»¡Vea Ud., fray Bel-Asco, si no es fábula para mejor reír! Ya sabrá S. Md. que nuestro Gran Hombre desaparece por tiempos en periódicas clausuras. Durante meses se encierra en sus habitaciones del Cuartel del Hospital, según lo hace saber con el método del rumor oficial, o sea del público secreto de Estado, para dedicarse al estudio de los proyectos y planes que su calenturienta imaginación pretende haber concebido para poner al Paraguay a la cabeza de los países americanos. Se ha filtrado sin embargo la especie de que estos retiros a su hortus con cl usus responden al propósito de escribir una novela imitada del Quixote, por la que siente fascinada admiración. Para desdicha de nuestro Dictador novelista, le falta ser manco de un brazo como Cervantes, que lo perdió en la gloriosa batalla de Lepanto, y le sobra manquedad de cerebro y de ingenio. «Otras versiones dignas de crédito de estas temporales desapariciones permiten suponer que ellas se deben, más vale, a los furtivos viajes que el ínclito Misógino hace a las casas de las numerosas concubinas en la campaña, con las que tiene habidos más de quinientos hijos naturales habiendo sobrepujado ya en esto a don Domingo Martínez de Irala y a otros fundadores no menos prolíficos.

»Mis informantes han mencionado inclusive a una de estas concubinas, una ex monja apóstata que sería su favorita. Dicen que esta barragana, doblemente impura y sacrilega, vive en una quinta entre los pueblos de Pirayú y Cerro-León. Nadie, empero, ha conseguido ver hasta hoy el invernáculo íntimo del Dictador, pues se halla protegido en toda su extensión por altos vallados y setos de amapola, además de sigilado por numerosos retenes de centinelas. El Gran Hombre ha echado a difundir la especie de que ha establecido allí el parque de su artillería. «Publique Ud. su Proclama a nuestros paysanos, Rvdo. Padre. Puede llegar a ser un verdadero Evangelio para la liberación de nuestros compatriotas del sombrío déspota de quien S. Md. tiene la desgracia de ser pariente muy cercano. Lo que pongo en este papel son verdades desnudas, que no las ha de desmentir. Es hombre de pelea de tejado, que tira con cuanto topa en sus accesos de furia. No le tema usted, que lejos de su alcance es como mejor podemos combatirle.» (Cana del Dr. V. Días de Ventura a fray Mariano Ignacio Bel-Asco.)

La manía de escribir parece ser el síntoma de un siglo desbordado. Fuera del Paraguay, ¿cuándo se ha escrito tanto como desde que el mundo yace en perpetuo trastorno? Ni los romanos en la época de su decadencia. No hay mercadería más nefasta que los libros de estos convulsionarios. No hay peste peor que los escribones. Remendones de embustes, de falsedades. Alquilones de sus plurnas de pavos irreales. Cuando pienso en esta fauna perversa imagino un mundo donde los hombres nacen viejos. Decrecen, se van arrugando, hasta que los encierran en una botella. Adentro se van volviendo más pequeños aún, de modo que se podría comer diez Alejandros y veinte Césares untados a una rebanada de pan o a un trozo de mandioca. Mi ventaja es que ya no necesito comer y no me importa que me coman estos gusanos.

(En el cuaderno privado)

En lo más riguroso del verano mandaba traer del calabozo a mi recámara, por las siestas, al catalán francés Andreu-Legard. Amenizaba mis digestiones difíciles con sus cánticos e historietas. Me ayudaba a tomar el sueño aunque fuera a sorbos. En cinco años supo darse maña y hacía su trabajo con bastante eficiencia, como que con él pagaba su comida de preso, sin mayores estorbos. Extraña mezcla de prisionero-transmigrante. Cautivo en la Bastilla por agitador. En una ocasión, el hacha del verdugo le pasó muy cerca del cogote. Mostróme una siesta en la nuca la cicatriz de lo que pudo ser el tajo fatal. Después de la toma del 14 de julio, salió de allí y participó en la Comuna Revolucionaria, al mando directo de Maximiliano Robespierre, según dijo o mintió. Miembro de una sección de Picas durante la dictadura jacobina, cayó nuevamente en desgracia luego del ajusticiamiento del Incorruptible.

En la prisión conoció y se hizo particularmente amigo del libertino marqués a quien Napoleón mandó apresar a causa de un panfleto clandestino que el noble crápula hizo circular contra el Gran Hombre y su amante Josefina de Beauharnais. Napoleón era el primer cónsul. Los autores de panfletos y pasquines no tenían allá ningún freno. Así apareció, supuestamente traducida del hebraico, una Carta del Diablo a la Gran Puta de París. El catalán-francés aseguraba que, si bien su licencioso amigo no fue el autor de dicho panfleto, éste hubiese merecido serlo por la fuerza corrosiva del mismo. Decírmelo era mentar la soga en casa del ahorcado, lancer des piques por el ex sargento de Picas fichú comme Vas de pique. Tais-toi canaille, eh! Mais non, Sire, se disculpaba Legard. No entiendo cómo este desaforado, sórdido, feroz, maligno sodomita de tu amigo pudo ser, como lo afirmas, un amigo del pueblo y de la Revolución. Es lo que fue, Excelencia. Un revolucionario avant la lettre. ¡Ah la la y con qué fuerza! La convicción más honrada. Siete años antes de la Revolución escribió el Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo, que acabo de recitar a Vuecencia. Un año antes del asalto a la Bastilla y en el onceno de su cautiverio, el marqués exclama en otras de sus obras: Una gran Revolución se incuba en el país. Los crímenes de nuestros soberanos, sus crueldades, sus libertinajes y necedades le han cansado. El

pueblo de Francia está asqueado del despotismo. Está a la puerta el día en que, airado, romperá sus cadenas. Ese día, Francia, te despertará una luz. Verás a los criminales que te aniquilan, a tus pies. Conocerás que un pueblo sólo por la naturaleza de su espíritu es libre, y por nadie más que por sí mismo puede ser dirigido. De todos modos, me resulta extraño lo que afirmas, Legard. Eso no sucedió aquí ni en sólo un caso con los putañeros oligarcones a quienes tuve que embastillar. Lo mismo a la canalla tonsurada que a los militones; a los cacalibris que se consideraban alumbrados por Minerva, y no eran sino bastardos del perro de Diógenes y de la perra de Eróstrato. En cuanto al gran libertino, Excelencia, su libertinaje fue más vale una tarea profunda de liberación moral en todos los terrenos. En la Sección de Picas, donde su ateísmo lo enfrentó con Robespierre. En las sesiones de la Comuna de París. En la Convención. En la Comisión de los Hospitales. Hasta en el hospicio donde fue finalmente recluido. ¡Eso, eso! ¡Ese bribón licencioso tenía que terminar en el manicomio! Considere, sin embargo. Excelentísimo Señor, que su obra política más revolucionaria data de aquella época. Su proclama ¡Hijos de Francia: Un esfuerzo más si queréis ser republicanos ! iguala o sobrepasa tal vez al Contrato Social del no menos libertino Rousseau y a la Utopía de santo Tomás Moro. El cátalo-francés perturbaba mis siestas. Forzaba su pequeño desquite con sutilezas de forzado, escarbando la tierra sepulcral de la insidia. Cuando el marqués muere en 1814, el mismo año en que Vuecencia asume el Poder Absoluto, se descubre entre sus papeles del hospicio el testamento ológrafo: Una vez recubierta, la fosa será sembrada de bellotas, para que en lo venidero mi tumba y el bosque se confundan. De este modo, mi sepulcro desaparecerá de la superficie de la tierra, como espero que mi memoria se borre del espíritu de los hombres; excepto del pequeño número de los que han querido amarme hasta el último momento y de quienes llevaré un dulce recuerdo a la tumba. Su postumo deseo no se cumplió. Tampoco fue oído su clamor: ¡Sólo me dirijo a aquellos capaces de entenderme! Vivió casi toda su vida en prisión. Sepultado en una profunda mazmorra, le fue rigurosamente vedado por decreto, contra cualquier pretexto que invocase, el uso de lápices, tinta, pluma, carbonilla y papel. Enterrado en vida, le prohibieron bajo pena de muerte escribir. Enterrado su cadáver, le negaron las bellotas que había pedido sembraran sobre su tumba. No pudieron borrar su memoria. Posteriormente abrieron el sepulcro. Profanación más pérfida aún, porque fue hecha en nombre de la ciencia. Se llevaron el cráneo. No encontraron nada extraordinario, como Vuecencia me cuenta que ocurrirá con el suyo. El cráneo del «degenerado de tristísimo renombre» era de armoniosas proporciones, «pequeño tal si fuera de una mujer». Las zonas que indican ternura maternal, amor a los niños, eran tan evidentes como en el cráneo de Heloisa, que fue un modelo de ternura y amor. Este último enigma, sumado a los anteriores, lanzó pues el postrer desafío a sus contemporáneos. Los enganchó para siempre en la curiosidad, en la execración. Acaso en su glorificación final.

El réquiem no conseguía amortecerme. El cátalo-franchute se sabía de pe a pa no menos de veinte de esas obras del delirante pornógrafo, puesto que le había servido durante muchos años de memorioso repositorio; algo así como los tiestos-escucha que yo fabrico con la arcilla caolinosa de Tobatl y las resinas del Árbol-de-la-Palabra. Uno rasga la delgada telita himen-óptera; la aguja de sardónice y crisoberilo despierta, pone de nuevo en movimiento, hace volar en contramovimiento las palabras, los sonidos, el más ligero suspiro, presos en las celdillas y membranas nerviosas de las vasijas-escuchantes-parlantes, puesto que el sonido enmudece mas no desaparece. Está ahí. Uno lo busca y está ahí. Zumba por debajo de sí, pegado a la cinta engomada con cera y resinas salvajes. En el arca tengo guardados más de un centenar de esos cacharros llenos de secretos. Conversaciones olvidadas. Gemidos dulcísimos. Sones marciales. Gemidos exquisitos. La voz mortal de los supliciados, entre las rachas de los latigazos. Confesiones. Oraciones. Insultos. Estampidos. Descargas de ejecuciones.

El cátalo-galo era de la misma especie de estos cazos-parlantes. Venía a mi cámara todas las siestas, en invierno y verano, las dos únicas estaciones del Paraguay. Ya está ahí. Sáquenle los grillos. Los chirridos de las cadenas lo ponían absorto, crispado. No empezaba pronto, tal si le costara desesposar la lengua. ¡Vamos, habla canta, cuenta! A ver si me duermo, si me duermes. Primero sacaba un murmullo; cierto gangoseo muy suave, entrecerrando los ojos verdepizarra. Abría generalmente la sesión con uno de esos delirios lascivos del marqués. Ordalías de machocabrío. El sátiro faunesco embiste contra el sexo del universo. Mas el fragor de sus embestidas, el ruido de su orgasmo, no es mayor que el zumbido de una mosca. La furia inconmensurable de la lujuria gime, clama, insulta, suplica con voz de mosca a las divinidades machorras. Furor de agotamiento. Parece llenar el cielo y cabe en una mano. El tremendo volcán no deja caer una gota de su ardiente lava. Lacio el velamen del sueño, sin brisa que pueda rizarlo. ¡Basta!