(En el cuaderno privado)

Patiño estornuda pensando no en la ciencia de la escritura sino en las intemperies de su estómago.

Ahora estoy seguro de reconocer la letra del anónimo. Escrito con la fuerza torcida de una mente afectada. ¡Demasiado recargado en su brevedad el pasquín catedralicio! Las mismas palabras expresan diferentes sentidos, según sea el ánimo de quien las pronuncia. Nadie ordena que su cadáver sea decapitado sino aquel que quiere que lo sea el de otro. Nadie firma YO EL SUPREMO una parodia falsificatoria como ésta, sino el que padece de absoluta insupremidad. ¿Impunidad? No sé, no sé… Sin embargo no hay que descartar ninguna posibilidad. Um. Ah. ¡Ea! Obsérvala bien. Letra nocturna, seguro. Las ondas se debilitan hacia abajo. Las curvas contrapónense en líneas angulares; buscan descargar su energía hacia tierra. La resistencia de derecha es más fuerte. Rasgos centrípetos, temblorosos, cerrados hacia la mudez.

En otros tiempos yo hacía con los dos cuervos blancos un experimento de letromancia que siempre daba buenos resultados. Trazar en tierra un círculo del radio del pie de un hombre. Mismo radio del disco del sol al filo del Poniente. Dividirlo en veinticuatro sectores iguales. Sobre cada uno dibujar una letra del alfabeto. Sobre cada letra colocar un grano de maíz. Entonces mandaba traer a Tiberio y a Calígula. Rápidos picotazos de Tiberio comiéndose los maíces de las letras que arman el presagio. Calígula, tuerto, los maíces de las letras que vaticinan lo opuesto. Entre los dos aciertan siempre. El uno o el otro, alternativamente. A veces, los dos juntos. Acertaban. Mucho más preciso el instinto de mis buitres que la ciencia de los arúspices. Alimentados de maíz paraguayo, los buitres grafólogos escriben sus predicciones en un círculo de tierra. No precisan como los cuervos de César escribirlas en los cielos del imperio romano.

(Al margen, escrito en tinta roja)

¡Ojo! Releer el Contra-Uno Parte primera: Prefaciones sobre la servidumbre voluntaria. El borrador se encuentra, probablemente, entre las páginas de El Espíritu de las Leyes o de El Príncipe. Tema:

La capacidad de la inteligencia se limita a comprender lo que hay de sensible en los hechos. Cuando es preciso razonar, el pueblo no sabe más que andar a tientas en la obscuridad. Más todavía con estos aprendices de brujo. Riegan su malicia con la maldita saliva de sus estornudos. Mi empleado en el ramo de almas, el más peligroso. Capaz hasta de echar furtivamente arsénico o cualquier otra substancia tóxica en mis naranjadas y limonadas. Le otorgaré una nueva regalía. Prueba de confianza suma: Lo haré desde hoy el probador oficial de mis brebajes.

Eh, Patiño, ¿te has dormido? ¡No, Excelencia! Estoy tratando de descubrir de quién es la letra. ¿Lo has descubierto? A la verdad, Señor, sospechas nomás. Veo que cuando más dudas más sudas. Observa el anónimo una vez menos. Delicada atención eh ah. ¿Qué nombre recoge tu memoria? ¿Qué figura tu ver-de-vista sabelotodo? ¿Qué rasgos escriturarios? Temblor de párpados ahilando en las protuberancias una rajita quimérica. Dime, Patiño… Toda la persona del fideindigno se adelanta en su pesado carapacho hacia lo que no sabe aún qué es lo que voy a decir. Desesperada esperanza de una conmutación. Espanto del borracho ante el culo de la botella vacía. Dime, ¿la letra del pasquín no es la mía? Sordo chasquido de la lupa cayendo sobre el papel. Tromba de agua levantándose de la palangana. ¡Imposible, Excelencia! ¡Ni con locura de juicio podría pensar semejante cosa de nuestro Karaí-Guasú! Hay que pensar siempre en todo, secretario-secretante. De lo imposible sale lo posible. Fíjese ahí, bajo la marca de agua, el florón de las iniciales ¿no son las mías? Son suyas, Señor; tiene razón. El papel, las iniciales verjuradas también. ¿Ves? Alguien entonces mete la mano en las propias arcas del Tesoro donde tengo guardado el taco exfoliador. Papel reservado a las comunicaciones privadas con personalidades extranjeras, que no uso desde hace más de veinte años. Acordes. Pero la letra. ¿Qué me dices de la letra? Parece la suya, Excelencia, pero no es la suya propiamente. ¿En qué te basas para afirmarlo? La tinta es distinta, Señor. Está perfectamente copiada la letra nomás. El espíritu es de otro. A más, Excelencia, nadie que no sea enemigo declarado va a amenazar de muerte al Supremo Gobierno y a sus servidores. Me has convencido sólo a medias, Patiño. Lo malo, lo muy malo, lo muy grave, es que alguien viole las Arcas, robe las resmillas de filigrana. Más imperdonable aún es que ese alguien cometa la temeraria fechoría de manosear mi Cuaderno Privado. Escribir en los folios. Corregir mis apuntes. Anotar al margen juicios desjuiciados. ¿Es que los pasquinistas han invadido ya mis dominios más secretos? Continúa buscando. Por ahora seguiremos con la circular-perpetua. Mientras tanto prepárate a esgrimir con ganas la pluma. Quiero oírla haciendo gemir el papel cuando me ponga a dictarte el Auto Supremo con el cual corregiré la mofa decretoria.

Ah Patiño, ¿qué es de esa otra investigación que te ordené? ¿La del penal del Tevegó, Señor? Aquí está ya escrito el oficio al comandante de la Villa Real de la Concepción para que proceda al desmantelamiento del penal. Sólo falta su firma, Señor. ¡No, patán! No te hablo de ese pueblo de fantasmas de piedra. Te ordené investigar quién fue el cura que portando el viático me salió al paso la tarde del temporal en que caí del caballo. Sí, Señor; no hubo ningún cura que portara viático esa tarde. No hubo ningún moribundo. Lo he averiguado perfectamente. Sobre ese asunto o barrumbada a su decir, Señor, no hubo más que vagos díceres. Se dice decires, mal decidor. Exacto, Señor. Malignos rumores, chismes, habladurías que salieron de la casa de los Carísimos por su odio contra el Gobierno para probar que su caída fue un castigo de Dios. Hasta un barato pasquín anduvo viboreando por ahí con ese rumor entre los malaslenguas. Vuecencia tiene toda la información sumaria en ese legajo. Lo ha leído a su regreso del Cuartel del Hospital. ¿Quiere, Señor, que lo vuelva a leer? No. No vamos a perder más tiempo en menudencias que los murmuradores escribas repetirán prolijamente a través de los siglos.

¿Éstos son los que van a defender la verdad mediante poemas, novelas, fábulas, libelos, sátiras, diatribas? ¿Cuál es su mérito? Repetir lo que otros dijeron y escribieron. Príapo, aquel dios de madera de la antigüedad, llegó a retener algunas palabras griegas que escuchaba a su dueño mientras leía a su sombra. El gallo de Luciano, dos mil años atrás, a fuerza de frecuentar el trato de los hombres acabó por hablar. Fantaseaba tan bien como ellos. ¡Si tan siquiera supiesen los escritores imitar a los animales! Héroe, el perro del último gobernador español, pese a ser chapetón y realista, fue más sabio palabrero que el más pintado de los areopagitas. Mi ignorante y rústico Sultán después de muerto adquirió tanta o mayor sabiduría que la del rey Salomón. El papagayo que regalé a los Robertson, rezaba el Padre Nuestro con la misma voz del obispo Panes. Mejor, mucho mejor que el obispo, el lorogallo. Dicción más nítida, sin salpicaduras de saliva. Ventaja del pajarraco tener la lengua seca. Entonación más sincera que la hipócrita jerga de los clerigallos. Animal puro, el papagayo parlotea el lenguaje inventado por los hombres sin tener conciencia de ello. Sobre todo, sin interés utilitario. Desde el aro al aire libre, pese a su doméstico cautiverio, predicaba una lengua viva que la lengua muerta de los escritores encerrados en las jaulas-ataúdes de sus libros no puede imitar.

Hubo épocas en la historia de la humanidad en que el escritor era una persona sagrada. Escribió los libros sacros. Libros universales. Los códigos. La épica. Los oráculos. Sentencias inscriptas en las paredes de las criptas; ejemplos, en los pórticos de los templos. No asquerosos pasquines. Pero en aquellos tiempos el escritor no era un individuo solo; era un pueblo. Transmitía sus misterios de edad en edad. Así fueron escritos los Libros Antiguos. Siempre nuevos. Siempre actuales. Siempre futuros.

Tienen los libros un destino, pero el destino no tiene ningún libro. Los propios profetas, sin el pueblo del que habían sido cortados por señal y por fábula, no hubieran podido escribir la Biblia. El pueblo griego llamado Homero, compuso la Ilíada. Los egipcios y los chinos dictaron sus historias a escribientes que soñaban ser el pueblo, no a copistas que estornudaban como tú sobre lo escrito. El pueblo-homero hace una novela. Por tal la dio. Por tal fue recibida. Nadie duda que Troya y Agamenón hayan existido menos que el Vellocino de Oro, que el Candiré del Perú, que la Tierra-sin -Mal y la Ciudad-Resplandeciente de nuestras leyendas indígenas.

Cervantes, manco, escribe su gran novela con la mano que le falta ¿Quién podría afirmar que el Flaco Caballero del Verde Gabán sea menos real que el autor mismo? ¿Quién podría negar que el gordo escudero-secretario sea menos real que tú; montado en su mula a la saga del rocín de su amo, más real que tú montado en la palangana embridando malamente la pluma?

Doscientos años más tarde, los testigos de aquellas historias no viven. Doscientos años más jóvenes, los lectores no saben si se trata de fábulas, de historias verdaderas, de fingidas verdades. Igual cosa nos pasará a nosotros, que pasaremos a ser seres irreales-reales. Entonces ya no pasaremos. ¡Menos mal, Excelencia!

Debiera haber leyes en todos los países que se consideran civilizados, como las que he establecido en el Paraguay, contra los plumíferos de toda laya. Corrompidos corruptores. Vagos. Malentretenidos. Truhanes, rufianes de la letra escrita. Arrancaríase así el peor veneno que padecen los pueblos.

«El atrabiliario Dictador tiene un almacén de cuadernos con cláusulas y conceptos que ha sacado de los buenos libros. Cuando le urge redactar algún papel los repasa. Selecciona las sentencias y frases que a su juicio son las de más efecto, y las va derramando aquí y allá, vengan o no a cuento. Todo su estudio se cifra en el buen estilo. De los buenos panegíricos memoriza las cláusulas que más le impresionan. Pone a mano el diccionario para variar las voces. Sin él no trabaja cosa alguna. La His toria de los Romanos y las Cartas de Luis XIV son el diurno en que reza diariamente. Ahora se ha dedicado a aprender el inglés con su socio Robertson, para aprovechar los buenos libros que éste tiene y le ha acopiado en Londres y Buenos Aires por medio de sus socios.

»Hay algo más, Rvdo. Padre, sobre la simulada fobia que el Gran Cancerbero manifiesta tener contra los escritores, producto, sin duda, de la envidia y los resentimientos de este hombre con pujos de César y de Fénix de los Ingenios, a quien la lipemanía que padece le anemizó el cerebro.