IX.
El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad. El río, a medianoche, iluminado sólo por las farolas del puente que aún no habíamos empezado a cruzar, era también una frontera y un foso, un río abstracto, todavía sin nombre, un río silencioso y oscuro entre dos orillas borradas por una espesura de helechos, y sobre él, por encima de la niebla, que volvían amarillenta o rojiza los faroles del puente, tras un muro de árboles, se veía el mástil de la bandera y la fachada del cuartel, las torres con sus ventanas enrejadas y a oscuras, todo con una imprecisión nocturna que exageraba dimensiones y efectos, como un aguafuerte romántico o un decorado tenebroso de ópera, el puente con los globos amarillos de los faroles, las arboledas estremecidas por la brisa que venía del mar, la niebla, la oscuridad húmeda, las garitas donde montaban guardia soldados con las caras cubiertas por pasamontañas, la luz escasa que provenía de los portalones del cuartel, que acababan de abrirse para recibirnos.
Habíamos llegado a San Sebastián, al barrio de Loyola, nos habíamos bajado de los autobuses a este lado del río, nos alineábamos sobre el puente, buscábamos nuestra documentación militar, hablábamos en voz baja, rodeados por nuestro propio rumor de multitud acobardada, si bien ya no éramos del todo vulnerables, pues teníamos la veteranía del campamento y la jura de bandera, una veteranía escasa, pero no desdeñable, una ventaja de seis semanas sobre los nuevos reclutas que ahora estarían llegando a Vitoria, aún con ropas civiles, asustados, empanados, perteneciendo de pronto a otra categoría de la especie militar, la más ínfima, la única que estaba por debajo de la nuestra.
Nosotros ya sabíamos saludar y disparar, ir a paso ligero o a paso de maniobra, armar y desarmar el cetme, gritar aire al final de cada formación, llamar usía a un coronel y vuecencia a un general, discernir instantáneamente el número de estrellas en una bocamanga y el número de puntas de cada estrella, defender a codazos y a patadas nuestro turno para comprar un bocadillo y un refresco en medio del mogollón del Hogar del Soldado, envolvernos los calcetines dobles en plástico y en hojas de periódico para que los pies no se nos helaran: cada día tachado en el calendario había sido una victoria, un paso más hacia la sumisión y el probable encanallamiento, cada astucia aprendida un arma nueva para sobrevivir, y el día de la Jura de bandera y de la partida de Vitoria había tenido algo de punto final, pero ahora, en la medianoche de nuestra llegada al cuartel, teníamos en el fondo casi tanto miedo como cuando llegamos al campamento, y ya empezaban a alejársenos los recuerdos de los pocos días que acabábamos de pasar en libertad y los paisajes ahora remotos a los que pertenecíamos, ya se nos desvanecían en la uniformidad caqui y verde oscuro a la que regresábamos los colores de la vida civil.
Nos dábamos cuenta de que estábamos empezando de nuevo, y aquel edificio de ladrillo al otro lado del río era un enigma absoluto, un castillo de irás y no volverás, tan sumergido en la oscuridad y en la niebla densa y húmeda del Cantábrico como en los rumores difundidos por la ignorancia, por las confusas sabidurías soldadescas, toda una tradición oral de advertencias y peligros. Íbamos a vivir un año entero en el interior de aquellos muros, y que nos hubieran destinado allí ya era en parte una desgracia, un infortunio añadido al de haber comenzado la mili en Vitoria, pero ya iba acostumbrándome yo a que en el ejército me tocaran las peores posibilidades de la mala suerte, no como a otros, los felices enchufados que después del campamento habían sido destinados a Burgos, a las oficinas señoriales de la Capitanía general, o a Pamplona, donde se contaba que la disciplina militar era más bien relajada y que hacía un clima delicioso, o a la paradisíaca Logroño, donde jamás había atentados terroristas ni peligro de estado de excepción.
Se podía no tener enchufe y merecer sin embargo algún golpe de buena suerte, pero el mío estaba claro que era un caso imposible, pues además de carecer de cualquier influencia a la que arrimarme siempre acababa en lo peor, y lo peor, decía Radio Macuto, era que lo destinaran a uno a Infantería y a San Sebastián, y dentro de San Sebastián a aquel cuartel de Cazadores de Montaña -de nombre, por cierto, tan sugerente como amenazador- frente a cuyas puertas ahora estábamos formando, después de la medianoche, agotados al cabo de tantas horas de viaje en autocar, asustados y hambrientos: había algo más funesto aún, un último círculo de la mala suerte, se murmuraba en nuestras filas, conforme nos íbamos aproximando al cuerpo de guardia, a la oficina donde un sargento examinaba la documentación de los recién llegados, y era que dentro del cuartel le tocara a uno la segunda compañía, la más dura de todas, la que se encargaba en exclusiva de hacer las guardias.
Aquellos soldados inmóviles a ambos lados del puente, con las caras ocultas tras los pasamontañas y las manos enguantadas apoyándose en el cañón y en la culata del cetme, que les colgaba de los hombros, en una postura menos marcial que cinematográfica, pertenecían a ella, a la segunda, y también aquellos cuyos ojos veíamos asomar por las mirillas de las garitas, vigilándonos, viéndonos acercarnos en fila y uno a uno a la entrada del cuartel, al vestíbulo donde estaba el cuerpo de guardia y donde había un banco muy largo apoyado contra la pared en el que dormitaban mano sobre mano una media docena de soldados, los arrestados a Prevención, a la Preve, que si el oficial de guardia era benévolo podrían irse al cabo de un rato a dormir a sus compañías, pero que en caso contrario pasarían la noche entera allí, sentados en el banco, como en un velatorio, durmiéndose cada uno sobre el hombro de otro, roncando con la boca abierta, poniéndose firmes de un salto si al oficial de guardia le daba por ordenarlo.
Nada más entrar a aquel vestíbulo se veía que el cuartel era otro mundo distinto al campamento, un espacio menos desolador, como más vivido y gastado, con un punto casi noble de antigüedad o linaje, manifestado, por ejemplo, en las vidrieras emplomadas de las puertas, vidrieras que tenían dibujados escudos de armas, o en los dinteles de madera bruñida de las salas de oficiales y suboficiales, o en las panoplias polvorientas de armas que colgaban de las paredes, como en los salones de un castillo de película. El cuartel era un edificio de los años veinte, y su arquitectura de ladrillo con aleros pronunciados y decoraciones entre mudéjares y platerescas se parecía mucho a la de los pabellones de la exposición universal de Sevilla de 1929, lo cual ya constituía una ventaja con respecto a los barracones desnudos y a la inhóspita funcionalidad del C.I.R.
El patio del cuartel, mirado a aquella hora de la noche, casi a oscuras, impresionaba por su amplitud sombría y su forma geométrica, cuyo centro exacto era el monolito, el monumento en homenaje a los Caídos, al que no era infrecuente, supimos enseguida, que los soldados llamaran el Manolito, y del que les explicaban a los conejos más ingenuos que tenía oculta en su base una trampilla por la que se pasaba bajo tierra al monolito o manolito del contiguo cuartel de Ingenieros, que no sólo era contiguo, sino también idéntico, como duplicado del nuestro al otro lado de un eje de simetría.
En el cuerpo de guardia nos daban un papel con nuestro destino provisional, y nos formaban en pelotones al mando de un cabo o de un cabo primero que debía guiarnos a la compañía donde íbamos a dormir esa noche. Cuando yo leí en el papel el número de la que me había correspondido casi me dio un escalofrío, la segunda, por supuesto, como si no hubiera otra, como si a mí no pudiera tocarme nada más que lo peor. «Venga, conejos, rápido, y sin hacer ruido», dijo el cabo, en voz baja, y nos llevó a unos diez o doce desgraciados bajo unos soportales y luego por unas escaleras que desembocaban en una galería, y allí nos detuvimos de nuevo, en la oscuridad, amontonados, sujetando muy fuerte nuestros petates, oyendo voces que murmuraban cerca de nosotros, los conejos, ya han llegado los conejos, voces alarmantes de veteranos que nos acechaban sin duda con la intención de someternos al escarnio de las novatadas. Había otra mesa, alumbrada por un flexo, y tras ella un suboficial o un cabo que comprobaba otra vez nuestros nombres en una lista mecanografiada, y alguien más que nos iba entregando a cada uno dos mantas y que nos señalaba la puerta entornada de un dormitorio, advirtiéndonos que no se nos ocurriera encender la luz para acostarnos.
Entré en él tanteando las paredes, alumbrándome con la llama del mechero: había varias filas de literas, casi todas ellas ocupadas por soldados que dormían, pero aquel no era un dormitorio tan vasto como el del campamento, sino una habitación no demasiado grande, con las literas tan próximas entre sí que era difícil no tropezar con alguna. Olía densamente a humedad, a sudor masculino y a calcetines sucios. Encontré una litera que estaba vacía, aunque sin ropa de cama, nada más que un colchón forrado de lona sobre el somier, y también una taquilla libre, en la que guardé mi petate, cerrándola después con mi candado, y me subí haciendo un mínimo de ruido a la litera, que era la de arriba, procurando no despertar al soldado que roncaba debajo de mí. No me desnudé, tan sólo me quité las botas, me tendí sobre la lona del colchón, que estaba un poco húmeda, y me envolví como pude en las mantas, sin lograr que me protegieran del frío, aunque encogía las rodillas contra el vientre y me quedaba inmóvil, con la vana intención de conservar el calor, y también de pasar desapercibido, de lograr que no se despertaran los soldados que roncaban o dormían en silencio o murmuraban en sueños a mi alrededor.
Era a finales de noviembre, y a medida que progresaba la noche el frío húmedo del río helaba los barrotes metálicos de la litera y se filtraba poco a poco bajo las mantas. Pero no era sólo el frío lo que alejaba el sueño, era también el miedo, el miedo abstracto a un lugar a oscuras y poblado de desconocidos, y también el miedo a los veteranos que aprovecharían la noche y la impunidad para poner en práctica sus más feroces novatadas: volcar de golpe las literas de los conejos dormidos, despertarlos tirándoles sobre la cara un cubo de agua fría o de orines, ponerse una gorra de sargento o de oficial para obligarlos a cumplir órdenes humillantes, alinearlos desnudos en el pasillo de una compañía, cada uno sujetando la picha del que tenía al lado, estamparles en el culo el sello de la compañía… Otra broma muy celebrada, a la que llamaban la horca, consistía en atarle a alguien que estuviera dormido el cordón con la llave de la taquilla, que todos llevábamos al cuello, a un barrote de la cabecera. Entonces se le daba un grito junto al oído, o se le tocaba diana con la corneta, y el dormido despertaba de golpe y quería incorporarse, y el cordón atado al barrote casi lo estrangulaba, entre grandes carcajadas de la concurrencia.