Libro segundo: Éxodo

EL TRAYECTO DE LA PERPLEJIDAD

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Lorenzo Valdés volvió a ser amigo de Francisco cuando murió Aldonza. Concurrió al velatorio y caminó tras suyo bajo la llovizna hasta el cementerio. A la semana siguiente fue a buscarlo al convento de Santo Domingo. Lorenzo atribuía a entrenamiento precoz su agilidad para montar caballos, trepar árboles y caminar sobre cuerdas.

– Hay que empezar por someter mulas para poder someter indios -sentenciaba su padre.

Se había acostumbrado a visitar periódicamente el fragoroso potrero para sobar dos o tres bestias y lucirse ante la peonada. Invitó a Francisco. Los potreros condensaban ensañamiento y valor. Eran una buena escuela para los hombres que debían enfrentar la adversidad de este continente salvaje. El capitán de lanceros celebraba la fiereza de su hijo. «Monte, pegue y domestique: así se hace un buen soldado.»

Lorenzo conocía mestizos y algunos caballeros españoles sin dinero que se dedicaban cotidianamente a amansar mulas chúcaras por una reducida paga. Pidió que le facilitasen un lazo y se introdujo temerariamente en el potrero. Los animales, provistos de extraordinaria sensibilidad, registraron la intrusión y empezaron a dar corcoveos. Una sísmica ondulación recorrió la masa gris. Algunos empezaron a correr, otros giraban en redondo y empujaba a los vecinos. Los cascos levantaban polvo mezclado con el estiércol. Lorenzo corrió tras los más briosos. Del oleaje se elevaban sus gritos y el lazo en continuo revoleo. Finalmente echó la cuerda y una mula humeante cayó de hocico. El animal tironeó convulsivamente, arrastró a Lorenzo. Varios peones acudieron en su ayuda y la abatieron. El furioso jumento pataleó, intentó morder. Le ataron las patas mientras otros le sujetaban la cabeza con un firme acial y le ponían el jaquimón. La bestia dio cabezazos contra el suelo lastimándose los ojos y los dientes. Le fijaron otro cabestro al pie y la dejaron en aparente libertad. Se incorporó con un bramido. De su cabeza goteaba sangre. Parecía decidida a tomarse venganza, pero como estaba atada por dos cabestros, los movimientos la trabaron. Aumentó su desesperación; giraba curvando el lomo y emitía trompetazos. Lorenzo saltó sobre la montura. La bestia se sintió ultrajada y removió locamente las vértebras. El jinete se inclinó sobre la nuca del animal y le agarró las orejas como si fuesen un manubrio. Sus piernas se adhirieron al sudado abdomen y no iba a disminuir la intensidad del abrazo por ninguna razón. La mula ofendida tronaba y giraba en redondo y lanzaba coces contra sus escurridizos enemigos. Su lucha estéril la decidió por la huida en línea recta. Esto ocurría siempre. Lorenzo estaba preparado, con las piernas ceñidas en torno a la panza y las manos a punto de arrancarle las orejas. El animal partió como un disparo, pero los peones que sujetaban el cabestro lo sabían y frenaron de golpe la intentona. El pique y la repentina oposición de la rienda quebró su pescuezo. Quedó aturdido. Entonces arremetió contra los peones como si fuese un toro. Lorenzo le clavó las espuelas con un grito salvaje. Una, dos, seis, diez veces seguidas. Con máxima ira, hasta que le hizo brotar sangre. La acémila perdió la orientación y se doblaba en arco para sacarse la máquina que lo lastimaba sin piedad. Lorenzo no se desprendió: gozaba esta guerra.

Francisco observaba con inquietud. Pegado a la cerca de troncos, acompañaba con sacudidas a su amigo en ese coito singular. Lorenzo era despedido al aire y volvía a clavarse sobre la mula que no cesaba en sus corcoveos. Le torcía las orejas y le vociferaba obscenidades. La mula, envuelta en una campana de polvo y sudor, iba a caer agotada, pero antes recibió más golpes aún.

Cuando parecía al borde del colapso le quitaron la venda de los ojos. El diestro jinete soltó las orejas -milagrosamente pegadas aún a su cráneo-. La acémila coposa de espuma, dio vueltas, borracha. Finalmente Lorenzo la condujo hasta el capataz para que comprobase si estaba sometida.

– Bien sobada -reconoció haciéndole una caricia sobre la húmeda crin. Era la primera caricia que este animal recibía en su vida.

El jinete hizo un gesto de triunfo y desmontó. Merecía descansar un rato antes de domar otra mula. Caminó hasta la cerca, trepó entre sus ranuras y se sentó junto a Francisco. Estaba agitado y respiraba por la boca como un perro al desprenderse de la hembra. Recogió las rodillas y se abrazó a las piernas. Francisco lo admiraba contradictoriamente: no le tentaba la doma.

– No te animas -rió Lorenzo-. Ya lo harás. Es fácil.

Mientras continuaba la faena. Era un placer viril que no parecía trabajo. Por eso no había indios. Ellos no participaban: eran considerados lentos y torpes. Cuando alguno conseguía una mula chúcara a bajo precio -flaca, de vasos débiles o enferma- la llevaba a su choza y amansaba con un método muy diferente al español. En lugar de domesticarla con una sangrienta paliza, la amarraba a un tronco en la parte más seca de su patio. Y allí la dejaba la durante veinticuatro horas sin darle de comer ni beber. Después le tocaba el lomo para verificar si estaba mansa. En caso de que aún evidenciara brío la dejaba otras veinticuatro horas en las mismas condiciones. Si le preguntaban por qué procedía de esta forma, contestaba:

– Quiere descansar.

A Francisco no le atraían las pasiones de Lorenzo, pero celebraba su arrojo. Hablar con él y verlo actuar le producía un bienestar inexplicable. Aumentó su pasión, en cambio, por algo más criticable que una doma: los libros. Lo desconcertaba que en el convento, donde le ofrecieron techo y comida, se los retacearan. Los representantes locales de la Inquisición no estaban tranquilos sobre la pureza de fe que imperaba en su corazón. Era posible que el hereje enjuiciado en Lima hubiera vertido veneno en el joven. Había que estar alertas.

Tras insistentes ruegos, Francisco pudo obtener permiso para leer el devocionario. Y en lugar de gozarlo morosamente y a razón de unas pocas páginas diarias, lo ingirió en medio mes. El reencuentro con la letra escrita le proporcionó horas de olvidada dicha. Podía abstraerse de su desvalimiento. Algunas frases le hacían sonreír, otras lagrimear. Cuando terminó fue a pedir otra obra, pero se la negaron. Empezó de nuevo el devocionario a partir de la primera página y tuvo tiempo de darle cinco repasos hasta que fray Santiago de la Cruz, algo más confiado por la buena siembra ya cumplida, le entregó una apologética biografía de Santo Domingo, el fundador de la orden a la que pertenecía ese convento. Domingo Guzmán nació en España -«como mis antepasados», enlazó Francisco- y la orden dominicana fue, desde el comienzo, perseguidora de la sucia herejía albigense y por eso la distinguieron como el brazo fuerte de la Inquisición. Domingo Guzmán recorrió muchos países y llegó hasta la lejana Dinamarca: fue un predicador subyugante. Ponía en práctica lo que decía. Desnudos los pies enfundado en una gastada túnica y comiendo mendrugos, abría los corazones con súplicas y cierta humillación. Murió a los cincuenta y un años, consumido por las fatigas de su ministerio.

Francisco transmitió al director espiritual algunos comentarios entusiastas sobre el santo. De la Cruz no se dejó impresionar (la educación también era una doma pero sutil).

– Léelo otra vez.

El muchacho acarició las tapas del volumen y volvió a sumergirse en esa historia ejemplar. Cada uno de los viajes y sermones de Santo Domingo tenían un fin concreto: convertir, santificar. Lo hizo para las gentes de su tiempo, pero también para los que vinieron después. Lo hizo para que él, Francisco Maldonado da Silva, aprendiera y reflexionara y se adhiriese con más fuerza a Nuestro Señor Jesucristo. «Para que yo, Francisco, tampoco me extraviase.» Por eso fundó esta orden que lleva su nombre y que se dedica a perseguir desviaciones.

El director espiritual consideró oportuno ofrecerle otra obra: la vida de San Agustín. Este legendario doctor de la Iglesia nació en África, en el año 430. El cristianismo recién emergía en medio de la multitud infiel. Su madre fue nada menos que Santa Mónica y su padre un pagano. Cabría decir, entonces, que este insigne Padre de la Iglesia fue un cristiano nuevo, pensó Francisco. En su juventud recorrió ávidamente todo el albañal de los pecados. «Yo trataba de satisfacer el ardor que sentía por las más groseras voluptuosidades», reconocía en sus Confesiones . Luego, tras muchas lecturas y búsquedas, se convirtió. Era ya un experto en filosofía. Lo designaron obispo de Hipona y al poco andar asombró por su inesperada virtud. Pero más asombró por sus escritos, que se convirtieron en un torrente. Produjo libros de religión, tratados de filosofía, obras de crítica, derecho e historia; escribió a reyes, pontífices y obispos; refutó las herejías con brillo inigualable. Finalmente completó esa joya de las Confesiones que Francisco hubiera deseado leer en su totalidad, no sólo en los escasos fragmentos que regalaba la biografía. Sintió ganas de emularlo, de escribir tratados y epístolas.

El director espiritual no le formuló más exigencias: había ganado su confianza, estaba «bien domado». Con cierta picardía le extendió otro libro: era una síntesis de la vida y obra de Santo Tomás de Aquino. Lo ponía en relación con un coloso. Francisco se ruborizó de emoción. Ni siquiera pudo expresar su agradecimiento. Santiago de la Cruz no actuaba con arbitrariedad: regulaba sabiamente su formación. Cuando Francisco le devolvió el volumen sobre Santo Tomás recitándole algunos de sus apotemas, el director espiritual abrió las manos.

– Ya no tengo más que ofrecerte.

– ¿Nada más?

– No tengo más libros -se disculpó con un velo de embarazo.

A Francisco se le ocurrió decirle algo, pero no se atrevía aún. Podía interpretarlo mal. Hacía meses que anhelaba conseguirlo. Era un premio que tal vez no merecía. Estaba en la capilla conventual. Pero no, «mejor me callo». Era mucho.

– En la capilla conventual -susurró sin reconocerse la voz.

– ¿Qué pasa allí?

– En la capilla… -empezó a transpirar.

– Habla de una vez.

– Hay una Biblia.

– Sí. En efecto. Y, ¿qué?

– Desearía leerla. Desearía…

– Es demasiado para ti -lo miró de soslayo.

– Un ratito por día -imploró Francisco-. Las partes que usted me indique.

– ¡Sólo las partes que yo te indique! -exclamó, pero arrepintiéndose en el acto.

– Prometo.

– Nada de espiar en el Cantar de los Cantares , ni en Ruth , ni en Sodoma y Gomorra.