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Me he vestido -la camisa, el pantalón largo, las sandalias- y he bajado hacia el mundo de ellos, desde la planta más alta de la casa, donde sólo yo vivo desde que mi tío Pedro se casó. Cruzo la planta en penumbra de los dormitorios de los mayores, en la que también están las vastas cámaras en las que se guarda el grano y en las que se extienden a secar los jamones y las grandes lonchas de tocino envueltos en sal después de la matanza y se alinean las orzas de barro con manjares conservados en aceite: tajadas de lomo, costillas, ristras de chorizos reventones y rojos. Bajo hacia los portales, hacia donde sucede la vida diurna de los adultos y del trabajo, donde está la cocina, la habitación de invierno que llaman el despacho, la cuadra de los mulos, el corral con la parra y el aljibe, con la caseta del retrete. En el corral también está el pozo de donde sacamos el agua salobre que sirve para lavarse y para regar las plantas y dar a los animales, y al fondo del todo las jaulas para los conejos y los pollos, la cuadra más pequeña en la que están los cerdos y alguno de los becerros que cría mi padre. En esa cuadra, olorosa de estiércol, hay un rincón mullido de paja en el que ponen sus huevos las gallinas y en el que se sientan a veces con ademán augusto para empollar. Antes de cenar me mandan a ver si hay huevos recién puestos, y yo voy a la cuadra que hay al fondo del corral y me quedo un rato inmóvil hasta que mis ojos se habitúan a la sombra. Muge el becerro, el cerdo gruñe y hoza en su pocilga, algún ratón furtivo se desliza entre los montones de leña de olivo, y en el rincón, sobre la paja caliente, una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre.
– ¿Dónde te habías metido? -dice ahora mi madre-. Tu abuelo estaba harto de llamarte.
– Estaría mirando por el balcón para ver en el cielo a esos extranjeros que dicen que van a subir a la Luna -dice mi abuela-. Ahora que es de día y la Luna no se ve, ¿cómo encuentran el camino? -Cómo lo van a encontrar, pues con esos aparatos que llevan -dice mi madre, que se fija mucho en las películas y ha visto en el cine algunas de astronautas-. Son gente muy lista, que ha hecho muchos estudios.
Mi madre y mi abuela cosen en la cocina, cerca de la puerta entornada, por donde entra un poco de aire fresco del corral. La una frente a la otra, sentadas en dos sillas bajas, inclinadas hacia la costura en la que relumbra la claridad exterior, filtrada por el dosel de ramas y hojas de la parra.
Desde una cierta distancia parece que madre e hija se inclinan la una hacia la otra para mantener una conversación en voz baja, llena de complicidades y secretos. Siempre tienen algo en lo que ocupar sus manos cuando no están cocinando o lavando o tendiendo las camas: zurcen calcetines, repasan cuellos de camisas, cortan tela de prendas demasiado usadas para darle otros fines, para seguir aprovechando cada cosa hasta que casi se deshaga. Así miden, cortan, discuten sobre patrones, sobre estrategias ínfimas para coser mejor los bajos de un pantalón y que no se note lo gastado que está, sobre una camiseta demasiado vieja para seguir remendándola que aprovecharán para trapo de cocina, sobre el gran lienzo blanco que acaban de comprar y no saben todavía si van a convertirlo en sábana bordada o en un surtido de calzoncillos humillantes para los tres varones que quedamos en la casa, mi abuelo, mi padre y yo.
Mientras cosen escuchan novelas y anuncios en la radio, programas de discos dedicados o consejos sentimentales. Escuchan un serial que se titula}Simplemente María} y se les humedecen los ojos en los momentos de más drama y de mayor desgarro amoroso, pero del ensimismamiento novelesco pasan sin transición a sus preocupaciones de orden práctico, y mueven la cabeza con los ojos fijos en la costura como descartando la pasajera debilidad que las ha llevado a acongojarse por los infortunios de gente que no existe. Escuchan, casi al final de la tarde, cuando el calor se apacigua porque ya no da el sol en el corral y comienza sobre los tejados el vuelo cruzado y vertiginoso de los vencejos, el consultorio sentimental de una señora de voz severa y afirmaciones imperiosas que dice llamarse Elena Francis, a la que le prestan más atención que a los personajes de las novelas, porque, a diferencia de ellos, están convencidas de que Elena Francis existe de verdad, y dedica su vida a leer las cartas que le escriben mujeres atribuladas, y cada tarde se pone unas gafas como de abogada o de maestra y lee respuestas en las que siempre hay una mezcla de comprensión bondadosa y de amenazante seriedad moral, con la que ellas -mi madre y mi abuela- están plenamente de acuerdo.
– Cállate, que ahora vienen los consejos.
– A ver qué le contesta a esa tunanta que se quiere ir con un casado.
– Mujer, tunanta no, que ella se ve que lo quería -mi madre es más indulgente con las debilidades amorosas, porque le recuerdan las películas que le gustan tanto-. Qué culpa tiene la pobre, si él no le había dicho que tenía otra familia.
Cada tarde, en la radio, la señora Francis emprende una cruzada moral inflexible, reprendiendo sin miramiento -aunque no sin una cierta clemencia maternal- a todas las alocadas y confundidas que le escriben, a las madres solteras, a las embarazadas de un hombre que no es su marido, a las que le confían la tentación de ceder a las insinuaciones de un vecino o un compañero de trabajo, a las que le piden consejo porque viven solas y van cumpliendo años en un pueblo y alimentan el sueño de irse a vivir a la capital.
Otra locutora, de voz suave, entre desvalida y quejumbrosa, lee las cartas, que suelen venir firmadas con pseudónimo -"Amapola", "Flor de Pasión", "Enamorada", "Una desesperada", "Una soñadora", "Acuario"- y que terminan siempre con la súplica de una respuesta iluminadora de la señora Francis.}Yo soy una chica fea.
Nunca tuve suerte en el amor. Cuando voy a alguna fiesta siempre quedo relegada al último plano. Y veo ahora con tristeza que el único ideal de mi vida, ser madre, quedará reducido a una ilusión. Señora Francis, ¿cree que todavía puedo tener esperanza?} Y la señora Francis, después de escuchada la carta, considerado sombríamente el problema, mientras suena una blanda sintonía coral, se aclara la voz, y se diría que se cala las gafas, porque seguro que lleva gafas, y que tiene el pelo entrecano y es atractiva, aunque ya hace tiempo que dejó de ser joven, y empieza siempre diciendo, en un tono que parece afectuoso y es amenazante: "Querida amiga", o bien "Querida Amapola" o "Mi querida Soñadora" o "Estimada Acuario".
}La belleza física, contra lo que pueda parecer, no es el don que más estiman los hombres en sus futuras esposas, ni la mejor garantía de un matrimonio duradero y feliz…} Hoy faltan todavía varias horas para que se atenúe el calor y suenen los silbidos de los vencejos y la sintonía del programa de la señora Elena Francis. La nave Apolo lleva viajando dos horas y veintiún minutos.
En la hora ciento dos exactamente el módulo lunar se posará en esa llanura que llaman Mar de la Tranquilidad.
Un mar sin agua erizado por olas minerales que desde lejos parecerían levantadas por un viento que no existe.
En la radio está hablando un enviado especial a Estados Unidos que ha seguido en directo el despegue del Apolo Xi.
}Poca gente sabe, queridos oyentes, que junto a Armstrong, Aldrin y Collins, viaja un cuarto tripulante silencioso. Se llama Computador de Programa Fijo. Vino al mundo predestinado fatalmente para desempeñar la función de navegante. Es frío como el mármol, implacable, recto, contundente; pero también sencillo, simple, eficaz, perfecto. Jamás se niega a obedecer…} En el año 2000 los computadores y los robots harán todos los trabajos fatigosos o mecánicos, conducirán los coches y los aviones, barrerán y fregarán las casas, cultivarán la tierra.
"Algún día las máquinas dominarán el mundo", dijo un día en casa mi tío Carlos, con aplomo de experto, porque al fin y al cabo tiene una tienda de electrodomésticos. Lo dijo también con cierto sarcasmo, porque mi abuelo acababa de llegar con la noticia asombrosa de que en algunas tabernas y cafés de Mágina iban a instalarse máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas de girasol. Se echaba una moneda por una ranura como la de una hucha, se apretaba un botón y aparecía al final de un tubo el paquete de tabaco que uno hubiera elegido. Mi madre apenas aparta los ojos de la costura y sigue absorta en ella, mi abuela me examina de arriba abajo, con penetrante ironía, adivinando mi galbana, preguntándose risueñamente -y sabiendo la respuesta- por qué me paso tantas horas encerrado en mi cuarto, por qué he tardado tanto en dar señales de vida y responder a las llamadas de mi abuelo, al que ahora oigo atareado en la cuadra, quizás preparándose para sacar a la burra diminuta sobre la que va cada mañana y cada tarde a sus tareas en el campo. Algún día las máquinas dominarán el mundo y habrá coches voladores y viajes turísticos al planeta Marte, pero por ahora mi abuelo disfruta saliendo a los caminos montado en su burra, animándole el trote con una vara flexible de olivo, cantando por lo bajo coplillas flamencas. Mi abuelo es tan grande y la burra tan menuda que cuando se monta sobre ella tiene que extender las piernas para evitar que sus pies rocen con el suelo. Mi abuelo saca a la burra a la calle, le pone la albarda, le ata bien la cincha, ata el ronzal a la reja de una ventana baja, se sube al primer tramo de la reja y desde él alza una de sus piernas de gigante y la pasa por encima del lomo de la burra, y a continuación se aposenta plenamente sobre ella con un ademán episcopal, la boina echada hacia la nuca, como un rústico solideo. En cuanto recibe su peso enorme, la burra gime, parece que se queja, "igual que si fuera una persona", dicen ellos, aficionados siempre a atribuir rasgos de inteligencia y afectos humanos a los animales. Mi abuelo, muy recto sobre ella, sujeta las riendas, le fustiga las corvas pardas con su vara de olivo, y la burra echa a andar con un trote cansino y obediente, sus cascos resonando en el empedrado de la calle. Mi abuelo, cuando sale al campo montado en su burra, por las veredas despejadas entre los olivares, se arranca a cantar coplas flamencas de antes de la guerra, en las que siempre hay mujeres perdidas y jacas blancas atadas a las rejas, tan feliz como un monarca benévolo. De joven dicen que tenía una voz delgada y melódica y que cantaba con mucho arte por Pepe Marchena y por Miguel de Molina.