– Los voy a hacer cagar con una pedigonada de sal gruesa…Dejen de hablar güevada y dejen dormir a la gente… -Todos se callaron y escucharon que decía en voz baja: – ¡Payucas negros de mierda…!

Nadie se le retobó y nadie mas dijo ni una palabra. Se habrían creído que cargó el trabuco con perdigones de sal y se mandaron a dormir.

Eso es ser mierda: aguantarse cuando te dicen cosas así. Primero de todos se había dormido el marino: cosa muy rara. Es lo peor que hay, quedarse a pata. Mejor preso, que a pata. Mejor enfermo o apestado que a pata. Muerto podrá ser peor que a pata, pero es casi lo mismo. Aquí si vas de a pata, te comen los perros cimarrones en menos de dos días. Y si no hay perros, peor: quiere decir que va a haber zorros, jaguares y pajarracos de rapiña que te empiezan a cueriar antes de que termines de morirte.

El tuerto Airas es tuerto de eso: lo lancearon los Asesinos Monárquicos y lo dejaron por muerto, y por hacerse el muerto estirado en el charco de sangre que le salía de un tajito chiquito así, los zorros le comieron una pata y una mano a su pingo y de noche, sintió un chillido era un carancho que le vino encima y le quito el ojo completo.

Historias que se cuentan y pueden ser así o de otra manera.

Pero lo que seguro no fue de otra manera es la cara susto que le quedó al pobre Airas para siempre: un solo ojo. Habría que apurarlo cuando toma y conseguir que diga la verdad: no sería raro que al ojo se lo hayan arrancado los húsares Hispánicos, que eran muy de hacer esa clase de daños.

Lo bueno de la guerra
ya te lo explico
que siemopre los que mueren
son los los milicos…

Siempre que los yucas cantaban esas cosas, algún oficial se ofendía y les decía que desde ahora ellos también eran milicos y ordenaba que no canten mariconadas de negros y que se reacordaran que si no fuera por los milicos del Ejército Libertador, ellos andarían yerrados en los lomos con el sello del nombre del propietario.

Los que mejor peliaron
eran los negros
por que antes de la guerra
ya estaban muertos…

Sin darse cuenta, cada vez mas, esas coplas del barrio del Arrime, se cantaban con la tonada de la música rara del marino, como si por tanto y tanto oírla se hubieran olvidado de sus candombes.

Al silencio sin viento de la siguiente siesta no había que ser baquiano ni apretar demasiado la otra oreja contra el yuyo para saber que mucho caballo galopaba cerca de ahí.

Nadie temía al malón. Los que habían hecho campaña contra el indio sabían que un malón dura poco y que nunca termina de matar a todos. Sean pocos o bastantes, los que salen vivos de un malón salen mejor, no tienen miedo a nada y por mucho tiempo no sienten la desgracia.

Si te salvaste de un malón: ¿Qué te puede importar si vas en dirección a un lado o a otro o si estás tardando mas menos a una parte, o si no vas a llegar nunca…?

– Una guasca de burro. Una cagadita de indio. Algo menos que nada te importa cualquier cosa si te salvaste de un malón.

Cierto que el salvaje disfruta como un chico degollando, pero el instinto le manda escapar en cuanto puede alzarse con vituallas y chucherías de la tropa.

Eso lo entretiene mas que degollar.

Quien conoció lo peor de los cuarteles y de las poblaciones grandes, mucho no puede padecer si los pampas lo hacen cautivo. Sabiendo pelear y siendo macho, es mas fácil amistarse con una tribu que con los comisarios y los librepensadores de la capital.

Mal que bien de esa manera se pensaba, y hasta hubo capaces de decirlo frente a toda la tropa.

Mas dados a decir las cosas se pusieron en esos días últimos cuando aparecieron montones de ceniza, seguidillas de bosta casi fresca y telas grasientas de envolver que todavía soltaban olor a jamón con pimientos.

Por una cruz de madera, -no de palo: de madera de tablas pulidas pintadaa a con con barniz como de cajas de fusiles- marcando unos palmos de tierra removida, se notaba que habían pasado cristianos enterrando sus muertos como es debido, y de allí en mas, -pobre la caballada-, se apretó el paso y se acortaron los siesteos.

La desesperación es cosa tan complicada que no sería propio decir que alguien hubiera desesperado.

La pampa tiene algo que no permite desesperar.

Desesperanza si: lo mismo que lo pone cavilador y que no permite desesperar al hombre, causa desesperanza: la idea de volver a empezar y el plan de juntarse seguían ahí pero como algo mas certero que una ilusión: igual que el horizonte en círculo, el cielo plano, el sol que nunca se termina de ver y el subir y bajar del viento, era como si ya se hubieran juntado, o si ya hubieran empezado otra vez.

Una noche de frío, justo antes de que se iluminara el cielo, muchos se despertaron por unos alaridos o por la agitación que los alaridos produjeron en la caballada y en la hacienda.

Era una vaca que había parido: algo normal, pero resultó extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y entendido en animales nadie se hubiera dado cuenta de que venían arreando una preñada.

El ternero apenas se mantenía parado, y si alguien pensó carnearlo ahí mismo se lo guardó cuando una china dio la idea de que lo dejaran con la vaca y pasto para alimentarse no le iba a faltar.

Un oriental pidió que también dejaran a un novillo que ya habían visto tratando de montarse a otras bestias para que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la vuelta encuentren un manada de cimarrones y selo puede arrear de vuelta a las poblaciones.

Sin esperar que los principales cabildearan y diesen aprobación, el oriental espantó al novillo, y el animal, como si lo hubiera oído, se apartó del arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba mientras la cría le cabeceaba la tetas.

La pampa siempre paga, dicen.

Será un decir, pero esa misma tarde encontraron, una carreta abandonada con su carga completa de leña.

Pintura verde, y el eje partido, mostraban que alguna caravana de los nacionales la había dejado ahí por no darse tiempo o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas de tanto que se comió y chupó en las primeras semanas de marcha.

Y al rato nomás, cuando empezaba a oscurecer, un barullo que oarecia subir desde abajo del pasto, asustó mucho hasta que los que habían campañas a reconocieron el tembleteo de una estampida de jabalíes.

Lo estaban explicando cuando apareció una hilera de ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos. Apenas tiempo tuvieron para contener a los artilleros que querían disparar su culebrina al bulto, como si desviándolos con el ruido se pudiera evitar que la chanchería le pase por encima a todo lo que no sea pasto. Que cebaran el gollete de los cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y embebidos de parafina fue la orden los fogueados en casos casi iguales.

– Había que ser una manga de cagatintas para no haber traído perros dogos… -Se dijo mientras la mayoría seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante ni se apagaran las estopas que tanto demoró el yesquero en ponerlas a arder.

Contar dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o trescientos, sus montas, su caballada de reposta y otras tantas bestias de carga y de servicio quedaron envueltas en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y hollín.

Y el tironeo de estómago que produce el trueno del cañón cuando se ha perdido la costumbre.

Por la humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado de grasa ardiendo antes de perderse de vista se convertían en bolas de llamas aullantes que dejaban una estela de humo blanco con olor a pelo quemado.

La monta respondió con mas prudencia que la tropa y las chinas de atrás que lloraban a los gritos y pedían socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las iría a escuchar.

Algunos vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para hacerse de algún cancho paralizado que se atrasó en dar su media vuelta y emprender la disparada en sentido contrario.

– Así también nosotros… -Dijo alguien, el primero que habló desde el montón que había buscado reparo o detrás de las carretas.

Todos tosiendo o vomitando, nadie trató de averiguar a qué venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.

Pero la pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de repente para que cualquier cosa que después consigas sacarle te parezca un premio.

Con semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y comiendo carne de vaca las mas de las veces, y cuando no, charqui y carne de cordero o de vaca en conserva de grasa con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear una carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una fiesta como cuando al cabo de meses de comer nada mas que ázimo y pescado hervido, un tripulante de la flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado, cuadriles frescos y hojas verdes, manzanas y naranjas jugosas.

Horas costó cuerear y asar una docena de chanchos o jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter espiches en uno de los toneles de carlón que venían reservados para el encuentro que cada vez parecía mas lejano, menos posible.

Muchos cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a trozar costillares crudones para alcanzarle a la cola de los mas hambrientos.

Y cuando los que tuvieron paciencia de esperar que las carnes estuviesen a punto empezaban a disfrutarla en medio de esa oscuridad, ya el vino se había terminado y los apresurados medio borrachos, se habían dormido sin tiempo de cubrirse bajo sus ponchos.

Algunos quedaron tirados lejos de sus monturas y sus cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en sueños. Se quejaban. Uno soltaban un grito como de terror, de mucho miedo, otro una risa larga, y entre tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un fanal de parafina flotando en el aire, hamacándosé a un metro de altura, apareciendo y despareciendo por distintos lados del campamento.