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La hermenéutica es creadora en un segundo sentido, pues revela ciertos valores que no eran evidentes en el plano de la experiencia inmediata. Pongamos el ejemplo del árbol cósmico en Indonesia, en Siberia en Mesopotamia; hay rasgos comunes a los tres simbolismos, pero, evidentemente, este parentesco no era conocido del hombre mesopotámico, indonesio o siberiano. El trabajo hermenéutico revela las significaciones latentes y el devenir de los símbolos. Vea los valores que los teólogos cristianos han acumulado a los valores precristianos del árbol cósmico o del axis mundi o de la cruz, o también el simbolismo del bautismo. El agua ha tenido siempre y en todas partes un significado de «purificación», bautismal. Con el cristianismo se añade a este simbolismo un nuevo valor, sin destruir la estructura anterior, que, por el contrario, se completa y enriquece. En efecto, el bautismo es para el cristiano un sacramento por el hecho de haber sido instituido por Cristo.

La hermenéutica es creadora aun en otro sentido. El lector que comprende, por ejemplo, el simbolismo del árbol cósmico -y creo que tal es el caso incluso entre quienes no se interesan de ordinario por la historia de las religiones- experimenta algo más que un goce intelectual. Hace un descubrimiento importante para su vida. En adelante, cuando contemple determinados árboles, verá en ellos la expresión del misterio del ritmo cósmico. Verá el misterio de la vida que se recupera y continúa: el invierno, con la caída de las hojas; la primavera… Esto posee una importancia muy distinta de la del desciframiento de una inscripción griega ó romana. Un descubrimiento de orden histórico nunca es desdeñable, ciertamente. Pero en este caso se descubre una cierta posición del espíritu en el mundo, y aunque no se trate de una postura propia, nunca dejará de afectarnos. El espíritu es creador gracias a estos encuentros. Recuerde el encuentro del siglo xix con la pintura japonesa o el del siglo xx con la escultura y las máscaras africanas. No se trata ya de simples descubrimientos culturales, sino de encuentros creadores.

– La tarea hermenéutica es un trabajo de conocimiento, pero, ¿cuál es el criterio de la verdad? Pienso, al escucharle, que si va preparada por un trabajo de ciencia «objetiva», la hermenéutica pide de por sí no unos criterios «objetivos», lo que nos llevaría a pensar que el sujeto está ausente de lo que considera, sino, en definitiva, unos criterios de «verdad poética». Cuanto conocemos a través del a cto de conocimiento, lo cambiamos, y a la vez somos cambiados nosotros mismos por nuestro conocimiento. Hermenéutica infinita, ya que, al leer a Eliade, lo interpretamos, del mismo modo que él interpreta este o aquel símbolo iranio…

– Sin duda… Pero cuando se trata de esos grandes símbolos que ponen en relación la vida cósmica y la existencia humana, en su ciclo de muerte y renacimiento -el árbol cósmico, por ejemplo- hay algo fundamental, que reaparecerá en las distintas culturas: un secreto del universo que es a la vez un secreto de la condición humana. Y no sólo se revelará la solidaridad entre la condición humana y la condición cósmica, sino también el hecho de que se trata, en cada caso, de su propio destino. Esta revelación puede afectar a mi propia vida. Un sentido fundamental, por consiguiente, un sentido con el que se irán conectando otros. Cuando el árbol cósmico recibe la significación de la cruz, ello no resulta evidente para un indonesio, pero si alguien le explica que, para los cristianos, ese símbolo significa una regeneración, una vida nueva, el indonesio no se sentirá sorprendido, sino que hallará ahí algo que le resulta familiar. Árbol o cruz, se trata del mismo misterio de la vida y la resurrección. El símbolo está siempre abierto. Y en cuanto a mi interpretación, nunca debo olvidar que es la de un investigador de hoy. La interpretación jamás está acabada.

– Nos invita a captar la universalidad del símbolo más allá de la diversidad de las simbolizaciones. Nos muestra la apertura indefinida del símbolo y de la interpretación. Sin embargo, rechaza la vía que quiza nos condujera a una especie de relativismo, de subjetivismo y, enseguida, de nihilismo, esa vía que consistiría en decir: «Sí, las cosas tienen sentido, pero ese sentido no se apoya en nada que no sea cuanto de más fortuito y fugitivo hay en mí…». Mi pregunta ahora es ésta: ¿enlaza la experiencia religiosa -y en qué modo - con una verdad tra nshistórica? ¿Qué clase de «t rascendencia» admite? ¿Cree que la verdad ad está del lado de un Claudel y de su actitud exegética o del lado de los existencialistas, de un Sartre, que dicen: «El hombre no puede prescindir d el sentido, pero ese sentido lo inventa el mismo en un cielo desierto»?

– Estoy ciertamente en contra de esa última interpretación: ¡«en el cielo desierto»! Me parece que los mensajes emitidos por los símbolos fundamentales revelan un mundo de significaciones que no se reduce únicamente a nuestra experiencia histórica e inmanente. «El cielo desierto…». Es una metáfora admirable para un hombre moderno cuyos antepasados creían en un cielo poblado de seres antropomórficos, los dioses. El cielo, ciertamente, está va vacío de tales seres. Por mi parte, creo que las religiones y las filosofías en ellas inspiradas -pienso en las Upanishads, en Dante, en el taoísmo…- nos revelan algo esencial que somos capaces de asimilar. Entiéndase bien que se trata de algo imposible de aprender de memoria, como el último descubrimiento científico o arqueológico. Lo que quiero decir, y lo digo en mi propio nombre, no es que de ahí saque yo una consecuencia filosófica a partir de mi labor como historiador de las religiones. En fin, la respuesta de Sartre y de los existencialistas no me convence: un «cielo vacío»… Más me atrae la «gnosis de Princeton», por ejemplo. Llama la atención el hecho de que los más grandes matemáticos y astrónomos de nuestros días, que se han formado además en una sociedad totalmente desacralizada, lleguen a unas conclusiones científicas y hasta filosóficas muy cercanas a ciertas filosofías relígiosas. Llama la atención ver cómo los físicos, los astrofísicos y sobre todo los especialistas de la física teórica reconstruyen un universo en el que Dios tiene un lugar, así como la idea de una cosmogonía. de una creación. Hay en ello algo semejante al monoteísmo mosaico, pero sin antropomorfismos, algo que también nos lleva hacia ciertas filosofías indias, que esos sabios desconocían. Es un hecho importantísimo. La «gnosis de Princeton» me parece además significativa por el gran éxito y el público que ha atraído el libro de Ruyer.

– Querría precisar ahora mismo mi pregunta. ¿Cómo conciliar una actitud religiosa y una actitud científica? Por una parte, nos sentimos impulsados a creer que, más allá de lo sensible, hay, cuando no un Dios o unos dioses, al menos algo divino, un mundo espiritual. La hermenéutica, por su parte, nos llevaría a apropiarnos ese algo divino. Por otra parte, sabemos, por ejemplo, que el paso del Paleolítico al Neolítico supone la construcción de todo un edificio de creencias, de mitos, de ritos. ¿Cómo creer, instruidos por esta ciencia histórica, «materialista», que esas creencias vincu-ladas a los cambios técnicos, económicos, sociales, puedan encerrar un sentido transhistórico, una trascendencia?

– Desde hace algún tiempo he decidido adoptar una cierta actitud discreta acerca de lo que creo o no creo. Pero mi esfuerzo se ha orientado siempre a comprender a quienes creen en algo: el chamán o el yogui o el australiano igual que un gran santo, un maestro Eckart, un Francisco de Asís. En este punto le respondería como historiador de las religiones. Siendo lo que es el hombre, es decir no un ángel o un espíritu, es obvio que la experiencia de lo sagrado se produce en su caso a través de un cuerpo, de una determinada mentalidad, de un cierto ambiente social. El cazador primitivo no podía captar la santidad y el misterio de la fecundidad de la tierra igual que podía hacerlo el cultivador. Entre estos dos universos de valores religiosos hay una ruptura evidente. Antes eran dos huesos de la pieza cazada los que tenían un significado sagrado; luego, los valores religiosos se refieren en especial al hombre y la mujer, cuya unión tiene por modelo la hierogamia cósmica. Pero lo importante para el historiador de las religiones es que la invención de la agricultura permitirá al hombre profundizar en el carácter cíclico de la vida. Bien entendido, el cazador primitivo sabía perfectamente que la caza pare en primavera. Pero es el agricultor el que capta la relación causal entre semilla y cosecha, como la analogía entre semilla vegetal y semilla humana. Al mismo tiempo se afirmará la importancia económica, social y religiosa de la mujer. Ya ve cómo, a través de un descubrimiento técnico, la agricultura, se revela a la conciencia humana un misterio mucho más profundo que el que contemplaba el cazador. Se descubre ahora que el cosmos es un organismo vivo, regido por un ritmo, por un ciclo en que la vida esta íntima y necesariamente ligada a la muerte, pues la semilla no puede renacer sino a través de su propia muerte. Y este descubrimiento técnico le reveló su propio modo de existir. En el Neolítico nacieron las grandes metáforas que se mantienen desde el Antiguo Testamento hasta nosotros: «El hombre es como la hierba del campo», y otras muchas. Pero no hay que entender este tema como una lamentación sobre el carácter efímero de la planta, sino como un mensaje optimista, como un reconocimiento del circuito eterno de la vegetación y de la vida… En resumen, para precisar mi respuesta, es cierto que como con-secuencia de un cambio radical de tecnología, los antiguos valores religiosos, si no son abolidos, al menos quedan disminuidos, mientras que sobre otras condiciones económicas se fundamentan unos nuevos valores. Esta economía nueva revelará una significación religiosa y creadora. La agricultura posee para la historia del espíritu una importancia no menor que para la historia de la civilización material. En la existencia del cazador no era evidente la uni-dad de la vida y de la muerte; lo fue a partir del trabajo agrícola.