– Estaba abierta hace un minuto -informé-, pero no era mi intención ocasionarle tantas molestias.
– No es molestia. Ya estaba hasta los huevos de hacer valoraciones -dijo a voces mientras guardaba en un cajón de la mesa los papeles que había estado leyendo, metía las gafas sin funda en una bolsa de arpillera que se colgó al hombro y apagaba las luces del aula-. Antes, en mis tiempos, quiero decir, la enseñanza era otra cosa. Los chavales se lo pasaban bien con el erotismo primitivo de la historia sagrada y la fábula edulcorada de nuestras gestas imperiales. Ahora, en cambio, todo son teorías de conjuntos, perogrulladas lingüísticas y una desestimulante e improbable educación sexual.
– ¿Con Franco vivíamos mejor? -tanteé repitiendo el lema que había oído de labios del pudibundo jardinero.
– Cualquier tiempo pasado fue mejor -dijo ella con risa jovial abriendo tanto la boca como la ventana, por la que pasó una pierna-. Ayúdeme a saltar. En un exceso de autoestima me compré un pantalón dos tallas por debajo de la mía.
Le tendí una mano.
– ¡No, hombre, así no! Cójame por la cintura, sin miedo, que no me voy a romper. Achuchones más fuertes me han dado. ¿Es usted tímido, reprimido o simplemente torpe?
Su cuerpo chocó contra el mío y, soltándola precipitadamente, me puse a contemplar la luna, que brillaba a mis espaldas, para ocultar la conspicua trempera que su contacto me había provocado. La noción de que el acercamiento le habría permitido olfatear mi aroma ofensivo sirvió para devolverme el reposo perdido. Mercedes Negrer, mientras esto sucedía, había ajustado la ventana y me indicaba el camino a seguir, que era el de la fonda-restaurante, de donde yo venía y andando el cual me dijo que casi le alegraba mi presencia, que el pueblo, como era patente, no era un hervidero de emociones y que el aislamiento le atacaba los nervios. No quise preguntar qué le había impulsado a tal exilio y qué motivos la retenían en un lugar que a todas luces aborrecía, porque supuse que la respuesta a tales preguntas era precisamente el objeto de mi viaje y que, por eso mismo, no podían formularse sin cierta cautela.
Por ventura para mí, la fonda estaba abierta y el impulsivo patrón limpiaba el mostrador del bar con un paño renegrido y un aerosol de esos que matan el oxígeno. Nos dio la Pepsi-Cola que le pidió Mercedes sin cesar de repasar con genuino descaro los contornos de esta última.
– ¿Qué se debe? -preguntó la maestra.
– Ya sabes que puedes pagarme con tu boquita de fresa, cielo -dijo el de la fonda.
Sin inmutarse ante tamaña grosería, Mercedes sacó del bolso un billetero de lona y de él un billete de quinientas, que dejó sobre el mostrador. El otro lo guardó en la caja registradora y devolvió el cambio.
– ¿Qué día me vas a hacer lo que tú y yo sabemos, Merceditas? -insistió machacón el rijoso ventero.
– El día que esté tan desesperada como tu mujer -replicó ella camino de la puerta.
Yo comprendí que debía hacer valer mi presencia y, una vez en la calle, pregunté a la chica si no quería que volviese y escarmentase al deslenguado que la había vejado de palabra.
– No, déjalo estar -dijo ella con cierta ambigüedad en la voz-. Es de los que dicen lo que no piensan. La mayoría procede al revés y es peor.
– De todas formas -dije yo, que no había dejado de percatarme del tuteo-, no quiero que incurra en gastos por mi causa. Tome usted sus quinientas pesetas.
– No faltaría más. Guárdate tu dinero.
– No es mío. Son sus quinientas pesetas. Las sustraje de la caja mientras ese bocazas fanfarroneaba.
– ¡Esta sí que es buena! -exclamó ella recuperando el humor perdido, guardándose el billete en el bolsillo del pantalón y mirándome por primera vez con cierto respeto.
– ¿Está usted segura -aventuré yo- de que si voy a su casa no daré lugar a habladurías?
Me miró de hito en hito sin dejar de sonreír.
– No creo, sin ánimo de faltar -dijo-. Por lo demás, tengo ya una encomiable mala fama, que me paso por el culo.
– Lo lamento.
– Lamente más bien que las habladurías no respondan a la realidad. Como decían las monjas de mi colé, las ocasiones de ofender a dios no sobran por estos andurriales. Con la liberación de las costumbres, las mozas se han espabilado y la competencia es mucha. Yo tengo la desventaja de no inspirar confianza. Cuando ampliaron la central lechera trajeron a unos senegaleses a trabajar como peones. Ilegalmente, claro. Les pagaban una mierda y los despedían cuando les salía de la punta del nabo. -Alejada de la ciudad y, por ende, de las principales corrientes de la moda, las procacidades de Mercedes adolecían de un cierto hibridismo-. Yo pensé que con los negros podría sacar la tripa de mal año y comprobar de paso la veracidad de ciertos mitos culturales. Pero no lo intenté. Por ellos, claro está. Los del pueblo los habrían linchado si hubieran sospechado que había tomate.
– ¿Y a usted no?
– ¿No qué?
– ¿No la habrían linchado?
– No, a mí no. En primer lugar, yo no soy negra, como podrás ver cuando lleguemos a aquella farola. Y, en segundo lugar, ya se han resignado. Al principio iban de cráneo conmigo. Luego alguien pronunció la palabra ninfómana y eso atemperó su inquietud intelectual. El valor mágico del verbo.
– Sin embargo, le permiten atender a la educación de la infancia -dije yo.
– Qué remedio les queda. Por su gusto me habrían echado hace años. Pero no pueden.
– ¿Un nombramiento ministerial inapelable?
– No. No tengo siquiera el título de magisterio. La supervivencia del pueblo depende de la central lechera. Mamasa se llama, no sé si habrás visto los bidones en la estación. ¿Sí?, pues ésa es la explicación. Mamasa quiere que yo siga aquí y aquí seguiré así se hunda el mundo.
– ¿Quién es el dueño de Mamasa? -pregunté.
– Peraplana -dijo ella, aunque ya me figuraba yo que tal iba a ser la contestación. Una sombra de temor empañó sus ojos hermosos y astigmáticos-. «¿Te manda él? -preguntó con un hilo de voz.
– No, no, de ninguna manera. Estoy de su lado, créame.
Tras un silencio y cuando yo ya temía que fuera a cerrarse en banda, dijo:
– Te creo -con tal convencimiento que supuse que necesitaba desesperadamente confiar en alguien. Ay, pensé yo, si las circunstancias fueran otras…
Llegamos a la puerta de un caserón de piedra muy antiguo, que se alzaba solitario al extremo de una calle silenciosa. Detrás del caserón empezaba el campo. A lo lejos gorgoteaba un río y la luna iluminaba al fondo unas montañas imponentes. Mercedes Negrer abrió la puerta del caserón con una enorme llave oxidada de clara connotación priápica y me invitó a pasar. La casa estaba someramente provista de muebles rústicos. Las paredes del saloncito adonde me condujo estaban cubiertas de anaqueles rebosantes de libros. Había libros sobre la mesa camilla y en las butaquitas de mimbre. En un rincón se veía un televisor viejo cubierto de polvo.
– ¿Has cenado? -preguntó la chica.
– Sí, muchas gracias -dije yo sintiendo que el hambre daba garrote vil a mis entrañas.
– No mientas.
– Hace dos días que no pruebo bocado -confesé.
– La sinceridad es lo mejor. Puedo hacerte unos huevos fritos y creo que aún queda jamón. Tengo queso, fruta y leche. El pan es de anteayer, pero tostado, con aceite y ajo, se podrá comer. También tengo por ahí sopa de sobre y una lata de melocotón en almíbar. Ah, y me sobró turrón de Navidad, que estará hecho una piedra. Bébete tranquilamente la Pepsi mientras preparo todo esto. Y no me revuelvas los papeles, que no vas a encontrar nada.
Salió con una precipitación algo improcedente. Yo, a solas con mi bebida, me dejé caer en un sillón, tomé unos sorbos y, vencido por la fatiga de los días precedentes y conmovido hasta la médula no sólo por las expectativas que el parlamento de mi anfitriona me autorizaba a abrigar, sino, sobre todo, por el tono de maternal anhelo con que había sido pronunciado, estuve a pique de ponerme a llorar desconsoladamente. Pero me aguanté como un machote.