Otras veces, este cuarto estrecho es apenas una ceniza de bruma en el horizonte de esta tierra diferente… Y hay momentos en que el suelo que allí pisamos es esta alcoba visible…
Sueño y me pierdo, doble de ser yo y esa mujer… Un gran cansancio y un fuego negro que me consume… Una gran ansia pasiva es la vida falsa que me oprime…
¡Oh felicidad empañada!… ¡Oh eterno estar en la bifurcación de dos caminos!… Sueño, y por detrás de mi atención sueña alguien conmigo… Y tal vez yo no sea sino un sueño de ese Alguien que no existe…
¡Allá fuera, la alborada tan lejana! ¡La floresta tan aquí ante otros ojos míos!
Y yo, que lejos de ese paisaje casi lo olvido, es al tenerlo cuando siento añoranzas de él, es al recorrerlo cuando lloro y a él aspiro…
¡Los árboles! ¡Las flores! ¡El esconderse frondoso de los caminos!…
Paseábamos a veces, del brazo, bajo los cedros y los algarrobos [409] y ninguno de nosotros pensaba en vivir. Nuestra carne era para nosotros un perfume vago y nuestra vida un eco de rumor de fuente. Nos dábamos la mano y nuestras miradas se preguntaban lo que sería ser sensual y querer realizar en la carne la ilusión del amor…
En nuestro jardín había flores de todas las bellezas… -rosas de contornos enrollados, lirios de un blanco amarilleciéndose, amapolas que estarían ocultas sí su rojo no les atisbase presencia, violetas poco en la margen tizada de los bancales, miosotis mínimos, camelias estériles de perfume… Y, pasmados por cima de las hierbas altas, ojos, los girasoles aislados nos miraban grandemente.
Nosotros rozábamos el alma toda vista por el frescor visible de los musgos y teníamos, al pasar junto a las palmeras, la intuición esbelta de otras tierras. Y el llanto nos subía al recuerdo, porque ni aquí, al ser felices, lo éramos…
Robles llenos de siglos nudosos hacían a nuestros pies tropezar en los tentáculos muertos de sus raíces. Los plátanos se estacaban… Y a lo lejos, entre árbol y árbol de cerca, pendían en el silencio de las glorietas los racimos negreantes de las uvas…
Nuestro sueño de vivir iba delante de nosotros, alado, y nosotros teníamos para él una sonrisa igual y ajena, combinada en las almas, sin mirarnos, sin saber el uno del otro más que la presencia apoyada de un brazo contra la atención abandonada del otro brazo que lo sentía.
Nuestra vida no tenía dentro. Éramos fuera y otros. Nos desconocíamos como si nos hubiéramos aparecido a nuestras almas después de un viaje a través de sueños…
Nos habíamos olvidado del tiempo, y el espacio inmenso se nos había empequeñecido en la atención. Fuera de aquellos árboles cercanos, de aquellas glorietas apartadas, de aquellos montes últimos en el horizonte, ¿habría algo real, merecedor de la mirada abierta que se dirige a las cosas que existen?…
En la clepsidra de nuestra imperfección, gotas regulares de sueño marcaban horas irreales… Nada vale la pena, oh amor mío lejano, sino el saber qué suave es saber que nada vale la pena…
El movimiento parado de los árboles; el sosiego quieto de las fuentes; el hálito indefinible del ritmo íntimo de las savias; el atardecer lento de las cosas, que parece venirles de dentro para dar manos de concordancia espiritual al entristecerse lejano, y próximo al alma, del alto silencio del cielo; el caer de las hojas, acompasado e inútil, gotas de enajenación, en que el paisaje se nos vuelve todo para los oídos y se entristece en nosotros como una patria recordada -todo esto, como un cinturón que se está desatando, nos ceñía inseguramente.
Allí vivimos un tiempo que no sabía transcurrir, un espacio para el que no existía el pensamiento de poder medirlo. Un transcurrir fuera del Tiempo, una extensión que desconocía los hábitos de la realidad en el espacio… ¡Qué horas, oh compañera inútil de mi tedio, qué horas de desasosiego feliz se fingieron nuestras allí!… Horas de ceniza del espíritu, días de nostalgia espacial, siglos interiores de espacio exterior… Y nosotros no nos preguntábamos para qué era aquello, por qué disfrutábamos el saber que aquello no era para nada.
Nosotros sabíamos allí, gracias a una intuición que por cierto no teníamos, que este dolorido mundo en el que seríamos dos, si existía, era más allá de la línea extrema donde las montañas son hálitos de formas, y más allá de ésa no había nada. Y era debido a la contradicción de saber esto por lo que nuestra hora de allí era oscura como una caverna en tierra de supersticiosos, y nuestro sentirla, extraño como una silueta de ciudad morisca contra un cielo de crepúsculo autumnal…
Orillas de mares desconocidos tocaban, en el horizonte de oírnos, playas que nunca podríamos ver, y era nuestra felicidad escuchar, hasta verlo en nosotros, ese mar por el que sin duda singlaban carabelas con otros fines al recorrerlo que los fines útiles y dirigidos desde la Tierra.
Reparábamos de repente, como quien se da cuenta de que vive, en que el aire estaba lleno de cantos de aves, y que, como perfumes antiguos en satén, la marejada restregada de las hojas estaba más entrañada en nosotros que la conciencia de oírla.
Y, así, el murmullo de las aves, el susurro de las arboledas y el fondo monótono y olvidado del mar eterno ponían a nuestra vida abandonada una aureola de no conocerla. Dormimos allí despiertos días, contentos de no ser nada, de no tener deseos ni esperanzas, de habernos olvidado del color de los amores y del sabor de los odios. Nos creíamos inmortales…
Allí vivimos horas llenas de otro sentirlas, horas de una imperfección vacía y tan perfectas por eso, tan diagonales a la certidumbre rectangular de la vida… Horas imperiales depuestas, horas vestidas de púrpura gastada, horas caídas en este mundo desde otro mundo más lleno del orgullo de tener más desmanteladas angustias…
Y nos dolía disfrutar aquello, nos dolía… Porque, a pesar de lo que tenía de exilio sosegado, todo aquel paisaje nos sabía a que éramos de este mundo, todo él estaba húmedo de la pompa de un vago tedio, triste y enorme y perverso como la decadencia de un imperio desconocido…
En las cortinas de nuestra alcoba, la mañana es una sombra de luz. Mis labios, que yo sé que están pálidos, le saben el uno al otro a no querer tener vida.
El aire de nuestro cuarto neutro es pesado como un repostero. Nuestra atención soñolienta para el misterio de todo esto es indolente como una cola de vestido arrastrada en un ceremonial durante el crepúsculo.
Ninguna ansia nuestra tiene razón de ser. Nuestra atención es un absurdo consentido por nuestra inercia alada.
No sé qué óleos de penumbra ungen a nuestra idea de nuestro cuerpo. El cansancio que tenemos es la sombra de un cansancio. Nos viene de muy lejos, como nuestra idea de que existe nuestra vida…
Ninguno de nosotros tiene nombre o existencia plausible. Si pudiésemos ser ruidosos hasta el punto de imaginarnos riendo, nos reiríamos sin duda de creernos vivos. El frescor calentado de la sábana nos acaricia (a ti como a mí ciertamente) los pies que se sienten, el uno al otro, desnudos.
Desengañémonos, amor mío, de la vida y de sus maneras. Huyamos a ser nosotros… No nos quitemos del dedo el anillo mágico que llama, cuando se lo mueve, a las hadas del silencio y a los elfos de la sombra y a los gnomos del olvido…
Y he aquí que, al ir a soñar en hablar de ella, surge otra vez ante nosotros la floresta mucha, pero ahora más perturbada que nuestra perturbación y más triste que nuestra tristeza. Huye de delante de ella, como una niebla que se deshoja, nuestra idea del mundo real, y yo me poseo otra vez en mi sueño errante, que esa floresta misteriosa enmarca…
¡Las flores, las flores que he vivido allí! Flores que la vista traducía a sus nombres, al conocerlas, y cuyo perfume el alma cogía, no de ellas, sino en la melodía de sus nombres… Flores cuyos nombres eran, repetidos en secuencia, orquestas de perfumes sonoros… Árboles cuya voluptuosidad verde ponía sombra y frescor en como eran llamados… Frutos cuyo nombre era un clavar de dientes en el alma de su pulpa… Sombras que eran reliquias de antaños felices… Claros, claros altos, que eran sonrisas más francas del paisaje que se bostezaba en próximo…' ¡Oh horas multicolores!… Instantes-flores, minutos-árboles, ¡oh tiempo detenido en espacio, tiempo muerto de espacio y cubierto de flores, y del perfume de flores, y del perfume de nombres de flores!…
¡Locura de sueño en aquel silencio ajeno!… Nuestra vida era toda la vida… Nuestro amor era el perfume del amor… Vivíamos horas imposibles, llenas de ser nosotros… Y esto porque sabíamos, con toda la carne de nuestra carne, que no éramos una realidad…
Éramos impersonales, huecos de nosotros, otra cosa [410] cualquiera… Éramos aquel paisaje esfumado en conciencia de sí mismo… Y así como él era dos -de realidad que era, e ilusión-, así éramos nosotros oscuramente dos, no sabiendo bien ninguno de nosotros si el otro no era él-mismo, si el incierto otro viviría…
Cuando emergíamos de repente ante el estancamiento de los lagos, nos sentíamos queriendo sollozar… Allí, aquel paisaje tenía los ojos llenos de lágrimas, ojos parados, llenos del tedio innumerable de ser… Llenos, sí, del tedio de ser, de tener que ser algo, realidad o ilusión; y ese tedio tenía su patria y su voz en la mudez y en el exilio de los lagos… Y nosotros, caminando siempre y sin saberlo o quererlo, parecía, aun así, que nos demorábamos a la orilla de aquellos lagos, tanto de nosotros quedaba y moraba con ellos, simbolizado y absorto…
¡Y qué fresco y feliz horror el de no haber allí nadie! Ni nosotros, que por allí íbamos, allí estábamos… Porque nosotros no éramos nadie. Ni siquiera éramos algo… No teníamos vida que la muerte necesitase para matarla. Éramos tan tenues y rastreritos que el viento del transcurrir nos había dejado inútiles y el tiempo pasaba por nosotros acariciándonos como una brisa por la cima de una palmera.
No teníamos época ni propósito. Toda la finalidad de las cosas y de los seres se nos quedo a la puerta de aquel paraíso de ausencia. Se había inmovilizado, para sentirnos sentirla, el alma rugosa de los troncos, el alma extendida de las hojas, el alma núbil de las flores, el alma inclinada de los frutos…
Y así morimos nuestra vida, tan atentos separadamente muriéndola que no reparamos en que éramos uno solo, que cada uno de nosotros era una ilusión del otro, y cada uno, dentro de sí, el mero eco de su propio ser…
[409] En el original, «olaias» (Cercis siliquastrum ), árbol de la familia de las leguminosas. No se trata del algarrobo vulgar (Ceratonia siliqua ), muy abundante en España y Portugal (portugués: «alfarrobeira»), sino del llamado algarrobo loco o árbol de Judas, o de Judea, de gran valor ornamental debido al color de su abundante floración.