fue sólo un momento -dijo Shihab, que era uno de los Sarray-, pero pude verlo con claridad.

Aquellos Sarray que habían logrado salvar sus espadas las llevaban desenvainadas. El reflejo de sus hojas curvas destellaba de vez en cuando en la oscuridad.

– Si nos han visto y se ocultan, y no han acudido a ayudarnos, es que son nuestros enemigos -dijo Yusuf.

Lisán clavó los ojos en la jungla e intentó que atravesaran aquella oscuridad.

– Quizás era un animal -aventuró.

– Era un hombre -dijo Shihab-. Al menos tenía las formas y los miembros de un hombre.

– Algunos animales de Guinea son en todo parecidos a hombres. Con la diferencia de que tienen el cuerpo cubierto de pelo y unos colmillos que te pueden arrancar la cabeza de un mordisco.

Era Ignacio quien había hablado. Su voz era temblorosa y débil.

– Shihab -dijo Yusuf ignorándole-, ve con Ismail y Hubal. Averigua qué se oculta entre los árboles.

Tres figuras se separaron del grupo de la playa y se encaminaron hacia el límite de la jungla. Avanzaban despacio, empuñando sus espadas, como si fueran talismanes sagrados capaces de protegerlos de cualquier mal. Lisán los vio marchar durante un rato, hasta que las siluetas de sus espaldas se fundieron con la oscuridad.

Desde el centro del círculo de náufragos, Ignacio sollozó:

– Todo es culpa mía… ¡Yo soy único responsable de esta desdicha!

El vizcaíno gateó hacia el lugar donde se sentaban Lisán y Jamîl. Siguió diciendo:

– Mis tres últimos viajes terminaron en naufragio. ¡Y ahora esto!

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó Lisán.

– Soy gafe, por eso nadie quería embarcarme cuando me encontraste. No te advertí de ello y ahora estamos aquí perdidos…

– ¿Cómo puedes decir algo semejante? Ha sido un milagro que sobrevivieras mientras tantos hombres jóvenes y fuertes han perecido. Has tenido mucha suerte, dale gracias a Dios por ella.

– No lo entiendes, no. -Ignacio sacudió la cabeza-. Yo siempre he salido con bien de los naufragios, pero los que me acompañaban perecieron. Ésa es mi maldición.