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Carmona lo descubrió al salir del vagón. Las estrellas saturaban la intemperie. A lo lejos fosforecían las osamentas. Avanzaron sobre una tierra que parecía impenetrable: hebras de roca, de salitre, filos de sílice. Casi en seguida debieron remontar la cuesta erosionada del antiguo terraplén. Aluviones de greda y rollos de espino habían cubierto el fondo de la zanja, pero aún quedaban restos de las paredes de adobe y señales de una vida remota: un cedazo, un punzón roído por la herrumbre, el tablón de una mesa.

Se detuvieron en uno de los labios de la zanja. Ascendía tanta luz desde las ruinas que Carmona sintió vértigo. Y a la vez una paz intensa, deseos de quedarse allí para siempre. Para no perder el equilibrio debió aferrarse a la cintura de Estrella. La sangre pasaba por allí como una rápida fogata y, cuando se apagaba, Carmona sentía un profundo desamparo y el presentimiento de que todas las felicidades que alguna vez había imaginado estaban por acabar: las felicidades que nunca viviría también estaban por acabar. Le vino a la memoria una imagen que había leído en el infierno del Dante: «Estábamos solos, sin ninguna sospecha». Y trató de recordarla en italiano, para no desfigurar su belleza: «Soli eravamo e sanza alcun sospetto». Ahora reinaba la misma emoción: el tiempo aleteaba, solitario, y en ellos no había sospecha porque el pasado no existía. Ninguno de los dos sabía quién era el otro; quién, por fin, era quién.

Aunque las palabras estaban de más, ella habló:

– No van a dejar que seas feliz. A la gente como nosotros no le permiten ser feliz. Yo nunca lo he sido, ¿sabes?

Carmona sintió el tuteo como una caricia.

– ¿Nunca? Si alguien me hubiera preguntado cómo es la felicidad, yo habría dicho: Es una mujer que conocí en el tren.

Ella se llevó las manos a la boca y, como sus dedos eran traslúcidos, él la vio sonreír. Reconoció la sonrisa de soslayo que se parecía tanto a la de Madre. Como si le adivinara el pensamiento, la mujer murmuró, mirándolo a los ojos:

– Ojalá hubieras sido mi hijo.

En eso, el tren silbó: primero sin convicción, como un convaleciente; luego dos veces más, largas y firmes.

– Ya todo ha pasado -dijo Estrella-. Tenemos que irnos.

– No -se resistió Carmona-. No vayamos.

Trataba de aferrar el instante pero no sabía cómo hacerlo. Ningún instante, nunca, había querido quedarse con él.

– No has visto este lugar de día, Carmona. No lo has visto. Estamos en el medio de la nada. Si nos quedáramos sería para morir.

– No importa.

Ella escondió su impaciencia y le habló como si fuera de verdad su hijo:

– Éste es un no lugar, hecho para ninguna cosa. Miles de personas lo cavaron para nada. Aquí perderíamos todo, hasta la sensación de que estamos muriendo. ¿Cuánto tiempo más crees que seguiríamos vivos?

Él respondió en voz baja:

– La eternidad.

Corrieron hacia las vías sin mirarse. Al pie de los vagones el viento amontonaba cardos rojos y secos. Carmona la ayudó a subir y, cuando estaban por alcanzar los pasillos, le dijo:

– Gracias a Dios, usted no es Madre.

La mujer le rozó la frente con la punta de los dedos y después le volvió la espalda, como si nunca lo hubiera visto. Carmona habría querido corresponderle con algún gesto, pero por más que buscó no pudo encontrar ninguno. Ya no podía devolver nada, ni tan siquiera recibir. Estaba lleno de vacío.

Antes de que se dieran cuenta salió el sol. El tren atravesó un túnel y luego los degolló la luz. Los edificios de la capital se les vinieron encima. Vieron ríos, puentes hilvanados por el trasiego de los camiones, iglesias erizadas de arbotantes y, al pie, los caseríos grises con techos de hojalata y los muros donde la gente inscribía insultos clandestinos para desahogarse.

Cuando avistaron la estación, Estrella reunió sus enseres, se los echó al hombro y se adelantó en el pasillo, sin permitir que Carmona la siguiera. De pronto parecía ansiosa, desconocida.

– Tengo que salir cuanto antes -explicó-. No puedo hacer perder tiempo a los que me esperan.

Él se esforzó por volver en sí, a lo que había sido antes de subir al tren, pero una parte de su cuerpo seguía enredada en el paisaje de la zanja, y en las infinitas cosas que le habían sucedido allí sin sucederle. Alcanzó a gritar:

– ¡Vaya al recital, Estrella! Dejaré una entrada para usted en la boletería -y en voz más baja dijo-: Por piedad.

Oteó el andén repleto: las personas se trenzaban unas con otras, y parecía que nunca fueran a desenmarañarse. Distinguió a la matrona del páncreas trotando hacia la salida, del brazo de su compañera. Vio desembarcar una carreta de cardos rojos, iguales a los que crujían en los estribos del tren. Perdió a Estrella en la multitud, pero se consoló pensando que los hombres pierden sólo lo que nunca han tenido.

Esperó junto al vagón que vinieran a buscarlo. El empresario que organizaba su recital le había advertido que alguien se presentaría en la plataforma llevando un cartelito con su nombre. Sintió la opresión de las cúpulas de vidrio y de las vigas arqueadas que colgaban del techo de la estación como bóvedas de convento. La inmensidad lo marcaba. Avanzó unos pasos y trastabilló. El hombre que lo ayudó a levantarse le dio un abrazo. Por un momento, Carmona creyó que estaba imaginando la escena. Pero en el andén ya no quedaba nadie más que ese hombre, y el tren vacío retrocedía hacia otra parte.

Se llamaba Romano y era un primo de Padre que vivía en la capital desde hacía mucho. Un invierno, cuando la voz aún estaba en su época de muda, el primo llamó a Carmona delante de las visitas y, tomándolo de las muñecas, lo obligó a mostrar las palmas de las manos. «Vean esto», dijo. «Las palmas se le van a llenar de pelos, por el abuso de ejercicio.» Las visitas rieron a carcajadas y Carmona, sin saber por qué, se avergonzó. Tiempo después supo que en el lenguaje popular los pelos en las manos eran signo de masturbaciones desenfrenadas: él no se masturbaba todavía, pero cuando le dio por hacerlo, y tantas veces que sólo poniéndose bolsas de hielo se le apagaban las ganas, se escrutaba las palmas con una lupa temiendo que le creciese de veras algún vello delator. Entonces, la imagen burlona del primo le revolvía la memoria, dejándole una resaca de indignación. A pocas personas había llegado a odiar tanto como a Romano. Tal vez a nadie, fuera de Madre y Padre.

Avanzaban por el andén. El primo lo guiaba del brazo hacia el café de la entrada mientras repetía: «Tenemos que hablar».

Carmona no entendía para qué: no conseguía saber en qué tiempo estaba ni en cuál lugar equivocado había caído. Simplemente se dejaba llevar por la corriente de las cosas. Pero también quería alejarse de Romano.

– Si estás acá, sabrás que doy un recital mañana -dijo-. Necesito ensayar y es poco el tiempo. Tengo que encontrarme con los músicos. No sé ni quiénes van a acompañarme -hablaba a borbotones, con la esperanza de que el primo olvidara lo que había venido a decirle y se marchara de una vez-. Debería ensayar con una viola da gamba, un cello, y no sé si podrán conseguirme un clavecín…

El primo asentía. Carmona creyó vislumbrar en él una expresión de superioridad. Atravesaron vallas de baúles y cajas de cartón antes de alcanzar, por fin, una mesa vacía en el salón inmenso. A espaldas del mostrador, una radio a todo volumen difundía las emociones de un partido de fútbol. Los pasajeros tenían los sentidos aferrados a la voz del locutor y la comida se helaba en los platos.

– He pedido que suspendan el recital -dijo el primo.

La noticia tardó en llegar a la conciencia de Carmona. Cuando por fin llegó, ya se le había instalado una sonrisa en la cara. ¿Por qué sonreía? Era un misterio: la sonrisa iba y venía sin tomar en cuenta sus sentimientos.

– Madre tuvo un ataque al corazón. La internaron en una clínica y no saben si resistirá. Vas a tener que volver.

– ¿Ahora?

– En el mismo tren en que viniste. Sale a las once de la noche.

Imaginó a Madre agonizando mientras él la traicionaba a orillas de la zanja. Qué vergüenza era haber sido tan feliz, Dios mío. Sintió, de pronto, que el amor por Madre lo embargaba, tan intensamente como antes la había odiado. Madre era la única persona que podía llamar suya, y si la perdía se perdería a sí mismo. Tal vez lo más correcto fuera ponerse a llorar. Lo que sintió, en cambio, fue ansiedad por saber qué había pasado.

– ¿A qué hora fue el ataque? -preguntó.

– Como a las tres de la mañana -dijo el primo-. Me levanté y llamé por teléfono a la estación, para saber cuándo llegarías. Me informaron que la locomotora se había roto y que estaban detenidos en el desierto.

– ¿Madre está lúcida?

– Preguntó por vos toda la noche. No podía casi respirar, y sin embargo te llamaba.

– La mano del amo -murmuró Carmona.

– ¿Qué es eso? -se intrigó el primo.

– Nada, nada. Son palabras con las que Madre me enseñó a leer.

El primo no quería engañarlo y le advirtió que, si se marchaba, como era su deber, no podría volver a la capital por un tiempo. Se avecinaba la temporada de las orquestas, y los cantantes debían esperar hasta el año siguiente. Ni siquiera le quedaban suficientes horas para conocer la ciudad: apenas para un paseo fugaz.

Carmona prefería no abandonar la estación. Tenía la esperanza de que Estrella hubiera olvidado algo y reapareciera. Luego se dio cuenta de que sería más fácil encontrarla en la calle, por casualidad.

Dieron algunas vueltas por un laberinto de avenidas densas de ventanas. Todas estaban cerradas y no se veía un alma. En cualquier dirección que se movieran, las torres de la estación seguían a la vista, con sus grandes cúpulas como lomos de camello. Llovía a cántaros. Por los tejados se paseaban los gatos. Caminaron por una plaza donde la gente practicaba en silencio sus oficios: talabarteros, ebanistas, encuadernadores. Nada tenía ya el mismo significado para Carmona. Nada era como había sido en su imaginación. En algún momento, cuando volvían, pasaron frente al teatro donde iba a darse el recital. Uno de los afiches anunciaba, en pequeñas letras rojas, el título de los madrigales. Algunos hicieron sonreír al primo: «¡Despierta, Quimera!», de la ópera Diocleciano; «Madre, ya no me esperes más», «Oh, cuan feliz es él» y «El amor tomó mi mano»: todos de Henry Purcell, compuestos para contratenores o castrados. Carmona sintió que la desdicha estaba dondequiera. Lo que llovía era también desdicha y las personas que pasaban tenían mojada la cara por una lluvia que debía ser llanto.