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Miraban la televisión y se sentían mirados, vigilados, hechizados por ella. Si aparecía uno de aquellos conjuntos de música moderna cuyos miembros llevaban el pelo largo se dejaban llevar por la indignación y les llamaban maricones, especialmente Baltasar, que siendo el dueño del televisor y de la casa y de la voz más tronante ejercía su privilegio gritando más que nadie. Aquellos mariconazos de melenas largas y camisas de flores iban a ser la ruina de España.

Cómo se notaba que el Caudillo ya no tenía la edad ni el vigor necesarios para meterlos a todos en cintura, para raparles las cabezas como se las rapaban a las mujeres rojas después de la guerra y mandarlos a picar piedra al Valle de los Caídos. Y cuando salía una locutora guapa, de pelo rubio y liso, o una cantante con la falda muy corta, Baltasar le decía requiebros soeces con su voz grave y pastosa, "tía buena, que se te ven las bragas, ven aquí que te hurgue". Mi madre, mi abuela, mi abuelo se quedaban callados, invitados que sienten la incomodidad ante una grosería del anfitrión que no pueden reprobar en voz alta.

Su mujer, su sobrina le reñían, pero a él le daba la risa, despatarrado y rebosando el sillón de mimbre donde se sentaba para ver la televisión o para tomar el fresco por las noches, la cara y la gran papada rojiza temblando con las carcajadas, los ojos muy pequeños, entornados, brillando bajo los párpados muy carnosos que no tenían pestañas.

– Pero Baltasar, qué va a pensar la muchacha de esas cosas que le dices.

– Si no me oye, so tonta.

– Y tú qué sabes si nos oye o no nos oye.

– Cómo va a oírnos, si no está aquí.

– Tampoco estamos nosotros donde está ella y bien que nos mira y nos habla y oímos lo que dice.

– Porque tiene micrófono. ¿Tenemos nosotros un micrófono? -¿Y qué es un micrófono, tío? -Para qué hablaréis, si no sabéis nada.

Nos quedábamos hasta el final del último programa, mi hermana a veces dormida sobre mis rodillas, la mayor parte de los adultos roncando, con las bocas abiertas, salvo la sobrina coja, mi madre y yo, que no nos cansábamos de ver películas ni sabíamos apartar los ojos de la pantalla, del resplandor azul que irradiaba de ella a través del papel de gasa transparente que la cubría y llenaba la habitación de una penumbra acuática. Al final salía un cura de sotana negra rezando un padrenuestro, y después la bandera de España ondeante con un águila negra en el centro y la fotografía del general Franco, vestido de uniforme, y de pronto la pantalla se quedaba en negro, y luego aparecía como un temblor de copos de nieve o de puntos luminosos que también nos hechizaba. Nos quedaba una sensación rara, de fraude o congoja, como si no pudiéramos aceptar que el mundo en el que durante horas habíamos tenido fijados los ojos y ocupada hipnóticamente la atención ya no tuviera nada más que ofrecernos.

Se espabilaban los adultos, Baltasar bostezaba abriendo las dos ranuras de sus ojillos y tal vez se volvía de costado y se tiraba un pedo brutal, porque al fin y al cabo era el dueño de la casa, del televisor y del sillón de mimbre, así como de varios miles de olivos y no se sabía de cuántos miles de duros guardados en el banco, y hacía en sus dominios lo que le daba la gana. Nosotros, los invitados menos prósperos que él, los que habíamos recibido el favor de que nos dejaran ver la televisión, nos quedábamos callados, haciendo como que no habíamos escuchado ni olido nada. Apagaban el aparato y de la pantalla cubierta con papel azulado se desprendía un tenue chisporroteo de electricidad estática.

Había que apagar la televisión, desde luego, pero también el transformador con su piloto rojo, y hasta desconectaban el enchufe de la corriente, no fuera a ser que el rayo temido acabara cayendo, que saltara una chispa y se provocara un incendio. Decíamos buenas noches, salíamos a la realidad conocida de nuestra plaza, a la penumbra mal iluminada por la bombilla de la esquina, cruzábamos unos pasos y ya estábamos en nuestra casa. Yo advertía entonces que nuestro llamador era de hierro, no de bronce dorado ni de oro macizo, como me parecía el de Baltasar, y que nuestro portal, en vez de baldosas relucientes, tenía guijarros de empedrado, y en nuestro zaguán no había un zócalo de azulejos, y ya se notaba el olor del fuego de leña y la ceniza enfriada y del estiércol de los animales en la cuadra.

Observaba con ojos atentos esos detalles, pero no sentía amargura, ni hubiera deseado cambiar mi casa por la de Baltasar, aunque me diera envidia su televisor: me intrigaba la docilidad y el silencio de mis abuelos en cuanto entraban en aquella casa, y cuando volvíamos a la nuestra espiaba adormilado sus conversaciones. Escuchaba sus voces llenas de cautela al mismo tiempo que sus pasos cuando subían las escaleras hacia los dormitorios.

– Qué vergüenza, ya no pienso volver más a esa casa.

– Mujer, si nos invitan, no vas a tener la mala educación de no ir.

– Mala educación la de ellos, que sólo les falta escupirnos. Y los humos de la buena señora, "hay que ver la mala suerte que vosotros no hayáis podido comprar una televisión, con lo que se ve que os gusta".

– Tienen dinero y nosotros no.

– Tienen dinero porque se lo han robado a otros.

– No empieces con lo mismo.

– Dile que te devuelva lo que era tuyo. Lo que me habría hecho falta para que comieran nuestros hijos.

– También nosotros tuvimos hijos y ellos no. ¿Es que eso no es desgracia? -Dios castiga. Aunque parezca que tarda o que no se da cuenta, Dios acaba dándole a cada uno lo suyo.