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Lo malo era cuando me preguntaban que dónde me había tocado, y yo respondía que al País Vasco, a Vitoria, porque entonces la expresión de la cara solía cambiar no demasiado sutilmente, y había como un impulso de darme el pésame, de pasarme la mano por el hombro y decirme, venga ya, que no será tan grave: los vascos, le decían a uno para darle ánimos, eran muy brutos, pero muy buenas personas, y tenían la mejor cocina de España. Y si uno se quejaba de su mala suerte, porque había a quien le tocaba en sorteo su propia región militar, o una tierra menos turbulenta, no faltaba el veterano de Sidi Ifni, de Melilla o del Sahara que contaba su mili en el desierto, o en Regulares, de modo que había que escuchar con atención educada y asentir al relato detallado de las calamidades, y escuchar los nombres de la mitad de los soldados y de los superiores de nuestro interlocutor, porque a todo el mundo le gustaba presumir de buena memoria repitiendo el nombre y los apellidos de un teniente coronel que resultó ser de Albacete, por ejemplo, o el de todos los compañeros de su batería.

No había pariente, amigo o conocido varón y de mediana edad que no lo afligiera a uno con la narración de sus aventuras militares, y no había nadie tampoco que no dijera habérselas arreglado con determinación y astucia para pasar una mili estupenda: preguntaban si uno llevaba algún enchufe y, al oír que no, movían la cabeza y luego aseguraban que ellos tampoco lo tuvieron, y que en el ejército vale más hacerse amigo de un brigada que estar directamente enchufado con un general. Por todas partes circulaba una sabiduría jactanciosa y como usada sobre el servicio militar, tan usada y tan rancia como el petate que acababan de darnos: la épica, la lírica, la sentimentalidad masculina de la mili, el archivo de todas las idioteces repetidas y gastadas a lo largo de generaciones, gastadas pero indestructibles, como la lona de los petates, digeridas y repetidas y molturadas igual que desperdicios en un camión de basura.

Todo el mundo contaba que en su cuartel había una piscina, un banco o un fusil que estaban arrestados, porque en la piscina se ahogó un soldado, o porque en el banco se sentó un general en uniforme de gala cuando acababan de pintarlo, o porque el fusil se le había disparado a alguien, o porque un mulo le dio una patada en el pecho a un caballero legionario. Todos, en el campamento, le habían oído decir a su instructor que las balas de cañón no caían al suelo en virtud de la ley de la gravedad, sino por su propio peso. Y había que reír la gracia, y que oírla como si no la hubiera oído uno nunca, y hacer como que uno creía que su interlocutor había visto personalmente el cartel en el que se notificaba el arresto de la piscina. Aparte de su pesadumbre, del peso como de un petate de plomo que uno llevaba sobre los hombros desde que había sabido el día exacto de la partida, era preciso aguantar aquella broza de chascarrillos y consejos, de anécdotas inolvidables, de artimañas infalibles para obtener buenos destinos. Y para concluir le daban a uno la palmada en el hombro y le repetían en una sola línea y como si se les acabara de ocurrir todo el acerbo de la sabiduría y de la experiencia militar:

– Y ya sabes: voluntario ni a coger billetes.

Y se quedaban tan frescos, con la conciencia tranquila, como si hubieran cumplido un deber pedagógico o una obra de misericordia, y a lo mejor remataban la faena contándonos no sin cierta intriga lo que le había ocurrido a aquel universitario que dio un paso al frente cuando el sargento de semana preguntó si había alguien en la compañía que supiera escribir a máquina…

Uno iba sospechando que aquello de la mili despertaba un feroz cretinismo universal, pero aún no sabía hasta qué punto el cretinismo era contagioso ni en qué medida se aliaba al instinto de docilidad heredado de la dictadura y una especie de mala leche nacional para hacer de casi cualquiera un aspirante a cabo de vara o a confidente y amigo del verdugo: dentro de uno mismo se conservaba intacto todo el miedo de la infancia y toda la vulnerabilidad de los diez y de los doce años, y también toda la sordidez de la agradecida obediencia. A los veintitantos años, recién instalado en la edad adulta, recién dispuesto a emprender una vida futura, ciudadano de una democracia parlamentaria, compañero de viaje durante algún tiempo, aproximadamente marxista, uno regresaba de pronto a lo más sombrío de su primera adolescencia, a las sotanas negras, a las caminatas en fila, incluso al terror de los artefactos gimnásticos, que ha sido uno de los más perdurables terrores de mi vida.

Pero aún iba vestido de paisano, aún no me había cortado el pelo ni afeitado la barba de estudiante rojo, y si no fuera por aquel petate que llevaba al hombro cuando volví de la Caja de Recluta en una mañana nublada de octubre nadie habría podido decir que unos días mas tarde iba a viajar a Vitoria, y que durante catorce meses vestiría un uniforme militar. Es posible que aquella misma noche, mientras cenábamos delante del televisor encendido, viéramos en el telediario las imágenes de un nuevo asesinato, de otro cadáver desangrado en una acera bajo una manta gris o recostado en el asiento posterior de un coche negro con los cristales hechos trizas.

Salí a buscar a mis amigos y bebí con ellos y fumé hachís hasta alcanzar un estado de perfecta ingravidez, una embotada indolencia debajo de la cual percibía el paso de los minutos y las horas como el tictac angustioso de un despertador que uno sigue escuchando cuando ya se ha dormido.