Durante la inquietante comida Felipa hizo bromas sobre las flores que puso su madre: las comparó con jacintos. Isabel se rió de la fuente de barro que viajaba repetidamente al caldero para traer nuevas raciones. Francisco simuló degollarse con el cuchillo cuyas melladuras sólo hacían cosquillas. Aldonza comió lentamente y sonrió a las estúpidas ocurrencias de sus hijos. Por la tarde debían presentarse en lo de Leonor Tejeda.

Isabel y Felipa acomodaron los fardos sobre sus cabezas, como las esclavas. Emprendieron la marcha hacia su nuevo hogar acompañadas por la madre y Francisco. En la calle las sombras de las paredes de adobe se estiraban como charcos de tinta. Algunos viandantes giraban para contemplar a esa mujer que parecía viuda y a sus hijos de sangre abyecta. Murmuraban, pero ya no agredían. Era sabido que las muchachas iban hacia el noviciado: estaban limpiándose de la herejía cometida por su padre. Francisco los miraba de soslayo y captaba las expresiones de odio, lástima, aprobación y desprecio. Cada vecino se sentía autorizado -y obligado- a opinar sobre los parientes de un marrano.

Los recibió una monja de cara muy arrugada. Había venido de Castilla por equivocación y la mandaron a esta casona para ayudar a Leonor Tejeda en la organización del convento. Tenía la virtud de pasar desapercibida y consiguió que en la pequeña Córdoba se tuviese una etérea noción de su existencia. Quizá con este recato pretendía mostrar cómo debe comportarse una esposa de Cristo. Miró al conjunto con ojitos de ratón y los invitó a pasar. A Francisco le ordenó quedarse afuera.

– Hombres, no.

Vestía una amplia túnica negra con mangas colgantes terminadas en punta. Su níveo escapulario era la muestra de su obsesiva pulcritud. Una correa azabache le rodeaba la cintura y de su cuello colgaba un rosario de madera clara. La cofia almidonada temblaba sobre su cabeza. Achicharrada, encorvada y casi ciega, emitían un extraño vigor. Caminó adelante por el corto zaguán y dobló a la izquierda cuando llegaron a las galerías del primer patio. Un par de novicias le preguntó si necesitaba algo.

– Luz -respondió secamente e indicó a sus visitantes que tomaran asiento en un banco de algarrobo. Trajeron el candelabro-. Para ellas -dijo-: yo veo mejor en la oscuridad.

Isabel y Felipa depositaron sus bultos a los pies y cruzaron las manos. Aldonza tosió y se disculpó.

– Estas niñas -comentó la monja con voz cortajeada por el fino temblor que se le irradiaba desde la cofia- han sido distinguidas por la Iglesia. No me gusta halagar en vano, pero quiero que sientan gratitud.

– La sentimos -confirmó Aldonza-, la sentimos.

– Fray Bartolomé me habló de las virtudes de estas niñas.

– Es un hombre santo… -apoyó Aldonza.

– Gracias a Nuestro Señor y la Santísima Virgen.

– Ahora estas niñas deberán aprender a vivir en el sagrado retiro de los claustros.

La noche caía dulcemente. Algunas bujías se iban encendiendo en las austeras celdas monacales. Se expandía un cálido olor de resinas y madreselvas.

– Puedes despedirte de tus hijas -dijo a Aldonza.

Isabel y Felipa permanecían tiesas entre su madre y la vieja monja, entre su mundo conocido y el mundo por descubrir. Se desprenderían del pasado que, a pesar de sus amarguras, les dio compañía, amor y cuotas de felicidad; ingresaban en un futuro enaltecido pero secamente reglamentado. Atrás quedaban su infancia y los ensueños que incluían algún magnífico caballero. Adelante las aguardaba el disciplinado servicio de Dios. Con angustia miraron la oscura vegetación del patio donde se insinuaban macizos de flores; durante años mirarán este patio y las mismas flores. Se volverán a sentar en este banco de algarrobo y evocarán este instante. También miraron a las pocas novicias que se desplazaban sin ruido, como espectros. Ellas harán lo mismo.

Aldonza tendió sus manos y tocó las de sus hijas. Las acarició. Después empezó a toser flema, a toser lágrimas y, sin dejar de toser, las abrazó fuerte, les sobó la espalda, la nuca y los brazos y repitió entre ahogos y explosiones «Que Dios las bendiga», Felipa, con las mejillas empapadas, pidió a la monja que les permitiera despedirse de su hermano. Corrió un sonoro pasador de hierro y abrió lo suficiente para espiar. Una lista de luz externa se encendió en el piso. Ahí estaba el muchacho, sentado contra la gruesa pared. Se incorporó como resorte y abrazó a sus hermanas. Nunca las había sentido tan afectuosas. Tampoco había imaginado que dolería tanto la separación. ¿Perdía también a Isabel y Felipa? ¿Se le caerán todos los miembros de su familia como caen los dedos de un leproso? Las necesitaba estampar en su cuerpo. Pero se despegaron, trémulas y asustadas.

Aldonza y Francisco regresaron con piedras en los zapatos. Ella murmuraba avemarías; Francisco se acordaba del «benefactor» hijo de puta y su asqueroso gato lechoso que hizo añicos su familia. Se acostó sobre la estera y miró el cielo a través de la ventana de su habitación. Intentó leer los astros. Otra vez quiso captar su alfabeto misterioso. Quizá los astros que no parpadeaban eran las vocales. Venus podría representar la A y Júpiter la E, por ejemplo. Las estrellas serían las consonantes. Pero habría demasiadas consonantes. «No, creo que por ahí no resuelvo el enigma,» Los sabios de la Antigüedad contemplaron el cielo iluminado como a un cuerpo vivo. Las constelaciones se articulan y tragan figuras, pensó. Al mismo tiempo, pedazos de esas figuras son parte de otras, se superponen imágenes. Como si debajo de la piel que se diseca aparecieran los músculos y debajo de ellos los huesos y dentro de los huesos la médula. El esplendor está dado por la exhibición simultánea de todos los planos: un cuerpo vivo que, además de su envoltorio, deja ver las entrañas. «¿Habría que leerlo como al Tratado de anatomía de papá?»

Sus esfuerzos cargados de rabia imploraban un mensaje de aliento que no pudo obtener. Su interrogatorio las estrellas prosiguió en las noches siguientes, los años siguientes.

33

Hernando Toro y Navarra, el encomendero que adquirió la propiedad de Juan José Brizuela y donó la dote de Isabel y Felipa, fue a tomar posesión del inmueble en una mañana de invierno. Calzaba botas sucias y rotas pero vestía camisola de seda, chaleco de terciopelo azul y un sombrero de alas anchas. El contraste mostraba su origen labriego y su reciente fortuna. No sabía leer pero tal resolvía en un instante cualquier operación aritmética. Castigaba con deleite a sus indios y se condolía por los enfermos. Toro y Navarra era fuerte y bruto.

Recorrió la casa semivacía. Ordenó que la limpiasen de recuerdos. Una escuadrilla retiró los últimos arcones, muebles y objetos en un santiamén; los amontonaron en el embarrado tabuco de los esclavos. Toro y Navarra volvió a mirar los aposentos libres de extraños y vio a la mujer con su hijo sentada sobre un trono bajo el parral desnudo. Pronto ingresaron los muebles de su anterior residencia, que parecían nuevos en comparación con los trastos barridos hacia el fondo.

Fray Bartolomé había tenido que interceder ante el rudo encomendero para que los dejara vivir unos meses en la casa, por lo menos hasta el fin del invierno. Aplicó sus dotes persuasivas y su más persuasiva dignidad de comisario. El ricachón les asignó lugar en el cuarto de la servidumbre. Luis y Catalina, en cambio, no pudieron quedarse y fueron añadidos a la legión que laboraba las huertas de los dominicos.

El frío y las lluvias obligaban a mantener encendidos los braseros y secar la ropa dentro de los cuartos. La tos crónica de Aldonza se incrementaba. Francisco iba diariamente al convento para efectuar sus trabajos de edificación espiritual y penitencia; antes de regresar junto a su madre conseguía esconder frutas, queso, pan o fiambre. No vaya a creerse que era muy hábil para robar: algunos de los frailes miraban hacia las nubes cuando cargaba las provisiones. La tos de Aldonza, lacerante, retumbaba como un mal augurio. De noche Francisco se tapaba las orejas para no oírla. La imaginaba sentada en la oscuridad, con las venas del cuello ingurgitadas y el rostro cianótico.

Una madrugada despertó con dolor agudo en el costado del tórax: parecía haber sido herida con una faca. Francisco la ayudó a revisar su jergón, pero no había sino hedor de muerte. Ella dijo:

– No es la faca: es el llamado de la muerte.

Francisco corrió en busca de ayuda. Vino la esposa de Toro y Navarra, quien tuvo un gesto de inusual misericordia. Se asustó y mandó llamar a un médico. Le pusieron paños fríos en la cabeza. El médico tomó asiento en una banqueta y con parsimonia tomó el pulso, miró las pupilas, rozó las mejillas de la enferma y pidió que volcaran la orina en la bacinilla en un frasco de vidrio para examinarla a contraluz. Recomendó ventosas diarias, caldo de verduras y la aplicación de sanguijuelas para extraerle la mala sangre. Francisco ofreció buscar cuanto hiciera menester: las verduras para la sopa, las sanguijuelas y quien aplicase con maestría las ventosas. Voló hacia el convento y regresó con buenas noticias.

Instalaron a la vera de Aldonza, sobre una mesita, doce semiesferas de vidrio grueso y un hisopo. Le indicaron que se acostara boca abajo y le desnudaron la espalda. Una vecina experta iba a efectuarle el tratamiento. Con la izquierda sostenía la concavidad de la semiesfera y con la derecha le introducía el fuego azul del hisopo. Antes que la viboreante llama se extinguiese, la mujer aplicaba sonoramente la boca del vidrio contra la piel. Aldonza respondía con un quejido de sorpresa y dolor. Rápidamente le cubrió la espalda con esos artefactos que succionaban su carne. A través del vidrio se comprobaba que su piel era tironeada con fuerza: abría sus poros, se ponía roja, sudaba. La cubrieron entonces con una sábana limpia. Era necesario que esos vidrios calientes trabajaran por lo menos diez minutos. El vacío de su interior «chupaba» la enfermedad. De esta forma disminuiría también su fiebre, porque era «sacada» por la ventosa. Al cabo de diez minutos la hábil vecina empezó a mover cada vidrio hacia los lados hasta despegar un punto del borde; la ventosa sorbía aire y se desprendía. En un instante sacó las doce semiesferas y la espalda de Aldonza quedó marcada por doce bubones cuya circunferencia negra contrastaba con el interior escarlata. Se puso de lado, trabajosamente.

– Dentro de un rato se sentirá mejor -pronosticó la vecina.

Las aplicaciones se repitieron a diario. También la sangría mediante sanguijuelas. La señora de Toro y Navarra le hacía una visita por las tardes. Dos de sus esclavas se ocupaban de prepararle la comida.