– Hablaré y que decidan ellos. No puedo correr el riesgo de mandar espiar a un reputado profesor que asesora al Gobierno británico. Lo siento, pero no podemos hacerlo sin permiso de los británicos.

– ¡Pues no pierdas más tiempo! ¡Estoy seguro que ese Bashir no es lo que parece!

– Sí, ésa es la teoría del padre Aguirre, pero no te dejes influir por él, mantén la cabeza fría, aunque supongo que estará ahí contigo. El Vaticano no deja de presionarme para que les informe cada hora. Ese jesuita les ha convencido de que va a haber un gran atentado contra la Iglesia, y mira por dónde lo que único que tenemos es un atentado contra el islam.

– ¿Sabes, Hans? El padre Aguirre tiene razón. Él nos dijo que Ylena iba a Estambul a cometer un atentado y así es. Creo que no puedes asumir la responsabilidad de quedarte cruzado de brazos, porque si Salim al-Bashir hace algo en Roma… en fin, tuya será la responsabilidad.

– ¿Me estás diciendo que no compartes cómo estoy dirigiendo la operación?

– Te estoy diciendo que por una vez dejes de actuar como un político que teme cometer un error y dar al traste con su carrera.

– Hablaré con los británicos y tú ponte en contacto con el responsable turco de esta operación, un tal coronel Halman -respondió Hans Wein con evidente mal humor.

Lorenzo Panetta colgó el teléfono y encendió un cigarrillo antes de explicar a Matthew Lucas y al padre Aguirre lo que le había contado Hans Wein.

– Tenía usted razón, padre: la chica está en Estambul para cometer un atentado; al parecer quiere destruir las reliquias de Mahoma que se guardan en un palacio.

– En Topkapi -aseguró con el gesto preocupado el jesuita-, y si lo logra… el mundo estallará por los aires. Los islamistas radicales responderán atacando iglesias, harán correr sangre inocente. ¡Dios mío, quien lo haya planeado lo que pretende es un enfrentamiento entre cristianos y musulmanes!

– Podría estallar una guerra -afirmó Matthew Lucas-; si se enciende esa cerilla será imposible apagar la hoguera.

– ¡Vaya con el conde! -La expresión de Panetta estaba cargada de ira.

– Es su venganza contra la Iglesia: provocar una guerra -musitó el padre Aguirre.

– Hans quiere que vaya a Estambul, pero creo que es mejor que me quede aquí…

– Y yo creo que mi agencia no tiene por qué seguir los dictados de Hans Wein, y por tanto voy a llamar a mi superior para recomendarle que nuestra gente de Roma no pierda de vista a Salim al-Bashir.

– Matthew, esto no lo pueden hacer sin nosotros; no me parece el momento para provocar una guerra entre servicios de inteligencia. Le recuerdo que ésta es una investigación del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea y que estamos comportándonos lealmente con su agencia dándoles toda la información; además, yo le agradezco la ayuda suplementaria que me está dando, pero le pido encarecidamente que no dé un paso sin Hans Wein.

– Usted los está dando -respondió Matthew Lucas, desafiante.

– Sí, es cierto, y me estoy jugando mi carrera, sólo eso. Pero si su gente se cruza por su cuenta en la operación, provocará una crisis de confianza entre la inteligencia europea y la norteamericana, y estas cosas son difíciles de superar.

– Sin embargo, el joven Matthew tiene razón -intervino el padre Aguirre-; su jefe, el señor Wein, está manteniendo una actitud muy obstinada.

– Hans Wein es un excelente profesional que no quiere cometer errores ni saltarse ninguna regla, y es así como se debe de actuar -le defendió Lorenzo Panetta.

Un minuto después estaba llamando al coronel Halman del contraespionaje turco.

Halman le aseguró que tenía controlado al comando y que podía detenerles en cualquier momento. Panetta le pidió que no lo hiciera, que esperara hasta el último día, hasta el último minuto.

– Si les detiene ahora alertará a quienes les manejan y mucho nos tememos que hay otros atentados en marcha. Así que no les detenga, es necesario que se sientan seguros. ¿Qué hay de los hombres de Karakoz?

El turco le contó que se habían instalado en el hotel y parecían ángeles guardianes de los cuatro jóvenes; hasta el momento no parecían haberse dado cuenta de que estaban vigilados a su vez.

– Tenga cuidado, son profesionales, no se confíe; pueden darse cuenta de que les vigilan.

Pero el coronel Halman le aseguró que los agentes que estaban a sus órdenes sabían muy bien lo que se traían entre manos, y quiso saber si también debían detener a los hombres de Karakoz.

– Sí, deténgales, pero no antes de que yo se lo diga.

38

Raymond de la Pallisière observó satisfecho a aquel grupo de turistas más numeroso que en otras ocasiones, debido a la proximidad de la festividad de la Semana Santa.

Desde hacía años abría las puertas del castillo un día a la semana. Colegios, asociaciones de la tercera edad, turistas de paso por la región, solían acudir a aquellas visitas guiadas por uno de los castillos más antiguos y mejor conservados de Occitania. Aquella práctica, además, le permitía ahorrar impuestos, ya que el castillo estaba considerado monumento nacional.

Catherine, a su lado, observaba la mirada de satisfacción de su padre ante las expresiones de asombro de los visitantes.

– Te sientes muy orgulloso del castillo, ¿verdad?

– Me siento orgulloso de ser quien soy, de representar a una de las más ilustres familias de Francia. Sí, me siento orgulloso de lo que fuimos y espero sentirme orgulloso de lo que hagamos. Tú, Catherine, eres la heredera de todo esto y espero que algún día llegues a amar este castillo y esta tierra tanto como yo.

Ella le apretó el brazo en un gesto de afecto; parecía conmovida por la pasión con la que el conde había pronunciado aquellas palabras, pero él no pareció darse cuenta del gesto porque de repente le notó tenso. Catherine dirigió la mirada hacia donde vio que miraba su padre y no vio nada especial entre aquel grupo de turistas, pero él parecía haber visto un fantasma.

– ¿Qué sucede? -le preguntó intrigada.

Antes de que él pudiera responder vio que se dirigía hacia ellos un hombre de mediana edad, con una irónica sonrisa dibujada en los labios.

– ¿El conde d'Amis? -preguntó el hombre.

– Sí… -fue la respuesta titubeante de Raymond de la Pallisière.

– Encantado de conocerle, aunque en realidad nos conocemos: nos presentaron hace unos meses en una conferencia sobre las Cruzadas, ¿recuerda? Soy amigo del profesor Beauvoir…

Por la expresión del rostro de su padre Catherine pensó que éste no sabía quién era ese tal profesor Beauvoir.

– ¡Ah, sí! Encantado, cuando le he visto… en fin… he pensado que le conocía… ¿Le gusta el castillo?

– Es fastuoso.

– Siendo amigo del profesor Beauvoir, ¿aceptará tomar un té conmigo? Me gustaría que me dijera cómo está el profesor.

– Muchas gracias, acepto encantado.

– Acompáñeme, por favor -dijo el conde encaminándose hacia la biblioteca.

Catherine se sintió excluida. Su padre hacía caso omiso de su presencia, y aquel hombre parecía haberle puesto nervioso aunque no diera muestras de ello.

– Llamaré a Edward para que nos traiga el té -dijo ella. Su padre se paró en seco mientras que el hombre la miraba con curiosidad.

– No hace falta, lo haré yo… le presento a mi hija Catherine. Está pasando una temporada conmigo en el castillo.

A ella le sorprendió que diera aquella explicación a aquel aparente desconocido que la miraba de arriba abajo escrutándola.

– ¿Su hija? Encantado, señorita…

– Es un placer, señor…

– Brown.

– Me alegro de que le guste el castillo, señor Brown.

– Catherine… si no te importa me gustaría charlar un rato con el señor Brown de… de nuestro amigo el profesor Beauvoir. ¿No te importa, verdad? Nos veremos a la hora del almuerzo.

Catherine asintió y desapareció entre el grupo de turistas que escuchaba las explicaciones del guía sobre un tapiz del siglo xvil que mostraba una escena de caza.

Raymond y el señor Brown continuaron andando hacia la biblioteca, aunque el leal Edward, que parecía tener un instinto especial para saber cuándo el conde le necesitaba, apareció de repente.

– ¡Ah, Edward, qué oportuno! ¿Podría servirnos un poco de té en la biblioteca? ¿O prefiere café, señor Brown?

– Café, por favor, café americano; ustedes toman el café muy fuerte.

– Desde luego -respondió Edward, desapareciendo con la misma rapidez con que había llegado.

Ya en la biblioteca y una vez cerrada la puerta los dos hombres se miraron. En los ojos de Raymond se reflejaba preocupación, en los del señor Brown ironía.

– Veo que le he dado un buen susto, lo siento, pero quería hablar con usted y estos últimos días presiento que los teléfonos no son seguros.

– Le he estado llamando, Facilitador.

– Lo sé, lo sé, pero ¿sabe?, los hombres a los que represento tienen intereses muy diversos y eso me obliga a ir de un lugar a otro. Por cierto, tiene usted una hija muy guapa; no sabía que se encontraba aquí, creí que vivía en Estados Unidos.

– Su madre ha muerto y ella ha venido a visitar Francia.

– Los informes que tengo sobre usted decían que su esposa y su hija no le trataban…

– Así era, pero ya le digo que mi esposa ha muerto y Catherine ha viajado a Francia para conocer los lugares donde su madre vivió su juventud; no es que se hayan arreglado las cosas entre nosotros, pero al menos nos hablamos.

– Conmovedor.

– ¿Qué sucede, Facilitador?

– Deje de llamarme Facilitador, aquí puede llamarme señor Brown.

– Que tampoco es su nombre.

– ¿Ah, no? A mí me gusta. Bien, vayamos a nuestros asuntos. Faltan dos días para el Viernes Santo, ¿está todo a punto?

– Lo está. Los comandos harán lo previsto. En cuanto a Estambul, la chica ya ha llegado. Los hombres del Yugoslavo la vigilan noche y día. No me cabe la menor duda de que volará junto a esas reliquias.

Unos ligeros golpes en la puerta fueron suficientes para que los dos hombres quedaran en silencio. Una criada llevaba una bandeja que colocó sobre una mesita baja y salió después de asegurarse de que el conde no la necesitaba.

Raymond no dijo nada, pero le extrañó que no les hubiera servido Edward, ¿dónde se habría metido el mayordomo?

– En el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea hay mucha actividad -aseguró el hombre que se hacía llamar Brown-, pero por lo que sé, Hans Wein, su director, ha declarado secreto absoluto el caso Frankfurt, y ní siquiera sus colaboradores más allegados conocen los últimos detalles de la investigación. Eso me inquieta.