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– Muy bien -dijo Parra y comenzó a pasear frente al público, como un profesor célebre dictando una clase-. El señor Cabo ha dicho una frase muy inteligente: «Soy escritor, y por lo tanto no puedo fiarme de lo que escribo». Le doy la razón. Por otra parte, el señor Fárrago, aunque no es profesional, también puede ser considerado una pluma ilustre. La posibilidad de que ambos párrafos sean simple literatura… Por favor, Modesto, no me interrumpas… Digo que la posibilidad de que sean ejercicios literarios es muy grande, porque sus autores son expertos en la materia. Pero yo, amigos, sólo soy un pobre aprendiz que pretende distraerse… -Se detuvo y sonrió-. Por otra parte, sabido es que las mujeres no se me pasan desapercibidas… -Hubo risas, pero Parra fruncía el ceño-. Debo aclarar, no obstante, que mis escritos son un entretenimiento artístico… Me considero devoto admirador de la figura femenina: éste es mi único vicio…

– Y un huevo. -sonó la voz de carraca de Modesto. Silbidos indignados lo mandaron callar. Era evidente que el público había perdonado a Parra a costa de sentenciar al anciano.

– Propongo leer mi descripción de la mesa 15 -continuó el orador sin inmutarse-. Porque yo estuve aquí esa noche, y puedo asegurarles que, si hubo una mujer en la mesa indicada, yo no la habré transformado literariamente en adorno o en mueble… -Nuevas carcajadas. Parra me señaló-. Pero todo depende del señor Cabo. -Y se volvió hacia mí sin descolgar la sonrisa-. ¿Le importaría, señor Cabo, que yo leyera mi texto? En otras palabras, ¿ofendería su sensibilidad escuchar una descripción… digamos, un tanto estética de esa mujer?

Los rostros, como girasoles, buscaron el mío. Hubo un silencio.

– No, no -dije-. Claro que no.

Parra dio instrucciones. Un camarero salió y regresó casi enseguida. Los murmullos se extinguieron como la luz del atardecer en un cementerio. Fárrago, a mi lado, susurraba:

– No deje que lea nada. Disfruta con eso, ahí donde lo ve. ¡Es un vicioso!

Yo me golpeaba la nariz con el pulgar.

– ¡No sólo las desnuda: abusa de ellas! ¡No le permita leer, por lo que más quiera!

La expectación era enorme. Pensé en un mundo de muertos, un reino subterráneo con figuras pálidas y mudas -yo, la más blanca y silenciosa-. Parra abrió la carpeta que el camarero le había entregado y fue pasando las páginas. Se había colocado unas gafas de lectura tan escuálidas como él. El rumor del papel sonaba como el frufrú de un traje de novia en la noche de bodas. Alguien dijo, en voz alta: «Ya puestos, ¿por qué no lees todas las mesas?». Las carcajadas aliviaron la tensión, pero se me antojaron falsas. El silencio, que retornó de inmediato, parecía la única verdad. Las páginas seguían pasando, un poco más lentas que los segundos. En un momento dado, los dedos se equivocaron (habían cogido dos juntas), se dirigieron a la lengua para humedecerse, acariciaron el borde de las hojas y las separaron con terrible delicadeza. La morosidad de Parra me exasperaba. «¡Lea lo que quiera, pero acabe de una vez!», pensaba. Súbitamente percibí que había llegado a la meta. Se detuvo. En su semblante no encontré indicios del texto que descifraba. Mi ruego se hizo más apremiante; también ligeramente distinto: «¡Lea lo que le dé la gana, sea obsceno si quiere, pero, por favor, dígame que ella existe!».

– «Alta. Blanca. Sinuosa» -recitó Parra y se detuvo un momento para mirarme-. «La silla de la mesa 15 es la más atractiva de todas. He pasado la noche entera contemplándola. Estaba vacía, pero repleta de fantasía».

Y cerró la carpeta de golpe. La pausa del asombro duró sólo un segundo. Entonces estalló la fusilería de las carcajadas. Parra enrojeció allí donde las burlas parecían acertarle.

– No recuerdo por qué escribí esta chorrada -decía entre el estrépito, con evidente malhumor-. ¡Supongo que estaba aburrido!

– ¡Míralo! -murmuraba Modesto, más para sí mismo que para otros-. Fue él quien cambió mi párrafo, seguro… ¡El muy cabrón!…

Felipe se dirigió a los dos oponentes y declaró un amistoso empate. Modesto y Parra terminaron abrazándose, pero fue un abrazo de culebras. La gente regresó a los asientos; las servilletas se desplegaron; la música, como la nostalgia de un viejo, siguió hablando en voz baja. «Bien, todo acabó -pensé-. Ya es hora de que me vaya.» Felipe quiso invitarme a una copa. La rechacé y pedí la cuenta, pero dijo: «La cena la paga la casa, señor Cabo. Su presencia nos honra». Y me entregó -«de recuerdo»- las tres cuartillas de la mesa 15. Modesto y Parra no habían puesto inconveniente en regalarme las suyas. «Para lo que me sirven ahora», pensé.

Cuando me marchaba volví a fijarme en el hombre de la cara fofa. No me perdía de vista. Yo parecía ser su «deporte favorito». Es curioso cuánto ofenden unos ojos quietos, cuánto paralizan y provocan. No conozco nada tan tenue que afecte tanto, con la posible excepción de un texto. En aquel caso, el individuo propietario de la mirada redactaba también un texto propio. Pero lo hacía a un ritmo especial. Yo caminaba, él escribía. Me detuve al pie de las escaleras y él detuvo su pluma. Pensé que no valía la pena perder más tiempo con aquel necio, de modo que subí al vestíbulo y me marché. En el taxi de regreso, fatigado por mi frustrada aventura, resumí los recuerdos inmediatos:

6. Una casa de locos: La Floresta Invisible. (Suceso)

6. Gaspar Parra: flaco, lascivo. (Persona)

7. El desconocido: cara fofa, me mira. (Persona)

Al llegar a casa, recibí la llamada. Era tarde y Ninfa se había acostado ya. Descolgué pensando que sería una equivocación.

– ¿Señor Cabo? -Una voz triste y entristecedora, como un niño enfermo-. Señor Cabo, perdone que lo llame a estas horas. Encontré su número en la guía.

– ¿Quién es?

– Soy poeta -dijo-. Firmo mis obras con el nombre de «Grisardo», y puede llamarme así, si desea. -«Ah, el tipo de la mesa 9», pensé-. No haga esfuerzos por recordarme: soy un poeta desconocido… Hum… Aunque quizá esto último sea una redundancia.

Grisardo era un adolescente dubitativo. Sembraba de «hums» sus lentas frases. Me contó que había estado en el restaurante y me había oído hablar. «Yo soy lo más invisible de La Floresta Invisible», bromeó. Y quiso demostrármelo explicándome que el encargado no le prohibía, como a los demás, llevarse sus cuartillas a casa. «Como escribo poesía, hacen la vista gorda. Porque la lírica no le interesa a nadie ya, ¿sabe?, excepto al jurado del Nobel y del Príncipe de Asturias… Hum… ¿Qué futuro nos espera?» «¿Y a mí qué me importa? -pensaba-. ¿Por qué me cuenta todo esto?»

Y de repente, como la fanfarria que anuncia la llegada del héroe:

– Lo cierto es que me las llevo a casa… y por eso nadie ha modificado las que escribí la noche del 13 de abril.

Me precipité al vacío, y el auricular, de pronto, era la única rama a la que podía aferrarme.

– ¿Cómo dice?

– Hombre, está claro, ¿no?… Hum… Cuando usted leyó el párrafo de Modesto y el suyo… y después escuché el de Gaspar… Me di cuenta enseguida, porque soy poeta…

– ¿De qué se dio cuenta?

– Los tres acaban en la misma frase… Como un estribillo…

Las cuartillas seguían en mi chaqueta, que estaba en el dormitorio. El teléfono era inalámbrico, así que corrí hacia allí mientras Grisardo hablaba.

Me bastó una ojeada para comprobar que tenía razón (tú, lector, ya lo sabrías, porque lo habrás leído ): «repleto de fantasía», decía el final de mi párrafo; «repleta de fantasía», decía el final de los otros dos.

– En mi opinión, los ha escrito la misma persona, y ésa es su firma… Hum… Lo que no comprendo es por qué lo ha hecho. ¿Qué se gana sustituyendo unas cuartillas por otras?

«Suprimir las que hablaban de esa mujer», pensé.

– ¿Y usted? -pregunté con un hilo de voz-. ¿Escribió algo sobre la mesa 15?

– Claro que sí.

Hubo una pausa de «hums». Durante ella me convertí en piedra. El teléfono se hallaba empastado en mi oreja de cemento. Sólo Grisardo podía liberarme si pronunciaba las palabras exactas. Y he aquí que el bendito poeta las pronunció. -Usted tenía razón: había una mujer en la mesa 15. Yo le dediqué un poema.