Ya antes de amanecer era una luz blanca y alta y los despiertos y los que aprovechaban una atropellada de su pingo para saludar y dar noticias de que no se habían ahogado, si la vieron no dijeron una palabra.

Y si alguien despierto llega a decir que no la vio, o era ciego o se pasó a la noche con los ojos apretados de miedo.

Ahora se entiende que, no más por verla, esperanzaba.

Mas que los ruidos de galope y esos humitos de espejismo que tanto encarajinamiento provocaron antes de la lluvia, esperanzaba.

Y así como sin necesidad de hablarse y sin mirarse, los caballos supieron para donde tenían que tirar, la tropa obedeció la orden de callarse, que nadie dio, para no ilusionar demasiado y para no llamar de nuevo a la desgracia de no saber a dónde se iba yendo.

Lo que nunca se va a terminar de comprender es por qué aquella tarde, pisando de nuevo seco y colgando ponchos, chaquetas y chiripás en los tientos que les tendieron entre los postes del fortín para que, a falta de sol, el viento los secara, nadie se jactó de haber notado la señal desde el comienzo, cuando todavía goteba grueso.

– ¡Estabamos seguros de que la correntada los tenía que arrimarlos…! -Dijo, mejor dicho, dijeron los varios oficiales cuando todavía contentos de agregar tanta tropa y de recibir tanto güinchister y munición de lujo como los que por milagro les salvamos del agua, andaban confianzudos entre los nuestros y todavía no habían empezado a mandonear.

– ¡Por eso quemamos todo el aceite para hacer farola en el mangruyo…! -Decían, como si quisieran cobrar esa miseria de aceite que gastó el fuego.

Milicos hijos de mil putas.

Cierto que pusieron sus peones a preparar ollas de locro y asadores, y dispusieon tientos entre las tablaestacas del fuerte para secarnos todo al viento y nos hicieron sitio para dormir en la barraca que llamaban la plaza de armas.

Pero carnearon los mejores terneros de que a puro lazo habíamos salvado del aguacero y la corriente,y escatimaron el tabaco y guardaron en el polvorín los toneles de vino y las tinas de aguardiente que trajimos.

No se niega que brindaron guitarreadas, pero tristes, porque escuchar música de verdad por primera vez en tanto tiempo, puso a los nuestros a pensar en todo lo que se había perdido, las tres carretas, unas chatas de munición, las pobres chinas y las bajas de personal que nadie quiso tomar lista porque, a no dudarlo: contar es llamar la desgracia, y para contar, en el fortín sobraban escribientes y pícaros de intendencia entre quienes, desde los oficiales hasta el último chiquilín recién incorporado de conscripto, todos andaban como si fueran los dueños de la plaza, de la sierra petisa donde a los apurones habían edificado el fuerte y de toda la pampa, que, no aquel atardecer en el que se la veía tapada por el agua, sino hasta en en el mejor momento del año, nunca serán capaces de cruzar ni de entenderla.

– Son un mal necesario, como la inundación, como la correntada… -Se dijo y muchos siguieron repitiéndolo como una novedad, aunque fue el tema de las conversaciones de esa primera noche bajo techo, pero sin chala, con poquísimo vino y con todo ese sueño que se estuvo juntando abajo del agua.

De a uno iban cayendo dormidos, mientras los mas fogueados seguían hablando de esto y de los tiempos de privación que se veían venir, disponiendo los ánimos de la gente para que fuera haciéndose a la idea de que la guerra también tiene su parte mierda de dianas, escribientes y contabilidades y de que es menester que el hombre se tome el trabajo de aprender a aguantar si de verdad pretendía juntarse con los que quieren empezar, otra vez, todo de nuevo.