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– En todo caso, el chamán es un actor en la medida en que algunas dé sus prácticas son teatrales. En un sentido más general, el chamanismo puede ser considerado como una raíz común tanto de la filosofía como de las artes representativas. Los relatos de los viajes chamánicos a los cielos o a los infiernos están en el origen de ciertos poemas épicos y de algunos cuentos. El chamán, para ser guía espiritual de la comunidad, para edificarla y darle seguridad. debe a la vez representar las cosas invisibles y manifestar -siquiera mediante sus trucos- el poder que detenta. El espectáculo que ofrece a tal fin, así como las máscaras que se pone para esta ocasión, todo ello constituye una de las fuentes del teatro. El modelo chamánico reaparece hasta en la Divina comedia. El viaje de Dante, lo mismo que el del chamán, nos recuerda cuáles son las cosas ejemplares y dignas de fe.

CHICAGO

– Hace ya casi veinte años que enseña en la Universidad de Chicago. ¿Por qué Chicago?

– Fui invitado a dar las célebres «Haskell lectures» que también habían dictado Rudolf Otto y Massignon… Estas seis conferencias fueron publicadas bajo el título de Naissances mystiques. Cuando Joachim Wach, que me había invitado, murió, el decano insistió en que se me nombrase profesor titular y jefe del departamento de historia de las religiones. Dudé mucho en aceptar y al fin lo hice para cuatro años. Pero luego me quedé, pues la labor que allí desarrollaba era muy importante para mí, para nuestra disciplina y también para la cultura americana. En 1957 había tres cátedras de historia de las religiones en los Estados Unidos; hoy hay casi treinta, la mitad de ellas ocupadas por antiguos alumnos de nuestro departamento. Pero no fue únicamente el interés del trabajo lo que me retuvo, sino la atmósfera de la universidad, su enorme libertad, su tolerancia. No soy el único que encuentra admirable, casi paradisiaca aquella atmósfera. Georges Dumézil, que ha pasado por allí como invitado, Paúl Ricoeur, que es actualmente colega nuestro, sienten lo mismo. Esta inmensa libertad de enseñanza, de opinión, y el diálogo con los estudiantes, a los que tenemos tiempo de conocer en los seminarios, en sus alojamientos o en nuestra casa… Se tiene allí la certeza de que no se está perdiendo el tiempo.

– ¿Tiene la sensación de estar en el origen de una «escuela» de historia de las religiones, de una corriente de interpretación y de trabajo extendida por los Estados Unidos?

– Es cierto que (Chicago se sitúa en el origen del éxito alcanzado por nuestra disciplina. Pero ese éxito se ha visto favorecido por el momento histórico. Algunos americanos han comprendido que, para iniciar un diálogo con un africano o un indonesio, no bastan los conocimientos de economía política y de sociología, sino que es preciso conocer también la cultura. No es posible comprender una cultura exótica o arcaica a menos que se acierte a captar su fuente que es siempre de carácter religioso. Por otra parte, ya sabe que la Constitución prohibe la enseñanza de la religión en las universidades estatales; durante el siglo pasado se temía que una cátedra de «religión» no fuera otra cosa que una cátedra de teología cristiana o de historia de la Iglesia. Pues bien, cuando las demás universidades, después del éxito de las diez o doce primeras cátedras, cayeron en la cuenta de que se trataba de una historia

general de las religiones, que se estudiaba el hinduismo, el Islam y los primitivos, aceptaron este tipo de enseñanza. Al principio se camuflaba como «religiones de Asia» o como «estudios indios», por ejemplo; hoy estas cátedras se titulan de «historia y fenomenología de las religiones».

– ¿No podría ocurrir que el historiador de las religiones, al que se creería muy apartado de los problemas actuales, se encontrara más pronto o más tarde en la misma situación de sus colegas geógrafos o físicos, puesto que la universidad americana, como sabe mejor que muchos, se ha visto sacudida por una crisis de conciencia que la ha llevado a preguntarse si se puede colaborar en el armamento nuclear o en el bombardeo de los diques de Vietnam…? Porque podría pensarse que en una «guerra psicológica» no dejaría de ser útil la fabricación de «bombas mesiánicas». Ahí está el uso que hacen del psicoanálisis los hombres de la publicidad. Cabría imaginar que los hombres de guerra también pueden utilizar en un momento dado los mitos religiosos.

– Sí… Escribí un artículo sobre el mesianismo antes de la independencia del Congo. Conozco bien los mitos mesiánicos bantúes; allí anuncié cosas que luego, con la independencia, ocurrieron: aquella gente se deshizo de sus ganados porque estaba a punto de regresar el antepasado mítico. Los libros sobre mesianismo de los pueblos arcaicos anunciaban ciertos crímenes, ciertos excesos… Pero no creo que los generales se decidan a buscar sus armas en el estudio de la historia de las religiones. En cambio, atribuyo una «función social» a esta disciplina ahora en desarrollo hasta el punto de hacerse popular. En efecto, ha servido para abrir el camino a un cierto ecumenismo religioso, no solamente cristiano. Ha favorecido el encuentro entre representantes de las diversas religiones.

– ¿Cómo se desarrolla su vida en Chicago?

– La Universidad se halla situada en un parque inmenso, junto a un lago, a diez kilómetros del centro. Todo está allí reunido: la enorme biblioteca y también el Instituto oriental, con sus archivos admirables, un museo, pequeño pero muy bello, y los grandes especialistas en orientalismo. En fin, todo. Esto facilita no sólo la información, sino también la verificación de la información. Siempre tengo la posibilidad de consultar a un hititólogo, a un asiriólogo o a alguien que acaba de regresar de la India, donde ha realizado estudios sobre la vida de una aldea. Todo esto, para un investigador, resulta muy valioso, si se compara con la dispersión en que se hallan lugares y profesores en una universidad europea. Cambridge y Oxford son un poco los modelos de las universidades americanas. Me gusta mucho el campus de Chicago.

– ¿Y la ciudad?

– Chicago es considerada la ciudad más avanzada desde el punto de vista de la arquitectura, con sus edificios de ciento diez pisos. No me gusta porque es negra. Ahora está de moda construirlo todo de color negro. Cierto, esos cristales oscuros permiten a quienes están dentro ver lo que pasa fuera sin ser vistos. Pero me gustarían más unos colores que armonizaran con el paisaje.

– ¿Cómo es su casa?

– Vivimos en el segundo piso de una casa pequeña, con jardín y terraza de madera, en una gran avenida plantada de árboles, bellísima. Está a veinte pasos del despacho en que guardo una parte de mi biblioteca, donde trabajo muchas veces durante el día y recibo a los estudiantes. La biblioteca se halla a cuatrocientos metros de allí, y el aula a menos de un kilómetro. Todo el mundo vive allí mismo, cosa que me agrada. Es un lugar bellísimo, y nos sentimos muy felices, porque siempre hay ardillas que vienen en busca de almendras. Durante el invierno hay un cardenal, ese pájaro rojo que lamentablemente no vive en Europa y que plantea un problema. Me asombra que los teólogos no hayan insistido en este ejemplo para explicar la Providencia. ¿Cómo explicar que, sin ella, haya podido sobrevivir este pájaro de un rojo flamígero? No puede camuflarse en ningún sitio, ni siquiera en un árbol, pues se le ve desde todas partes… Hablo en broma, pero de todos modos ahí queda la pregunta.

– ¿Considera importante el lugar en que vive?

– Sí, no puedo vivir en una casa o en una habitación que no me guste. En Londres, en Oxford lo pasé mal en este sentido. No puedo vivir en cualquier sitio. Hace falta que algo me agrade, me atraiga, que me haga sentirme a gusto. Busqué una casa en la que pudiera vivir a mi modo.

No me gusta el «espacio americano». Me gusta el campus y algunas cosas de Chicago, como el poder enorme del centro. Hay otras ciudades que me resultan más agradables, como San Francisco, Boston o una parte de Nueva York y de Washington. Me gustan algunos parajes como Santa Bárbara, la bahía de San Francisco. Pero no es aquel un país como Italia, como Francia, en que el paisaje es de una inmensa belleza, donde hay historia y variedad. Chicago se halla en una llanura extendida a lo largo de mil kilómetros; de vez en cuando se ven ciudades y esos barrios del gran suburbio a los que se da el nombre de «paraísos artificiales», porque son lugares para retirados, que viven en hermosas casas y chalés, pero todo, en efecto, muy artifícial. Incluso en las más bellas ciudades americanas hay barrios de una fealdad exasperante… No es que mantenga una actitud negativa ante este espacio americano que no me gusta o ante el estilo de vida americano, algunos de cuyos aspectos me parecen interesantes. Lo que me gusta de la vida americana, por ejemplo, es la importancia que se atribuye a la esposa, y no sólo desde el punto de vista social, sino también cultura y espiritual. Las invitaciones incluyen siempre a la esposa. Cuando se me pidió que me quedara en América, lo primero que me preguntaron fue si la idea le agradaba a mi mujer. Esta atención hacia la esposa, hacia la familia, me gusta. Se acusa con razón a los americanos de muchas cosas, pero hay otras admirables de las que se habla muy poco, por ejemplo, su gran tolerancia religiosa y espiritual.

¿PROFESOR O GURÚ?

– Su lugar de trabajo es, en definitiva, América. Me gustaría saber qué clase de profesor es.

– Nunca he sido un profesor «sistemático». Ya en Bucarest daba por supuesto que los estudiantes habían leído alguna vida de Buda, algunas Upanishads, algo sobre el problema del mal. No empezaba de manera didáctica ni me preparaba o escribía mis clases. Tomaba algunas notas y luego seguía las reacciones de los estudiantes. Hoy hago lo mismo. Me trazo un plan, medito durante algunas horas antes de dar la clase, elijo las citas, pero no llevo nada escrito. No se corre ningún peligro grave; si repito algo, no tiene importancia, si me olvido de algo, hablo de ello al día siguiente o al final de la clase. El sistema americano es excelente: después de los cincuenta minutos de exposición hay siempre diez minutos de discusión, para hacer preguntas. En mis tiempos era muy distinto: llegaba el profesor, hablaba y luego se marchaba. No volvíamos a verle durante una semana. Quizá hayan cambiado las cosas en todas partes. En todo caso, ocurre muchas veces durante los diez minutos de diálogo que, con motivo de una pregunta, me doy cuenta de haber omitido un detalle importante, Paul Ricoeur está asombrado de la relación que aquí mantenemos con los alumnos. En Nanterre ocurría a veces que en un solo curso había mil estudiantes, a los que era imposible conocer. Tenía que enseñar filosofía a toda una masa. Aquí se mantiene una relación personal. Ya durante la primera lección se les dice a los estudiantes: «Escriban sus nombres en esta cuartilla y vengan a verme». Al comienzo del curso reservo dos largas tardes por semana para entrevistarme con todos ellos, media hora con cada uno, incluso con los del año anterior, para refrescarme la memoria: ¿ qué ha hecho durante el verano, qué piensa hacer? Al cabo de un mes de curso, me entrevisto con todos ellos durante una hora. Si he de decir la verdad, cada vez me gusta menos dirigir cursos de cien personas. En otros tiempos, sobre todo en Rumania, cuando hablaba de cosas casi desconocidas, la enseñanza me apasionaba. Hablaba en mi propia lengua, me dirigía a la juventud y yo mismo era joven todavía, aún me quedaban por decir y descubrir muchas cosas que ahora ya tengo publicadas. Al final de esta actividad que viene durando ya cuarenta años, evidentemente, siento que tengo menos cosas que decir en forma de conferencia. Pero lo que siempre me ha gustado es el trabajo de seminario, en que todos nos unimos en una misma tarea. Mi último seminario, que dirigí en 1976, trataba de la alquimia y el hérmetismo del Renacimiento. Fue algo apasionante. Esto es lo que más me gustá: ahonda en ciertos detalles con un grupo bien preparado, profundizar en algunos problemas por los que siento especial predilección. Es de este modo como aprende a trabajar el estudiante, como adquiere un método. Allí prepara una exposición, le escuchamos, invito a sus colegas a comentar su conferencia, intervengo, y el diálogo dura a veces horas y horas. Pero creo que no es perder el tiempo, pues lo que allí les doy es algo que no podrían encontrar en los libros. Del mismo modo, las entrevistas personales de comienzos del curso son también insustituibles.