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II LA FLORESTA INVISIBLE

Aguardé hasta que el atardecer se extinguió. Entonces se lo dije a Ninfa. Allí, en el oscuro balcón de sus pestañas grandes, vi asomarse el miedo. Pero se encogió de hombros sin replicar. Usted ya es adulto, sabe cuidar de sí mismo, decía su gesto. Me sorprendió aquella reacción y no supe qué hacer. Ignoraba si en mi vida pasada yo acostumbraba a tranquilizarla cada vez que salía a cenar, o le decía que iba a volver pronto, o simplemente no le hacía caso. Opté por no añadir nada más, me aseé, elegí un traje oscuro y llamé a un taxi por teléfono. El conductor era muy joven, y se disculpó por tener que consultar el callejero continuamente: acababa de obtener la licencia, confesó, y su padre, que también era taxista, le había prestado el coche. Pensé que a mí me había ocurrido igual. «Le he pedido prestado el cuerpo a Juan Cabo -reflexioné-, y ahora necesitaría un callejero para saber a dónde ir.» Pero supuse que era un pensamiento típico de escritor, y me lo quité de la cabeza. Atravesamos la M30, de infausto recuerdo. Yo había chocado en algún punto de aquella autopista al regresar del restaurante. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Estaba borracho? ¿Exceso de velocidad? ¿Un accidente fortuito? La noche era cálida y se hallaba iluminada de vehículos y anuncios, pero la calle de La Floresta Invisible, cercana a Alcalá, rivalizaba con la penumbra. Llegamos cuando daban las 10. Durante el trayecto, había sacado la libreta y anotado el quinto «Suceso»:

5. Cené en un restaurante la noche de mi cumpleaños.

El vestíbulo era una habitación de paredes pintadas de rojo y dorado, como un incendio, la del fondo adornada con el lienzo de un amanecer impresionista. La carta, erguida en un rincón sobre un atril de hierro, no me atrajo. Unas escaleras descendían hacia el local, de donde procedía la melodía bailable de una orquesta de saxofones. Bajé los peldaños deteniéndome a leer los nombres de los retratos que colgaban a uno y otro lado: William Faulkner, Marcel Proust, James Joyce, Leon Tolstoi, Juan Cabo. «Caramba, éste soy yo.» Era la misma imagen que había visto en la solapa de los libros y en los periódicos. Sospeché que se trataba de lo mejor que podía conseguir el arte de la fotografía con un rostro como el mío. No me sorprendió demasiado encontrarme al lado de autores tan célebres: yo había perdido la memoria, así que ignoraba si era genial. Quizá lo era, o lo había sido, pero para saberlo tendría que preguntárselo a los demás.

El salón, no muy grande, quedaba al final de las escaleras. Un camarero me acompañó reverencialmente a una mesa y me entregó una carta forrada de piel. El adorno del centro me llamó la atención. Era un pequeño oso de metal que se alzaba sobre las patas traseras abrazando un ramillete de rosas de papel blanco. Cada mesa mostraba una clase distinta de flores: reconocí pensamientos, margaritas y claveles en las más cercanas, todas, invariablemente, en papel blanco. Examiné las rosas con curiosidad. El papel tenía la textura de un folio DIN A4 y cada pétalo contenía frases diminutas. «¿Qué es poesía?», preguntaba uno. Otro respondía: «Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul». Fui apartándolos con delicadeza de abeja y descifré cuatro rimas completas de Bécquer. Evidentemente, las flores de otras mesas citarían a otros autores. Un fino adorno para La Floresta Invisible, desde luego, pensé.

Miré a mi alrededor. No había muchos clientes -la mayoría, hombres solitarios- pero casi todos estaban escribiendo. Resultaba fascinante contemplarlos: cortaban la carne o el pescado, se llevaban un trozo a la boca, dejaban los cubiertos, cogían el bolígrafo, que era blanco y de capuchón curvo, y lo hacían patinar sobre la cuartilla como un cisne sobre agua helada. La operación se repetía tras el sorbo de vino o la higiene de la servilleta. Lámparas estratégicamente situadas permitían que cada mesa contara con luz propia. En ese momento se acercó un tipo estirado y narigudo que me estrechó la mano como si quisiera extraerme el saludo a base de accionar una palanca.

– ¡Señor Cabo, qué alegría tenerlo de nuevo con nosotros!… ¡Cuánto hemos sentido lo de su accidente!… ¡Ha sido terrible, terrible, terrible!… ¡Pero qué alegría tenerlo de nuevo con nosotros!…

El negro atuendo y el contraste de urraca de la camisa blanca parecían identificarlo como el maître , pero afirmó ser «el encargado». Se llamaba Felipe. Sus miradas de soslayo, sus muecas y una vena que le latía en la frente me hicieron pensar que se hallaba inquieto. Sin embargo, pronto comprendí que el inquieto era yo, y que la causa de mi inquietud era él. Se comportaba como si supiera un secreto valioso y tasara mi capacidad para sonsacárselo. Me percaté de que ignoraba todo lo relacionado con mi amnesia, o fingía ignorarlo.

– ¿Ya sabe lo que va a comer?

– No, aún no, gracias.

– ¿Y desea las cuartillas ahora, o más tarde?

– ¿Las cuartillas?

– Sí. -Y la vena en su frente se convirtió en un signo de admiración-. Donde nos hizo el honor de escribir algo la otra noche.

«Pídanos papel y pluma y escriba lo que desee mientras paladea nuestras sugerencias. Después guardamos su texto con vistas a una posible publicación.» Así rezaba el encabezamiento de la carta. Al parecer, se trataba de la costumbre del local, y comprendí por qué había tantos comensales ocupados en aquella tarea. No hacía falta ser muy perspicaz para sospechar que yo podía haber escrito algo en las cuartillas acerca de la mujer desconocida. Las pedí, y también un menú muy sencillo. El encargado hizo una reverencia y se alejó. Un camarero no tardó en traerme una bandeja con un bolígrafo y una carpeta de piel negra con un adhesivo donde se leía: «Juan Cabo. 13 de abril. Noche». Abrí esta última y hallé unas hojas tamaño cuartilla unidas por anillas metálicas. Al parecer, sólo la primera estaba escrita. Reconocí mi propia letra.

No puedo dejar de mirarla. Está en una mesa frente a la mía. Me he enamorado de ella…

Hice una pausa en la lectura y cerré los ojos. Mi corazón inició una cabalgata íntima, sin destino. En los altavoces alguien cantaba «Amor, amor, amor» y sentí que la cabeza me daba vueltas. La cabalgata proseguía, palpitante, y la acompañé de dos tics que etiqueté como ancestrales (aunque, por supuesto, no los recordaba): un furioso golpeteo de mi pulgar derecho contra la nariz y un temblor finísimo de la rodilla derecha. ¿Acaso me había enamorado? No estaba seguro. Tendría que seguir leyendo para saberlo. Sin embargo, me atrevía a anticipar el resto. Presentía una hermosa descripción física y una declaración profusamente adjetivada. Tomando aliento en mi fogosa carrera, bajé la vista hacia el papel. Pero en aquel momento una mano lo eclipsó con el primer plato. Era sopa de letras. Cerré bruscamente la carpeta, molesto con la interrupción. Una I, una D, otra I, una O, una T y una A flotaban a su libre albedrío en el caldo, pero me negué a aceptar la palabra que, con velocidad de anagrama resuelto, me sugirió aquella azarosa combinación de fideos gráficos. Después de probar dos sorbos, regresé a la cuartilla.

No puedo dejar de mirarla. Está en una mesa frente a la mía. Me he enamorado de ella… Sin embargo, a primera vista, parece igual a las otras… ¿Qué tendrá esa escultura que no tengan las demás? ¿Serán las ramas de laurel? Quizá sea el oso. El oso enajena mis sentidos. Pelaje de plata, morros de laca china… ¡Oh, algo tiene el OSO que me enamora! ¡Está repleto de fantasía!

Eso era todo. La cuartilla estaba escrita por una sola cara. Las demás mostraban el limbo nevado del papel virgen. Leí varias veces el texto, desconcertado. Por un instante no pude hacer otra cosa sino leer. Después, ni siquiera eso: sólo la postura. «El lector estupefacto», hubiera podido titularse la estatua en que me había convertido. ¿Qué había querido decir con aquella estupidez del oso? ¿Se trataba de un símbolo oculto, una clave, un gusto personal? Me fijé en los osos de las mesas próximas y estudié detenidamente el de la mía, pero no les encontré nada de particular. La figura era mediocre, casi ridícula; se hallaba dotada de los tristes aires clónicos de cualquier objeto fabricado en serie. Sin duda, yo había pretendido bromear al escribir aquello, o bien se trataba de mera literatura.

– ¿Todo a su gusto, señor Cabo? -Se acercó el encargado sonriendo.

– Más o menos -dije.

– ¿Algún problema que podamos ayudarle a resolver?

El hombre se inclinaba, tieso y oscuro, junto a mi oído. Su larga nariz y su traje negro le otorgaban un curioso aspecto de cuervo. Le pregunté si recordaba dónde me había sentado la vez anterior.

– No podría olvidarlo aunque quisiera -contestó-. Allí, en la mesa 12. ¡Qué triste que esa noche fuera la de su accidente!…

Observé que la única mesa que había frente a la 12 se adornaba con ramas blancas de laurel. El texto no mentía en aquel punto: había ramas de laurel en la mesa de enfrente. Se trataba de la número 15, según el encargado. Le pregunté si recordaba a la mujer que había ocupado la mesa 15 aquella noche. Le hablé del vestido negro, la espalda desnuda, el moño en el pelo. Y agregué: «Era muy atractiva». Esto último no lo sabía, ya que el párrafo de la libreta se interrumpía, precisamente, al comienzo de la descripción de su figura. Pero supuse que jamás me habría enamorado de una mujer que no fuera atractiva. Si ella existía, entonces mi amor había existido, y si mi amor había existido, ella era atractiva. Por una simple propiedad matemática cuyo nombre, como mi biografía, había olvidado, se demostraba que la existencia y la belleza de aquella mujer se hallaban indisolublemente unidas.

– ¿La recuerda? -pregunté.

Me pidió disculpas. A mí me recordaba muy bien, afirmó, pero a los demás clientes no. Pensé que no le faltaba razón. En fin de cuentas, yo era un hombre célebre y ella una mujer desconocida. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué de la cartera un billete de mil.

– Voy a pedirle algo muy raro, pero como usted es tan amable…

– Pídame lo que quiera -sentenció, aceptando la propina.

Le expliqué el tema de mi amnesia y le rogué que me contara todo lo que me había visto hacer aquella noche. «¿Todo?», preguntó. «Todo lo que usted recuerde», precisé. Abrió desmesuradamente los ojos. Su vena pulsaba como mi corazón unos momentos antes. Empezó a asentir y a sonreír al mismo tiempo, la cabeza oscilando de arriba abajo, los labios distendiéndose hacia los extremos. Los grados de oscilación y distensión acrecían simultáneamente. «Ha dado con el hombre indicado -dijo-, porque lo tengo escrito.» Y sacó de la chaqueta una libreta de pastas negras similar a la que me habían dado en la clínica y a la que había encontrado en la bolsa de hule. En ella -aseguró con el semblante empurpurado-, anotaba los acontecimientos más importantes de su vida. Pero la libreta apenas había sido usada. En realidad, mi presencia la noche anterior había constituido el primer acontecimiento importante de su vida, de modo que podía afirmarse que yo la había estrenado. Y la abrió por la primera página para que lo comprobara.