– ¿A mi hijo?

– A vuestro hijo.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, al menos eso parece. Llegó hoy al campamento. El obispo de Albi ha pedido a los templarios que le ayuden con alguno de sus artilugios, y uno de los freires, de una de las encomiendas cercanas, es un experto ingeniero. Vuestro hijo viene en la comitiva.

– Me alegro de que esté aquí en vez de en Oriente, eso me permitirá despedirme de él.

– Quiere veros.

– Y yo también. Te encargarás de traerle aquí.

– ¿Yo? Mandad a uno de vuestros hombres…

– ¡Por Dios, Julián, yo no mando hombres!

– Pero, señora…

– Debes obedecerme.

– Nunca he dejado de hacerlo -asintió Julián, apesadumbrado.

– ¿Estás escribiendo la historia que te pedí?

– Lo estoy haciendo con gran riesgo de mi vida.

– No tengas tanto apego a esa carne hecha por el demonio. Escribe, Julián, escribe, los hombres deben saber lo que está pasando aquí. Si tu Iglesia, la Gran Ramera, pudiera, borraría para siempre nuestra existencia. Sólo si queda escrito que existimos, lo que hicimos y en qué creíamos, nuestra historia no será olvidada. La verdad debe salvarse a través de los escritos. No podemos permitir que ellos borren nuestra memoria.

– Escribo cuanto me habéis dicho y cuanto sucede aquí. Pero he de advertiros, señora, que Montségur caerá. Hasta vuestro hijo está seguro de que así va a suceder.

– ¿Y crees que yo no? No confío en que el conde de Tolosa sea capaz de vencer el cerco al que le han sometido. Raimundo quiere que resistamos pero nos ha dejado librados a nuestras propias fuerzas e ingenio.

– El conde ha jurado perseguir a los herejes…

– El conde intenta salvarse y salvar sus tierras. Los herejes, como nos llamas, sólo somos piezas en el tablero, sus propias piezas. No olvides que nacimos en esta tierra.

– Vos sois aragonesa.

– En realidad, sólo mi madre era aragonesa. Mi padre era de Carcasona y siempre me sentí de este país. En esta tierra nací y viví los primeros años de mi vida y de aquí salí para desposarme con el bueno de don Juan, mi esposo, que espero se encuentre bien.

– ¡Oh, sí! Vuestro hijo lo ha visto, y aunque refiere achaques sobre su salud, al parecer está bien cuidado por vuestra hija mayor, doña Marta.

– La vida ha sido generosa con ambos. Él tiene a Marta, y yo tengo a Teresa. Y de mis dos varones, todavía vive Fernando.

Doña María se quedó en silencio y por un instante evocó a su hijo muerto años atrás, en un lance contra otro caballero. Le quedaba Fernando, sí, pero éste nunca había sido del todo suyo. Acaso la culpa fuera de ella, puesto que durante muchos años lloró al hijo mayor despreocupándose del pequeño. Fernando había dejado el hogar familiar para ingresar en el Temple y combatir a los infieles. Dudaba de la fe de su hijo y creía saber que su ingreso en el Temple fue un signo más de rebeldía que de devoción. Pero ya era demasiado tarde para volver atrás y más ahora, que tenía tan cercana la muerte.

– Dentro de tres días quiero que regreses. Te daré una carta para mi esposo.

– ¡Pero no podré hacérsela llegar! Fray Ferrer tiene ojos en todas partes.

– ¡Eres notario de la Inquisición! ¡Claro que puedes! No debes dejarte amedrentar por ese fraile maligno.

– Es él quien ha excomulgado a gran parte de los caballeros del país. No dudará en hacerlo conmigo.

– ¡Haz lo que te pido, Julián!

– Señora, he de permanecer a los pies de Montségur hasta…

– Hasta que logréis haceros con el castillo y matarnos a todos.

– ¿Por qué no huís? Vuestra hija Marian goza de buena posición en la corte de don Raimundo. Su esposo…

– Su esposo es tan pusilánime como el propio Raimundo, más preocupado por mantener la cabeza sobre el cuello que por ningún otro asunto.

– Pero doña Marian es credente

– Sí, eso sí, al menos mi hija no me ha traicionado. Y ahora escúchame y obedece. Te daré una carta para mi esposo, no me importa cuándo se la puedas entregar, pero asegúrate de que la lea. También me traerás a Fernando. En cuanto a tus escritos, cuando estén terminados se los entregarás a Marian. Ella sobrevivirá y sabrá guardar nuestra historia hasta que llegue el momento en que pueda sacarla a la luz.

– Eso puede ser nunca -se atrevió a decir Julián.

– ¡No digas sandeces! Ni siquiera el rey de Francia será eterno. Y Marian tiene hijos, y éstos tendrán hijos a su vez. Lo importante es que nuestra historia quede escrita. Todo lo que no está escrito no existe. No podemos dejar nuestro sufrimiento al albur del recuerdo de los hombres. Dios me iluminó cuando te traje a nuestra casa y me empeñé en que aprendieras a leer y a escribir.

– Doña María, no puedo traer a vuestro hijo.

– ¿A Fernando? ¿Y por qué no?

– Sabrá que soy un traidor y con una sola palabra puede enviarme a la hoguera.

– Fernando no hará eso. Te quiere, Julián, te considera su hermano, y además es incapaz de traicionarnos. Le devorarán los remordimientos por no poder confesar lo que sabe, pero guardará silencio. No, no te delatará, ni a mí tampoco. Soy su madre.

– Pero ¿qué he de decirle?

– Dile parte de la verdad: que recibiste un recado mío, que nos vimos y me anunciaste su llegada y que te he implorado por verle. No, no le digas que he implorado, no se lo creerá. Dile sólo que quiero reunirme con él. Os veré aquí a los dos, dentro de tres noches.

– ¿Enviaréis a por nosotros?

– ¿De qué otro modo podríais llegar hasta aquí? Si no lo hiciera, acabaríais en el fondo de un barranco. Y ahora, vete y piensa en el verdadero Dios y en el momento de dejar la cáscara que te envuelve.

Julián iba a protestar pero su señora había desaparecido sin que él acertara a ver por dónde. Por un momento se sintió perdido, dispuesto a creer que todo había sido un sueño y doña María una aparición, pero el carraspeo del campesino lo devolvió a la realidad.

– Daos prisa. Hoy la señora se ha entretenido más de lo esperado, y tenemos un buen trecho antes de que os pueda dejar en el campamento.

3

Se podía intuir el alba a través de las nubes cargadas de lluvia cuando llegaron al campamento. En la oscuridad de su tienda aún rezumaban los rescoldos del brasero. Cansado, se dispuso a dormir antes de que le sorprendiera el amanecer.

– ¿De dónde venís?

La voz rotunda de Fernando le sobresaltó.

– ¡Por Dios, me habéis asustado!

– No tanto como me he asustado yo al venir aquí y no encontraros. Os he buscado por todo el campamento sin que nadie me haya sabido dar razón sobre vos.

– ¡Estáis loco! ¿Qué habéis hecho? -se lamentó Julián.

– Vamos, no os asustéis y decidme de dónde venís.

– No os lo creeríais.

– Mi querido hermano, la vida me ha enseñado que lo increíble forma parte de la realidad.

– Nada más iros recibí un mensaje.

Fernando miraba a Julián con curiosidad y pena viendo el sufrimiento que se reflejaba en su rostro sudoroso y cansado.

– ¿Y ese mensaje os ha hecho abandonar vuestra tienda en mitad de la noche aún estando enfermo como estáis?

– Era de doña María -admitió Julián bajando la voz.

– Mi madre… bueno, era de esperar que tarde o temprano se pusiera en contacto con vos. ¿Es el primer mensaje que recibís de ella?

– ¡Por Dios, Fernando, parecéis no darle importancia a lo que os digo! Vuestra madre es una perfecta , una iniciada consagrada a la virtud, quizá la mujer más influyente de Montségur.

– No exageréis, aunque, conociéndola, seguro que pocos se atreven a desobedecerla. Bien, decidme qué os decía en el mensaje.

– Me pedía que abandonara el campamento y me reuniera con ella.

Fernando rió con ganas asombrado por la osadía de su madre. Poco después, dando un golpe cariñoso en la espalda de Julián, se sentó a su lado dispuesto a escucharle.

– Contadme toda la verdad.

– ¿La verdad…?Ya no sé cuál es la verdad. La señora ha sabido de vuestra presencia aquí y me ha invitado a llevaros ante ella.

– Poco a poco, Julián. ¿Era la primera vez que la veíais? ¿Y cómo ha sabido de mi presencia en el campamento si apenas hace unas horas que he llegado?

– Debéis saber que Pèire Rotger de Mirapoix es uno de los jefes militares de la plaza, además de encargarse de que en Montségur no falten alimentos. El señor De Mirapoix es pariente de Raimon de Perelha.

– Ya lo sé, ya lo sé, no hace falta que me expliquéis a quiénes nos enfrentamos. Son hombres valientes y decididos.

– ¿Cómo os atrevéis a hablar así de vuestros enemigos?

– Pero, Julián, os sobresaltáis por todo. ¿Por qué no hemos de reconocer virtudes en los hombres contra los que luchamos? Ellos tienen su causa, nosotros la nuestra.

– Y Dios ¿con quién está?

Fernando se quedó pensando en silencio. Luego clavó su mirada en la de Julián y se levantó incómodo, caminando a zancadas por la tienda.

– ¡Basta de charla! Sois vos quien tenéis que responder a mis preguntas.

El fraile bajó la cabeza resignado. Fernando le conocía bien. Le resultaría difícil engañarle, por más que doña María le había pedido que no le dijera toda la verdad; aun así, decidió seguir las instrucciones de su señora.

– Vuestra madre envió a un hombre que me guió a través de las sombras. Anduvimos durante mucho tiempo, no sé si dos o tres horas, estoy agotado. Luego doña María apareció de entre las rocas encargándome que os llevara ante ella al cabo de tres días. Eso es todo.

– ¿Eso es todo? Poco me parece tratándose de mi madre -respondió con desconfianza Fernando.

– Bueno, también me dijo que quiere enviar una carta a vuestro padre para que se la hagáis llegar.

Fernando observó pensativo a Julián preguntándose si su hermano conservaría algo de salud para el día de la cita con su madre. El rostro del fraile parecía la máscara de un muerto. O Armand, su compañero templario, encontraba el mal que aquejaba a Julián o éste, pensó Fernando, no seguiría con vida por mucho tiempo.

– Ahora quiero que me obedezcáis -le dijo a Julián-. Os acostaréis, y no os moveréis del lecho hasta que yo no regrese entrada la mañana. Vendré con mi compañero Armand; ya os he dicho que es un físico excelente, él os aliviará vuestro mal. ¡Ah!, y no se os ocurra decir a nadie lo que ha pasado. Os mandarían ahorcar.

Julián sufrió un espasmo ante la advertencia de Fernando, quien salió de la tienda con aire preocupado.