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La vida es para nosotros lo que concebimos en ella. Para el rústico cuyo campo lo es todo, ese campo es un imperio. Para el César cuyo imperio le parece todavía poco, ese imperio es un campo. El pobre posee un imperio; el grande posee un campo. En verdad, no poseemos más que nuestras propias sensaciones; en ellas, pues, que no en lo que ellas ven, tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida.
/Esto no viene a propósito de nada./
He soñado mucho. Estoy cansado de haber soñado, pero no cansado de soñar. De soñar nadie se cansa, porque soñar es olvidar, y olvidar no pesa y es un sueño sin sueños en el que estamos despiertos. En sueños lo he conseguido todo. También he despertado, ¿pero qué importa? ¡Cuántos Césares he sido! ¡Y los gloriosos, qué mezquinos! César, salvado de la muerte por la generosidad de un pirata, manda crucificar a aquel pirata después de que, buscándolo bien, consigue prenderlo. Napoleón, haciendo su testamento en Santa Helena, deja un legado a un facineroso que había intentado asesinar a Wellington. ¡Oh grandezas iguales a las del alma de la vecina bisoja! ¡Oh grandes hombres de la cocinera del otro mundo! ¡Cuántos Césares he sido, y sueño todavía ser! [164]
Cuántos Césares he sido, pero no de los reales. He sido verdaderamente imperial mientras he soñado, y por eso nunca he sido nada. Mis ejércitos fueron derrotados, pero la derrota fue blanda, y nadie murió. No perdí banderas. No he soñado hasta el punto del ejército, donde aquéllas apareciesen a mi vista en cuyo sueño hay una esquina. Cuántos Césares he sido, aquí mismo, en la Calle de los Doradores. Y los Césares que he sido viven todavía en mi imaginación; pero los Césares que han sido están muertos, y la Calle de los Doradores, es decir, la realidad, no puede conocerlos.
Tiro la caja de cerillas, que está vacía, al abismo que es la calle más allá del antepecho de mi ventana sin voladizo. Me levanto de la silla y escucho. Nítidamente, como si significase algo, la caja de cerillas vacía suena en la calle que [se] me declara desierta. No hay más sonido ninguno, salvo los de la ciudad entera. Sí, los de la ciudad de un domingo entero -tantos, que no se entienden, y todos exactos.
Cuan poco, en el mundo real, forma el soporte de las mejores meditaciones. El haber llegado tarde a almorzar, el haberse terminado las cerillas, el haber tirado, individualmente, la caja a la calle, la mala disposición [165] por haber comido a deshoras, el ser el domingo la promesa aérea de un ocaso malo, el no ser nadie en el mundo, es toda la metafísica.
¡Pero cuántos Césares he sido!
27-6-1930.