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– Acaba de citar a Brancusi. Poco antes se ha referido a la unidad contradictoria de la cultura rumana. ¿Podríamos ir más lejos? En el fondo, ¿qué es ser rumano? ¿Qué significa en su caso mismo ser rumano?

– Yo me sentía descendiente y heredero de una cultura interesante por el hecho de estar situada entre dos mundos: el occidental, puramente europeo, y el oriental. Formaba parte de estos dos universos. Occidental por la lengua, la latina, y la herencia de Roma en cuanto a las costumbres. Pero al mismo tiempo formaba parte de una cultura influida por el Oriente y enraizada en el Neolítico. Así es en el caso de cualquier rumano, pero pienso que ocurre lo mismo con los búlgaros, los serbo-croatas y en general con todos los balcánicos, la Europa del Sudeste y una parte de Rusia. Y esta tensión Oriente-Occidente; tradicionalismo-modernismo; mística religión, contemplación-espíritu crítico, racionalismo, deseo de crear concretamente; esta polaridad aparece en todas las culturas. Entre Dante y Petrarca, por ejemplo, o, como decía Papini, entre la poesía de piedra y la poesía de miel. Entre Pascal y Montaigne, Goethe y Nietzsche. Pero esta tensión creadora quizá resulte un poco más compleja en nosotros, pues nos hallamos situados en los confines de los imperios muertos, como ha dicho un autor francés. Ser rumano, para mí, era vivir y expresar, y también valorar, este modo de ser en el mundo. Era preciso sacar provecho de esta herencia. Aprender el italiano, para nosotros, no cuesta trabajo. Y cuando empecé a aprender el ruso, me ayudó mucho la vertiente eslava del rumano. Sacaba provecho de todas estas cosas que me venían dadas por el simple hecho de haber nacido allí. Esta riquísima herencia aún no ha sido verdaderamente puesta de relieve por la literatura, la cultura erudita. Lo ha sido en la creación folklórica.

– ¿Cree llegado el momento de hablar de De Zalmoxis a Gengis Khan?

– Se trata de un libro muy personal y al mismo tiempo es una experiencia en cuanto al método. El problema era éste: disponemos de una tradición folklórica y de una tradición histórica, también importante, pero cuyos documentos son vagos y se hallan dispersos; ¿cómo reconstruir, a partir de estos elementos, las creencias de los dacios? Al mismo tiempo, me fascinaban ciertos problemas. En la leyenda de Manole se habla de un sacrificio humano. Para terminar el monasterio, Manole hubo de emparedar a su mujer. Esta leyenda circula por todos los Balcanes. Lingüistas, balcanólogos, romanistas, todos están de acuerdo en preferir la versión rumana. ¿Por qué esta balada precisamente se ha convertido en una obra maestra de la literatura popular rumana? ¿Por qué se expresan en La cordera vidente la Weltanschauung , la nostalgia del pastor? Ante estos problemas, el historiador de las religiones está en condiciones de ver cosas que el puro folklorista no puede advertir.

– ¿Consideraría a Brancusi una figura ejemplar de ese «ser rumano»?

– Sí, en el sentido de que, en París, Brancusi vivía en la atmósfera de la vanguardia artística, pero sin abandonar, a pesar de ello, la forma de existencia de un campesino de los Cárpatos. Expresó su pensamiento artístico siguiendo los modelos que encontró en los Cárpatos, pero sin repetir esos modelos en la línea de un folklorismo barato. Los recreó, logró inventar sus formas arquetípicas, que asombraron al mundo por el hecho de que Brancusi profundizó en la tradición neolítica, en que encontró sus raíces, sus fuentes… En lugar de inspirarse en el arte popular rumano moderno, supo remontarse hasta las fuentes de ese mismo arte popular.

– ¿Podríamos decir que recuperó no las formas, sino las fuerzas que nutren esas mismas formas?

– Exactamente. Y si logró recuperarlas fue precisamente porque se empeñó en vivir la vida misma que llevaban sus padres, sus parientes en los Cárpatos.

– En su Diario lamenta que la timidez le impidiera establecer contacto con Brancusi. También nosotros lo lamentamos. Pero al menos tenemos un encuentro en el terreno literario, podríamos decir, entre Brancusi y Mircea Eliade. En uno de sus textos, admirable y poco conocido, capta, como acaba de decir, las raíces profundas de la inspiración de Brancusi, pero además hace una lectura absolutamente personal y nutrida de cuanto aprendió en la lenta tarea de descifrar los mitos primordiales. Hace una lectura de las imágenes centrales de Brancusi -la ascensión, el árbol, el pájaro - y llega a esta conclusión: Brancusi ha hecho volar la materia como el alquimista. Y lo ha logrado en virtud del maridaje de los contrarios, pues lo que da la imagen y el signo de la mayor ligereza es precisamente lo que, por otro lado, constituye e l signo de la opacidad, d e la caída, de la pesantez: la piedra. Este bellísimo texto ocupa un lugar eminente en su obra.

POR PATRIA, EL MUNDO

– A veces me pregunto: ¿Cómo será posible que un hombre como Mircea Eliade sea capaz de vivir su diversidad de lenguas, de culturas, de patrias, de casas, de países? Ahora empiezo a entenderlo, pero de todos modos me gustaría preguntarle cómo se establece, en su caso, este diálogo entre la patria y el mundo.

– Para todo exiliado, la patria es la lengua materna que sigue hablando. Felizmente, mi mujer es rumana, y ella juega el papel de la patria, puesto que entre nosotros hablamos en rumano. La patria es para mí, por consiguiente, la lengua que hablo con ella y con mis amigos, pero sobre todo con ella; la lengua en que sueño y escribo mi diario. No se trata, por tanto, de una patria únicamente interior, onírica. Pero no hay contradicción alguna, ni tan siquiera tensión, entre el mundo y la patria. En cualquier parte hay un centro del mundo. Una vez situado en el centro, el hombre se encuentra en su sitio, auténticamente en el verdadero yo y en centro del cosmos. El exilio ayuda a comprender que el mundo jamás nos es extraño desde el momento en que en él tenemos un centro. Ese «simbolismo del centro», no sólo lo entiendo, sino que además lo vivo.

– Sé que ha viajado mucho, pero presiento que no es viajero por vocación.

– Es posible que, para mí, los viajes más importantes hayan sido los que he hecho a pie, entre los doce y los diecinueve años,

en verano, durante semanas y semanas, viviendo en las aldeas o en los monasterios, empujado por el deseo de dejar la llanura de Bucarest, de conocer los Cárpatos, el Danubio, las aldeas de pescadores del delta, el mar Negro… Conozco muy bien mi país.

– La última página de los Fragmentos de un diario está dedicada a los viajes. Allí dice: «La fascinación del viaje no depende únicamente de los espacios, de las formas y los colores -los lugares a los que vamos o recorremos -, sino también de los distintos " tiempos" personales que reactualizamos. Cuanto más avanzo en la vida, más tengo la impresión de que los v iajes t ienen lugar concomitantemente en el tiempo y en el espacio».

– Sí, y ahí está el hecho de que al visitar Venecia, por ejemplo, revivo los tiempos de mis primeros viajes a Venecia… Es posible recuperar todo el pasado en el espacio: una calle, una iglesia, un árbol… Entonces, se recupera de golpe todo el tiempo. Esa es una de las cosas que tan enriquecedores hacen a los viajes para uno mismo, dialoga con la persona que era hace quince o veinte años. Se recupera esa persona, se recupera el propio tiempo, el momento histórico de hace veinte años.

– ¿Podríamos caracterizarle como un nostálgico, pero de nostalgias felices?

– ¡Sí, por supuesto! Es una bella fórmula, tiene razón. Mediante la nostalgia recupero las cosas valiosas. Por eso siento que no he perdido nada, que nada se pierde.

– Creo que estamos tocando cosas que tienen una gran importancia en su vida: nada se ha perdido; nunca se ha dejado morder por el resentimiento.

– Sí, es cierto.

– Ha escrito muy poco para el teatro -una pieza sobre Brancusi, La columna infinita, y una Ifigenia moderna… - A juzgar por algunos pasajes de El bosque prohibido y de su Diario (sobre Artaud), sin embargo, ha prestado una atención especialísima a la representación del tiempo en el teatro: representación de un tiempo i maginarío -mítico - en la du racíon real de un espectáculo.

– Sí, lo mismo que el tiempo litúrgico difiere del tiempo profano, del tiempo de la cronología y de nuestros horarios de trabajo, el tiempo teatral es una «salida» del tiempo ordinario. Lo mismo ocurre con la música, con cierta clase de música al menos, y pienso especialmente en Bach, que nos hace salir a veces del tiempo cotidiano. Es una experiencia que todos hemos tenido, que

por consiguiente puede ayudar al espíritu más «profano» a entender qué es el tiempo sagrado, el tiempo litúrgico… Pero no me fascina menos la condición del actor que esta calidad del tiempo teatral. El actor sabe de una especie de «transmigración». Encarnar

tantos personajes, ¿no equivale acaso a reencarnarse otras tantas veces? Al término de su vida, estoy seguro de que el comediante posee una experiencia humana de una calidad distinta que la nuestra. Creo que no es posible entregarse a este juego de encarnaciones tan numerosas impunemente, a menos que se adopte una determinada ascesis.

– ¿Es el actor una especie de chamán?