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Tal vez estaban aprendiendo a ser Madre. Y él, entonces, ¿por qué no aprendía también? Cuando aprendiera, podría ser su propia madre, tener alguna vez la madre que nunca tuvo. ¿Y si al final de cuentas la felicidad fuera ser Madre, tarde o temprano? Era preciso espiarse por esa hendija.

Volvió al baño y se desvistió. Enjabonado de nuevo, se afeitó el vello de las piernas y del pecho. Dudó un momento ante el pubis: temía que lo atormentaran las picazones cuando las cerdas volvieran a crecer. Pero no las dejaría crecer. ¿De qué le servían?

Después de enjuagarse, se untó con los humectantes y los aceites de Madre para las arrugas, y estiró las pestañas con un toque de rímel. Luego se puso las medias de muselina con que ella disimulaba las várices, compuso con alfileres las costuras deshechas de la falda y cubrió con bandas de seda el armazón en ruinas del sombrero. Cuando se miró al espejo quedó azorado. No era la ropa de Madre lo que se había puesto, sino a ella misma. Ahora que soy vos podrías quererme, ¿eh Madre?

Caminó hacia el vestíbulo, temiendo a cada paso que se le desbarataran los hilvanes. Mientras avanzaba, encendía todas las luces y abría las puertas de todos los cuartos para que la presencia de Madre volviera a impregnar la casa. Cuando por fin se detuvo bajo la araña de caireles, donde la habían velado a Ella, se abrió la casaca e irguió el cuello, ansioso, remedándola, con la esperanza de atraer a los gatos.

«¿Sacramento?», llamó. «¿Hijitos míos? Ya no pasen más hambre. Vengan con Madre. ¿Por qué me han abandonado?»

Los oyó ronronear, lejos. En algún tejado sollozaban otros gatos. Rayaban el aire con gritos que parecían ser de amor. Sintió una llamarada de sed y bebió de la botella de ginebra que escondía en el aparador. No eran modales propios de Madre, pero los gatos se acostumbrarían.

El destello de una sombra cruzó el vestíbulo.

«¿Brepe? ¿Sos vos?»

«Apaga la luz, desvergonzada», oyó que respondían. Era el maullido de la Brepe y también era, no sabía por qué, la voz de Madre.

Obedeció. El vestíbulo quedó en penumbra. De los dormitorios brotaba un resplandor difuso, como el de bambalinas en el teatro.

«¿Vas a lamerte?», le preguntaron. Aunque no podía verlos, dos o tres gatos se deslizaban ya sobre los brazos de los sillones. ¡Si al menos supiera reconocerlos por el olor! Pero ahora también el olfato se le retiraba. Los ojillos rasgados temblaban en la oscuridad. Trató de lamerse las manos. De nada le servía: era como lamer el aire. Ellos se lamían, él se lavaba. En eso, Carmona no se parecía a Madre. A ella no le gustaba lavarse: sólo las partes púdicas; solía oírla batiendo el agua del bidé. Pero las astillas de la ducha le imponían terror. Más de una vez Madre había dicho: «Hay que tener cuidado con el agua. Cuando menos se piensa, le salen filos. Y si una se distrae, se llena de tajos».

«Yo no sé lamerme sola», dijo Carmona. «Preferiría bañarme con ustedes. Cuando estoy en el agua, los extraño.»

Llegó el resto de la tribu. Creyó ver a Sacramento en el zaguán: aún caminaba arrastrándose. Si te quedara olfato podrías saber cómo están cicatrizando esas heridas del lomo, Madre, podrías ponerle uno de tus bálsamos del otro mundo. ¿Si tuvieras olfato? A duras penas olías ya el relente de fango que flotaba en el aire: las ráfagas breves de raíces, de hierbas, de escarabajos ciegos.

«¿Por qué te has vestido así?», quiso saber la Brepe. «Das lástima.»

Ellos debían saber por qué.

«Para ser igual a Madre», respondió Carmona. «Una persona que no aprende a ser su propia madre nunca es feliz.»

«Lámete», le ordenaron. «Madre se lamía.»

Trató de rozar el pecho con la lengua. No podía, ni aun contorsionándose. Y si se movía demasiado, la tela de la falda se le desgarraría: era porosa, como si tuviera vergüenza.

«Preferiría bañarme», dijo Carmona. «Por favor, acompáñenme. Haré lo que me pidan. No tocaré el jabón. Romperé la esponja. También me lameré. Y si ustedes quieren lamerse, háganlo.»

«Lamo la mano del amo», dijo la Brepe. Su voz era la de Madre.

«Y no se escondan más. Vengan conmigo.»

«Nunca te hemos dejado solo», le dijeron. «Nunca nos fuimos.»

No esa noche sino la siguiente los gatos retozaron en el baño. Apenas Carmona se metió en el agua, la tribu avanzó desde el dormitorio y se quedó junto a la puerta, acechándolo. De pronto, la Brepe saltó a la bañadera, y sin hundir la cabeza nadó con soltura, levantando las ancas. Aunque no podía evitar que se le mojara el vientre, donde estaban sus olores más frágiles, cada tanto se sostenía sólo con las pezuñas: casi todo el cuerpo danzaba en lo aéreo, apoyado sobre la mera esponja de las patas y abriéndose paso con aletazos de la cola, casi como si volara, ingrávida. Era una gaviota.

Los otros estaban pendientes de cada movimiento y, a su manera, con ligeras vibraciones de los músculos, imitaban las brazadas en tierra. Cármenes y Ángeles lo hicieron la noche siguiente. Sin cruzar la puerta del baño, la Brepe las atisbaba, y al final también ella se les unió. Pronto, Carmona les dejó la bañadera para que se solazaran a su antojo. Aprendían a nadar con tal rapidez que ya el agua no les hacía falta: navegaban por los canales que iban abriendo con las uñas, enhiesto el cuerpo, mojándose cada vez menos.

En algún momento de la noche desaparecían. Sólo la Brepe no se movía de su lado. Danzaba alrededor de Carmona y le maullaba al oído hasta que él se levantaba y le servía la comida: yemas de huevo duro y cabezas de pájaros.

El hombre había tomado la costumbre de pasar todas las mañanas por la pollería, antes de ir al periódico, y comprar pescuezos de tórtolas y de perdices. Los domingos solía recoger los despojos de gorriones que flotaban en las alcantarillas. Temía que la gata se atragantara con los huesitos filosos e invisibles. Pero Carmona siempre temía de más. La Brepe era muy diestra desplumando pájaros.

Por las tardes, los dos solían pasear a la orilla del río. Detrás de las mansiones se abría una avenida tórrida, de palmeras, por la que nadie se aventuraba hasta que caía el sol. Al final, donde una roca desviaba la corriente, la avenida moría en un campo fangoso, cercado por vallas de madera que las damas de los ingenios pensaban convertir alguna vez en jardín botánico y que servía, mientras tanto, para las quermeses de beneficencia.

Cuando Carmona y la Brepe llegaban a ese punto, empezaba la noche. El repentino chillido de los insectos se incrustaba en el silencio como una quemadura. Permanecían un momento inmóviles, oyendo los devaneos de la corriente, y al ver la cresta del sol hundiéndose en los meridianos del oeste emprendían el regreso. Las damas salían a tomar el fresco a esa hora en sus automóviles sin capota, y se saludaban al cruzarse con una inclinación de cabeza, aunque se hubieran encontrado ya muchas veces durante el día. En el pasado, y sobre todo poco tiempo después de morir Madre, Carmona solía detenerse a conversar con ellas frente a los puestos de naranjada, pero ahora, para no dar explicaciones sobre la gata, las esquivaba.

Cada vez que subía por el barranco de su casa, los otros animales de la tribu estaban acechándolo. Belial, el pequeño, seguía mostrándose hostil. Tan muelle, tan ínfimo y sin embargo nada saciaba su odio. Carmona solía tomarlo en brazos y examinar su piel bajo la luz, por si algún otro gato lo había atormentado. Pero Belial exhalaba salud y no se dejaba herir: era pura pelambre, de telaraña, de bruma. Podías atravesarlo con los dedos.

Formando un corro en torno de Carmona, los gatos trepaban el barranco junto a él, azotándole las piernas con la cola y empujándolo hacia la casa. No le daban sosiego hasta que les preparaba el baño.

Se habían convertido, casi, en animales de agua. Carmona no imaginaba cómo eran las relaciones que ellos urdían con el agua cuando nadie estaba observándolos, pero se daba cuenta de los efectos. En el barranco, por las noches, los veía tensar las orejas ante un bloque de azufre que navegaba a la deriva o cuando caían los coágulos de hielo de las montañas amarillas. Por los temblores del lomo se podía adivinar todo lo que estaba pasando en el agua: la procesión de los camalotes, el cloqueo de los cardúmenes, la muerte lenta de las algas negras en las honduras.

Una tarde, mientras paseaba con la Brepe, los encontró reunidos en el campo de fango. Se decían secretos y lo miraban. De improviso, todos empujaron con las ancas el cerco de madera, instándolo a pasar. Intrigado, Carmona saltó. El fango estaba seco, y por dondequiera brotaban ramilletes de tártagos y ortigas.

Los gatos trataban de iniciarlo en una ceremonia nueva y para cada movimiento se tomaban su tiempo. Mientras la noche avanzaba, ellos retrocedían hacia el río. Eran tan lentos, tan cuidadosos, que cuando daban un paso ya la noche había dado tres. Cármenes y Ángeles, en la vanguardia, marcaban el ritmo: se desplazaban hacia el agua tanteando la blandura del terreno, y cada tanto se recostaban en la humedad, con los ojillos cerrados. Así, de a uno, los gatos se iban acercando al río. De vez en cuando, Carmona volvía la cabeza y distinguía el ir y venir de los automóviles descapotados por la avenida de palmeras, pero sentía que ya nada de eso era parte de él. Todo lo que él era había quedado atrás y hasta la felicidad que deseaba no era la misma de antes. No era la clase de felicidad que está al alcance de los hombres.

Por fin, la humedad del río llegó a sus zapatos. Delante, se abría la inmensidad de la corriente.

El río, como he dicho, era redondo. Donde estaba su fuente debía estar su desembocadura. Madre solía enseñar en las escuelas que el lugar de encuentro entre las aguas de ida y las de venida eran las cuevas de las montañas amarillas. Pero un punto u otro daba lo mismo. Tal vez el lugar estuviera en el campo de fango, más allá de la avenida de las palmeras. Los gatos se movían por allí como en un templo.

Cuando la corriente llegó hasta ellos, la Brepe desapareció en el agua y al cabo de un momento asomó la cabeza a la luz de la luna. Carmona se quitó la ropa y la siguió. El aire estaba tibio. De las mansiones iluminadas llegaba música de boleros.

Habría poco menos de cien metros entre una ribera y la otra, pero de tanto en tanto se formaban súbitos remolinos que habían devorado a más de un nadador, y por la superficie desfilaban continuamente enredaderas espinosas, algas muertas, islas de camalotes. Era preciso nadar con sumo cuidado y Carmona se lo advirtió a la Brepe, que braceaba junto a él.