– ¡Demasiado lentos!

– Algo debemos hacer -dijo Yusuf-. No podemos rendirnos ahora.

– Sólo necesitamos un poco de viento… Unas míseras ráfagas y lo lograríamos -dijo Piri.

– Lo malo -señaló Baba- es que vamos a tener más viento del que podamos desear, pero entonces será demasiado tarde.

Entonces, Lisán tuvo una idea.

– Usemos el batel -propuso-. Podemos arrastrar con él a la Taqwa y ganar así la costa.

Piri dio un puñetazo en la borda y dijo con entusiasmo:

– ¡Bien dicho, faquih !

– ¿Crees que puede funcionar? -le preguntó Baba.

– No tengo ni idea, pero vamos a intentarlo. La esperanza, o va acompañada por la acción, o es una veleidad. ¡Hagámoslo!

Baba organizó inmediatamente a sus turcos y escogió a aquellos que eran más fuertes, Jabbar y Dragut entre ellos. En total doce hombres que bajaron con Baba hasta el batel.

– ¿Qué pretenden hacer? -preguntó Ahmed a su amigo.

– Van a remolcarnos hasta la playa.

– Parece una medida desesperada.

– Lo es.

– ¿Vamos a morir, hermano? -Su voz era temblorosa.

– Ciertamente, ésa es una posibilidad en nuestro futuro inmediato.

Ahmed agitó la cabeza.

– Hermano -gimió-, al menos de ti esperaba unas palabras de aliento.

Lisán sonrió y dijo:

– Está escrito que quien muere por amor a este mundo tendrá que luchar consigo mismo; quien muere con el anhelo del Paraíso es un asceta; pero quien muere enamorado de la Verdad es un sufí. Nunca te he mentido y no lo voy a hacer ahora.

– Vamos a morir.

– Quizá sí; pero también podemos salvarnos si ésa es la voluntad de Allah. Mira, todos van a estar ahora muy ocupados intentando salvar la nave del naufragio y no van a tener tiempo para rezar. Ésa va a ser nuestra misión.

– Sí, hermano -asintió rápidamente Ahmed-. A nosotros nos toca rezar. Voy a empezar ahora mismo…

– Con todas nuestras fuerzas…

– Así lo haré, hermano -dijo Ahmed mientras buscaba su takbir -. Entre todos salvaremos la nave. Allah no nos ha de abandonar en un momento como éste.

Baba se situó en el timón y sus turcos se apretaron de dos en dos frente a los remos.

– Preparaos ahora… suavemente al principio -dijo-, así. Remad.

El batel se fue alejando con parsimonia, mientras los remos batían rítmicamente el agua. Hasta que la cuerda que los unía con la Taqwa se tensó. Los turcos clavaron entonces sus palas con fuerza, para mantener aquella tirantez.

– ¡Atención ahora! -gritó Baba-, con todo vuestro hígado… ¡Remad!

Los hombres bogaron, empujándose contra la superficie líquida. Una y otra vez, con más fuerza en cada ocasión. Baba les marcaba el ritmo y, en apenas un instante, los doce remeros sudaban copiosamente.

– ¡Vamos, vamos!

Desde la Taqwa , el resto de los turcos y los Sarray les gritaban para darles ánimos. Ignacio paseaba entre aquellos hombres mirándolos atónito, incapaz de comprender todo lo que estaba pasando a su alrededor.

– ¡Nos movemos! -gritó Ahmed. Su joven mawla se había colocado junto a él-. Alabado sea Allah, el misericordiosísimo.

Lisán se volvió hacia la popa. El límite de la tormenta estaba más cerca cada vez que miraba y la playa parecía mantenerse a la misma distancia. A proa, al otro extremo del cable, el batel continuaba su carrera desesperada. Los turcos seguían doblando la espalda sobre los remos. Imaginó la tormenta como un gran tonel girando a toda velocidad. Ellos navegaban por su interior, pero una de las paredes se les iba acercando peligrosamente… Y cuando los alcanzara sería el final de aquella carrera.

En el batel, Dragut y el resto de los remeros estaban cubiertos de sudor. El aire era denso y caliente, quemaba los pulmones cuando entraba por sus bocas. Pronto sus respiraciones empezaron a sonar como jadeos. Pero el ritmo no bajó mientras arrastraban a la Taqwa hacia aquella playa desconocida.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! -seguía gritando Baba a sus hombres.

Entonces sintió un violento tirón del cabo con el que arrastraban a la carraca. La gruesa cuerda, densamente tejida de cáñamo, zumbó como si estuviera llena de avispas. Se volvió para mirar sobre su hombro, hacia la nave…

La tormenta los había alcanzado al fin. Estaba sobre la Taqwa y la sacudía como un mastín zarandearía a una rata que acabara de atrapar entre sus fauces.

Baba apretó los dientes, comprendiendo que todo había terminado, que ya no tenían salvación posible. Pero se volvió hacia sus hombres y les gritó:

– ¡Seguid!

5

La carraca se estremeció y exhaló un crujido interminable, que surgía desde cada uno de los palos hasta la última de sus cuadernas. Cada parte de la nave gritaba al unísono, como el lamento de una manada de bestias heridas de muerte.

Aterrorizado por aquel sonido espantoso, Ahmed abrazó con fuerza a Jamîl y se encomendó a la misericordia de Allah.

Lisán estaba junto a ellos, más desconcertado que asustado. El tiempo parecía fluir lentamente ante sus ojos. Se sentía como un espectador ajeno a los terribles acontecimientos que se iban produciendo a su alrededor.

Un golpe de viento arrancó de cuajo una de las improvisadas velas gavia y rasgó por la mitad a la otra. Eso mismo les dio un impulso lateral y, por un instante, sintieron que volaban horizontalmente sobre las aguas. La amarra que los unía al batel se sacudió con un violento tirón que lanzó a la pequeña nave de un lado a otro. Lisán vio saltar uno de los remos mientras los hombres que iban a bordo gritaban y dos de ellos caían al agua.

Estaba en medio del caos. El palo que sujetaba la vela gavia se desplomó contra la cubierta, aplastando hombres, barriles y aparejos, en una confusión de cuerdas, astillas de madera y aullidos de dolor; enredando a unos y atrapando a otros en su maraña de cabos. La lluvia, los relámpagos, el viento… Todo se sucedía a la vez a su alrededor, pero sentía una extraña claridad en su mente, como si fuera capaz de separar cada acontecimiento.

Estaban envueltos por las nubes y la niebla. La playa había desaparecido y apenas se veía ya al batel y a sus tripulantes, que eran sacudidos salvajemente al extremo de la soga. El mástil caído se fue al agua, arrastrando con él a los desdichados atrapados entre sus cuerdas.

Lisán notó que sus piernas se doblaban. La nave se escoraba en un ángulo brusco hacia la proa. Se volvió y no vio a Ahmed, que había desaparecido junto con el muchacho. Los hombres rodaban por la cubierta. Él se dejó caer de espaldas. Separó los brazos y clavó sus uñas en las grietas del tablazón. Sintió el vértigo en sus entrañas y la desconcertante sensación de que la nave era impulsada a gran velocidad hacia delante.

En el batel, Baba intentaba cortar el cable que aún los mantenía sujetos a la Taqwa. Le dolían todos los huesos del cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Apenas veía su mano sujetando el cuchillo. Las olas los golpeaban con encono. Los hombres que estaban junto a él se agarraban desesperados a la borda de la embarcación, que era sacudida de un lado a otro como un medallón colgando del cuello de un gigante. Gritaban llenos de terror. Baba escupió el agua que había entrado en su boca y los maldijo mientras seguía cortando.

Una ola alzó el batel, lo columpió un instante en el aire y lo hizo deslizarse como un juguete incapaz de ofrecer resistencia a su poder. Dos hombres más cayeron por la borda y Baba no hizo ademán alguno de auxiliarlos. En sus tripas la sensación de caída no acababa. Sentía que se precipitaba en un agujero sin fondo y supuso que el batel se hundía en el profundo valle de una gran ola.

Alzó la vista y la vio. Enorme, diez o doce veces más alta que el antiguo palo mayor de la Taqwa. Y, subiendo lentamente hacia la cresta de ella, distinguió a la vieja carraca, deshaciéndose en decenas de fragmentos y goteando hombres. Dejó caer su cuchillo. Ni siquiera tuvo tiempo de abrir los labios para advertir a los otros sobre lo que iba a pasar. El inmediato tirón de la soga arrancó la quilla del batel y partió en dos la pequeña nave.

Se había sujetado con correas al bastidor de madera, seda y plumas. Ahmed lo había alzado sobre su cabeza y él había gateado hasta ocupar la posición adecuada. Después, ayudado por su amigo, había atado las correas una tras otra, con un minucioso cuidado que había hecho impacientarse a todo el público que se había reunido a su alrededor. No importaba, aquel Lisán adolescente estaba disfrutando de la atención, y no iba a pasar nada porque alargara un poco más ese momento.

Finalmente, la última correa estuvo atada. El joven inventor se incorporó y sujetó el armazón sobre sus hombros. Era pesado, más de lo que había imaginado y una ráfaga de viento lo hizo tambalearse. Se escucharon las primeras risitas por parte del público.

– Lisán -le dijo Ahmed con un susurro-, no sé yo…

– Vamos. Cuanto antes mejor.

Lisán había sentido el deseo de volver a desatar las correas y desistir de su empeño. Pero esas risitas… el miedo al ridículo era entonces más que suficiente para hacerlo seguir adelante. Sujetó el armazón con sus manos y lo separó del suelo. Ahmed seguía a su lado, intentando ayudarlo a mantener el equilibrio, pero él le pidió que lo soltara.

Empezó a correr colina abajo. Notó el viento en la cara y la arena y los guijarros resbalando bajo sus pies. El armazón crujía rítmicamente. Él jadeaba mientras corría y sujetaba aquella pesada vela cubierta de plumas. A lo lejos, en el valle, se desparramaban los tejados rojos de Granada como una mancha de sangre seca. En el límite inferior de su visión, sus pies aparecían y desaparecían rítmicamente. Se acercaba al borde del barranco y trotaba cada vez más deprisa. Esto es estúpido , pensó de repente con una claridad estremecedora. Pero ya era demasiado tarde. Estaba en el mismo borde del barranco. Saltó con todas sus fuerzas y se sujetó firmemente al armazón. Éste crujió de nuevo pero con mucha más intensidad, como si fuera a partirse en ese preciso momento… Y de repente no había suelo bajo sus pies. ¡Estaba volando!

Fue un vuelo muy corto y siempre en la misma dirección descendente. Vio cómo el suelo se venía contra él a toda velocidad y encogió su cuerpo ante el impacto inevitable.

Me voy a matar , pensó con una extraña tranquilidad.

Una pared de agua negra se estrelló con fuerza contra su cuerpo. Aturdido por el golpe, no pudo evitar que una amarga bocanada de líquido se le metiera a presión por la boca y le llegara a los pulmones. Intentó toser y tragó más agua.