– Criminal -corregí.
– Todos son iguales. La policía se mostró comprensiva. Isabel y yo no teníamos aún edad penal. Nos aguardaba el reformatorio y una vida truncada. Decidieron considerarlo legítima defensa. A Isabel la sacaron del colegio. Creo que la mandaron a Suiza, como se hacía entonces. A mí me enviaron aquí. La central lechera, propiedad de Peraplana, me pasaba dinero. Luego conseguí que me dejaran vivir por mi cuenta y trabajar en algo útil. Me convertí en maestra de escuela. El resto ya no hace oí caso.
– ¿Qué decían a todo esto tus padres?
– ¿Qué podían decir? Nada. Era lo que decía Peraplana o el reformatorio.
– ¿Vienen a visitarte?
– En Navidad y semana santa. Un incordio tolerable.
– ¿De dónde sacas tantos libros?
– Al principio me los enviaba mi madre, pero sólo se le ocurría comprar el premio Planeta. Al final me puse en contacto con un librero de Barcelona: me manda catálogos y cursa mis pedidos.
– ¿Qué pasaría ahora si regresara a Barcelona?
– No lo sé ni quiero saberlo. El delito no ha prescrito ni prescribirá hasta dentro de catorce años, según creo.
– ¿Por qué el amparo de Peraplana no surte efecto en Barcelona, o en Madrid, o en cualquier otro lugar?
– Surte efecto en la medida en que estoy alejada de todo… como si hubiera muerto. Un pueblo pequeño y cerrado. Éste ofrece la ventaja adicional de la central lechera.
El reloj dio doce campanadas.
– Una última pregunta. El cuchillo, ¿tenía mango de madera o de metal?
– ¿Qué más da?
– Me interesa saberlo.
– Por dios, basta de preguntas. Es la una. Vamonos a dormir.
– Vamonos a dormir, pero no es la una. Lo que dije antes del reloj no era verdad: me lo inventé para no tener que marcharme. Te pido disculpas nuevamente.
– ¿Qué más da? -repitió sin especificar si se refería al reloj o aún al cuchillo-. Dormirás en el cuarto de mis padres. El que ocupan cuando vienen, quiero decir. Las sábanas estarán un poco húmedas, pero están limpias. Te daré una manta, porque refresca mucho de madrugada.
– ¿Puedo ducharme antes de irme a la cama?
– No. Cortan el agua a partir de las diez. La vuelven a dar a las siete. Paciencia.
Subimos unos escalones desgastados y me mostró un cuarto amplio, de techo inclinado, vigas carcomidas y paredes de piedra desnuda, en el centro del cual había una cama de matrimonio con dosel y mosquitera. De un armario sacó Mercedes Negrer una manta parda que olía mucho a naftalina. Me explicó cómo funcionaba la pera de la luz y me deseó dulces sueños antes de retirarse y cerrar la puerta. Oí alejarse sus pasos, abrirse y cerrarse otra puerta y correr un pestillo. Estaba cansado. Me acosté sin desvestirme, apagué la luz tal como me habían enseñado a hacerlo y me quedé como un tronco cuando intentaba dar una explicación plausible a la sarta de mentiras que aquella mujer extraña acababa de contarme.