– Tal vez sí, o tal vez estuvieran equivocados, esas cosas ocurren.
– Sí, seguramente sucedió eso, se equivocaron y por eso dijeron lo que dijeron. Como tienen tanto trabajo con la delincuencia que hay, los pobrecitos de ellos no se dieron cuenta de su error, pero eso cambió nuestras vidas. Mi marido empezó a beber y un mal día, estando borracho, se estrelló con su coche contra un autobús y murió al instante, dejándome sola y triste, tan sólo con mis recuerdos.
– Antes me ha dicho que hay versiones diferentes sobre la muerte de su hijo. ¿Me puede contar alguna otra?
– Bueno, tiempo después de la muerte de mi chico vino a visitarme el padre Ander, aunque entonces todavía no había sido ordenado, y me dijo que todo era falso, que no había muerto en una reyerta en una casa de ésas, sino que lo había asesinado la policía. Como usted comprenderá me pareció algo increíble, ¿cómo va a matar la policía a alguien? La policía está, precisamente, para lo contrario, para detener a los criminales, ¿no es así? Pero el padre Ander insistía en que lo que decía era la pura verdad y yo no sabía a qué atenerme. Al fin y al cabo el padre Ander era también seminarista, compañero de mi hijo, un hombre entregado a Dios, ¿cómo iba a mentirme? Supongo que todos, policías y seminaristas, estaban equivocados pero a mí eso me da igual, lo único que deseo es reunirme con mis seres queridos. Si la Santa Madre Iglesia no lo considerara pecado mortal haría tiempo que me habría ido con ellos voluntariamente.
– ¿Qué es exactamente lo que le dijo el padre Ander?
– Que mi hijo estaba trabajando, junto a otros creyentes, en un grupo contrario al régimen, defensor de las libertades y de la democracia, y que querían derrocar al Caudillo. Sinceramente se lo digo, no le creí. ¿Cómo unos católicos iban a estar en contra de un gobierno que siempre había defendido a la Iglesia, un gobierno que había derrotado en la guerra a los asesinos de curas y monjas? ¿No recordaban que en la república las izquierdas quemaban Iglesias? Nosotros, mi marido y yo quiero decir, no nos hemos metido nunca en política, siempre hemos sido gente de orden, por eso mismo pensábamos que las cosas estaban bien como estaban, ¿cómo no íbamos a estar agradecidos a un régimen que nos había traído la paz y que defendía la moral y el orden? Es cierto que mi chico empezó a aprender vascuence y que quería que le llamáramos Jokin en lugar de Joaquín, como le habíamos bautizado, pero de ahí a pensar que era un subversivo hay un abismo, aunque en fin, perdone estas divagaciones de vieja chocha, pero tengo pocas oportunidades de desahogarme.
Con una nueva pregunta Emilio Vázquez confirmó sus sospechas. El difunto hijo de la señora se llamaba Joaquín (o Jokin) Torrente Uriarte y era el compañero de Ander Gajate del que le habían hablado los inspectores Romero y Castrofuerte, el chavalín que había muerto tras un encuentro con la policía, cuando intentaba llenar el Casco Viejo bilbaíno de pintadas subversivas. ¿Era ése el mensaje que quería remitirle el padre Gajate? Parecía absurdo, porque en aquella época aún no había estado en Bilbao ni siquiera de visita, pero sin embargo era evidente. Su hermano en Dios había querido que conociera, de viva voz y a través de un testigo cualificado, la historia de Joaquín Torrente.
Miró a la anciana deseando explicarle la verdad, deseando decirle cómo y por qué murió su hijo, pero no se atrevió. Al fin y al cabo, aunque él no era culpable pudiera haberlo sido. De haber estado destinado en Bilbao en esas fechas tal vez hubiera participado en su asesinato y, de todos modos, ¿para qué le iba a servir a aquella mujer la verdad? El evangelista había dicho eso de «la verdad os hará libres» pero también los evangelistas podían equivocarse. Ningún bien podía hacerle a aquella pobre mujer conocer la auténtica versión de los hechos así que en lugar de sincerarse decidió seguir interrogándola.
– ¿Durante todos estos años ha estado en contacto con el padre Gajate?
– No, la verdad es que no le había visto en muchos años, pero no tengo nada que reprocharle, no señor. Al principio venía muy a menudo, era y sigue siendo un chico muy cariñoso, pero poco a poco dejó de venir y lo entendí. Hay que comprender que los sacerdotes se deben a sus feligreses, siempre hay problemas que atender, miserias que paliar, enfermos que cuidar. Qué le voy a decir que usted no sepa, la gente piensa que un cura se limita a decir misa todos los días pero hacen mucho más, ¿no lo cree usted así?
– Por supuesto -replicó Vázquez-, pero me gustaría conocer cuándo reanudaron ustedes sus relaciones.
– Lo siento pero no lo he entendido bien.
– Quiero decir que cuándo volvió a ver al padre Gajate.
– Ah, sí, ahora lo entiendo. Hace muy pocos días, no llegará al mes. Vino a visitarme al asilo. Me dijo que no sabía que estaba allí y que cuando se enteró decidió venir a verme. Yo le dije que no se preocupara por eso, que estaba muy bien atendida y que las monjitas eran muy cariñosas y amables pero él insistió en venir a verme a diario y yo se lo agradecí infinitamente, ya que por fin podía estar con alguien que había conocido a mi hijo, ¿sabe?, y eso para mí era muy importante.
»Luego, a los pocos días, vino acompañado por una monja que se dedica a labores de asistencia social, la hermana María Luisa, la de la fotografía, y me dijeron que me habían encontrado un piso para que pudiera vivir sola e independiente. Al principio me daba un poco de miedo porque hacía mucho tiempo que residía en el asilo y no estaba segura de ser capaz nuevamente de arreglarme por mi cuenta, sin la compañía de nadie, los recuerdos y la soledad pesan mucho, ¿sabe?, pero él me aseguró que vendría todos los días a verme y ha cumplido su promesa. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz.
– Entonces, ¿viene a visitarla todos los días?
– Todos los días -dijo con inusitada firmeza la anciana.
– Y hoy, ¿ha venido a visitarla?
– Aún no, todavía no es la hora -respondió la anciana, ojeando un reloj que colgaba en una de las paredes-, pero vendrá con seguridad, todas las tardes viene, algunas veces acompañado por la monjita.
Emilio Vázquez pidió permiso a la anciana para quedarse un rato en la casa, esperando al padre Gajate, ya que hacía tiempo que no se veían y deseaba estar con él, dijo, siendo contestado afirmativamente por su anfitriona, incapaz de negar nada a un sacerdote católico y empeñada en servirle un vasito de vino, es vino dulce, como el que se utiliza en la eucaristía, no le hará daño, insistió tanto la buena señora, deseosa de agasajarle, que a Emilio Vázquez, acostumbrado a bebidas mucho más fuertes, no le quedó más remedio que beber el infecto brebaje.
Llevaba poco más de media hora intentando apurar la generosa copa que le había ofrecido la anciana cuando sonó el teléfono. La anfitriona del padre Vázquez no debía estar acostumbrada a recibir llamadas, ya que se sobresaltó ostensiblemente al oír el agudo repiqueteo del aparato y vaciló unos segundos antes de descolgarlo.
– Sí, soy yo. Sí, efectivamente, está aquí un conocido suyo, un sacerdote muy amable que me ha preguntado por usted. ¿Cómo?, sí, entiendo, yo, bueno, bueno, que Dios le bendiga, a usted y a la hermana María Luisa, sí, adiós, adiós.
Aunque el padre Vázquez no podía oír al interlocutor de la anciana, de las palabras de ésta se desprendía claramente que quien había llamado era Ander Gajate. El muy cabrón le vigilaba, pero ya se le acabaría su suerte, mientras tanto era consciente de bailar al son de la música que su hermano en Cristo, curiosa expresión para designar a ese hijo de puta, tocaba.
Sumido en sus pensamientos no se percató de que la anciana acababa de colgar el teléfono. Tan sólo cuando la vio acercarse hacia donde él estaba, anegada en lágrimas, volvió a la realidad.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó solícito.
– No, nada, no debe preocuparse por mí, soy tan sólo una vieja chocha a la que cualquier contratiempo le afecta -respondió haciendo un vano esfuerzo por cortar el incesante lagrimeo.
– No se avergüence por eso, llorar es sano, más de una vez es lo único que nos puede tranquilizar, lo único capaz de desahogarnos, pero hablar también es bueno, quizá si me cuenta la conversación pueda calmarse, esbueno contar con un amigo al que poder narrarle nuestras cuitas.
– Es usted muy amable -contestó entre hipidos la anciana- y seguramente tiene razón, un hombre como usted tiene que estar acostumbrado a escuchar las miserias de la gente.
– Así es -contestó lacónico el padre Vázquez.
– La verdad es que esa llamada me ha trastornado mucho, aunque entiendo perfectamente lo que ha pasado. Era el padre Ander, ¿sabe usted? Me ha comunicado muy amablemente que no podrá venir esta tarde y que, bueno, que no podrá venir a verme nunca más. Al parecer lo destinan a las misiones, al África, allí hay mucha pobreza, ¿sabe?, y los pobres negros desconocen las bondades de la palabra de Dios. Es un gran sacerdote el padre Ander, sacrificarse por esos salvajes, aunque también son hijos de Dios, por supuesto, por eso le he dicho que hace bien, que le entiendo, pero me voy a quedar sola, muy sola -finalizó, más hablando para sí que para el padre Vázquez.
– ¿Le ha dado algún recado para mí?
– ¿Para usted? Ah, sí, perdone, soy una egoísta, sólo pienso en mí y me olvido de los demás, lo siento. Sí, me ha preguntado por usted y al decirle que estaba aquí, haciéndome compañía, me ha dicho que se verán pronto, muy pronto, que el cáliz está a punto de consumarse, ¿o ha dicho consumirse? La verdad es que no soy muy culta y hay muchas cosas que no entiendo, lo siento.
– No tiene importancia, ¿le ha dicho algo más, cuándo o dónde nos veremos?
– No, tan sólo me ha dicho que va usted por buen camino, que debería volver al lugar de partida. Tan sólo eso, luego es cuando me ha dado la noticia -dijo volviendo a llorar.
Emilio Vázquez salió de la casa en silencio, sin despedirse de la inconsolable anciana que, arrebujada en su butaca, rumiaba en silencio su pena. Por primera vez desde que había empezado toda la historia odió fervientemente a su adversario, con un odio que le recordaba tiempos y momentos ya superados. Cuando llegó a la calle observó de nuevo, enfrente suyo, la entrada del Club Neskatilak. Era obvio que el padre Gajate le había estado espiando y el dichoso club era un buen escondite. Sin pensárselo dos veces encaminó sus pasos hacia el local, penetrando en su interior.
– Hombre, mirad quién está aquí, nuestro cura favorito -dijo, burlón, el encargado, que le había reconocido nada más verle.