A mi lado se había instalado un joven negro. Apoyaba, como yo, los brazos en la barandilla y miraba en silencio la costa. El cielo estaba gris azulado, el aire era sofocante pero yo me resistía a retirarme a la sombra no menos calurosa.

– Hermosa isla -dijo el hombre sin dirigirse a mí, pero estábamos solos y tuve que darme por aludida.

– Muy hermosa -contesté.

Me miró de frente y sonrió con una sonrisa blanquísima que iluminó su rostro oscuro.

Su español era suave y melodioso. Hablaba como una persona educada. Su lenguaje guardaba relación con el traje blanco, de corte europeo, y con su forma especial, reservada y cordial al mismo tiempo, de dirigirse a mí.

– Soy médico -me dijo- y regreso a mi hospital. El continente es muy distinto a esto. -Y señalaba la isla brumosa y cercana. Cuando supo la razón de mi viaje volvió a sonreír-. La necesitamos -afirmó-. Necesitamos medicinas y escuelas. Pero sólo nos mandan hombres de negocios… Los niños la estarán esperando.

Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquélla era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida en la cabeza. Una choza de calabó, como todas las del poblado, con el techo de hojas de nipa entrelazadas sobre el armazón de bambú. Estaba un poco en alto, rodeada de un bosquecillo ralo de palmeras. Desde allí se veía el mar. Los niños negros me miraban sonrientes y desde ese primer momento supe que no me había equivocado.

En noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y me veo allí, bajo el techo de palma entretejida, tumbada en el chinchorro que se mueve despacio esperando la caricia del mar en la amanecida. Manuel se empeña en mover un abanico sobre mí. «Quieto, Manuel», le digo, «vete a dormir.» Se arrastra hasta la arena de la playa, desaparece en la pendiente que desciende brusca, hasta el agua. «Báñate», me dice todos los días, «báñate y saldrás del calor.» Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua, de la barrica, bien fresquita… un poquito de coco…

Pero el calor me aplasta. Un baño de vapor, una opresión en los pulmones que se resisten a filtrar el oxígeno. Mi casa era como todas: una cama de bambú, sin ropas ni almohada; un banco y una mesa también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.

Pero mi lugar preferido era el chinchorro que colgaba a la entrada, bajo la sombra del tejado, que avanza y sobresale como un pequeño toldo vegetal.

Empezábamos temprano. El frescor de la hora primerísima hacía soportable respirar. En seguida el aire se volvía denso, pastoso. Yo trataba de olvidarla dureza del clima, el traje de hilo empapado en sudor, la pesadez de mi cabeza. Y trabajaba.

Ningún niño sabía español suficiente para seguir una explicación. Yo dibujaba en la pizarra las cosas con sus nombres e intentaba que ellos reconocieran las palabras cuando borraba los dibujos. Una pizarra grisácea y desconchada, apoyada en el suelo, era la única ayuda. Más adelante, de mi baúl salieron libros, cuadernos, lapiceros y mapas. Retrocedían. Era su manera de mostrar extrañeza y precaución. Luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.

Aferraban los lapiceros con sus manos oscuras, las uñas rotas, las palmas rosadas y sucias. La aparición del color en el papel al presionar la mina del lápiz, producía en ellos exclamaciones de excitación. «Palmera verde», decía yo. Y señalaba la palmera y el color correspondiente. Comprendían rápidamente. Trataban de reproducir la imagen del árbol desmelenado, verde gris, verde tostado, verde. Palmera verde, mar azul, sol amarillo, sangre roja, blancos los dientes y la carne tersa del coco. Aprendían.

Los días transcurrían bajo el peso del calor que me dejaba exhausta y me llevaba al final de la jornada hasta la hamaca de palmito que flotaba en el porche de mi cabaña.

Cantábamos. Yo buscaba en el repertorio aprendido en la infancia y ampliado más tarde en la Normal. A través de las canciones trataba de explicarles el paso de las estaciones, el brillo de la nieve en el invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques. Sólo el verano los aproximaba a nosotros y al calor de nuestro sur lejano.

Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.

Bailaban y cantaban, atrás y adelante, adelante y atrás, con vigoroso ritmo. Me enseñaban los nombres de sus árboles, calabó, ceiba, ukola; de sus comidas, ñame, malanga, yuca; de sus animales y sus enseres.

Pero yo no estaba allí para aprender su idioma, sino para enseñarles el mío que les correspondía por derecho propio, aunque todavía lo ignorasen.

He contado muchas veces los recuerdos que me quedan de Guinea. Tantas, que llego a pensar si los transformo y los complico o, por el contrario, los simplifico demasiado. Cuando vivimos sin testigos que nos ayuden a recordar es difícil ser un buen notario. Levantamos actas confusas o contradictorias, según el poso que el tiempo haya dejado en los recodos de la memoria.

Por eso, cada vez que la mía regresa a aquella tierra, me pregunto si reconstruyo de verdad los sucesos, si registro de modo fiable las sensaciones; es decir, si recuerdo o fabulo. He llegado a incorporar a mi historia las historias de Guinea. Parte de lo que fui después, empezó a nacer allí. Quizás altero anécdotas, fechas, nombres, pero algo más profundo permanece grabado en la médula del sentimiento. Algo que acaba echando raíces y ramas y se enmaraña a medida que el calor del recuerdo lo hace crecer.

Cómo olvidar la lucha por la supervivencia de unos pueblos asediados por el hambre, la enfermedad, el miedo. Cómo olvidar a los niños.

Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que invadían el mundo civilizado? Rachas de pesimismo me embargaban. Me parecía que había un desajuste entre los programas oficiales que hablaban de una cultura ajena y la necesidad de aprender cosas relacionadas con su medio ambiente, sus orígenes, su propia cultura. Yo trataba de armonizar ambos caminos: el que les llevaría al conocimiento de los hallazgos culturales del hombre y aquel otro que les ayudaría a conocerse mejor como pueblo y les prepararía para trabajar por su país.

De todo esto tuve ocasión de hablar muchas veces con una persona que había entrado de modo casual en mi vida desde el día que llegué: Emile, el médico que conocí en el barco y que se convirtió en mi amigo, mi guía y mi interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.

En seguida pude observar que había muy pocas mujeres blancas, en aquella pequeña ciudad, un núcleo urbano que era el centro de los poblados cercanos.

De modo que mi presencia no pasaba desapercibida. Mi traje de hilo crudo, mi sombrilla, mi manera de andar me identificaban desde lejos. Ahí va la maestra, debían de decir en su idioma los negros. Y los blancos que llegaban a hacer compras desde sus fincas. No era difícil reconocerme y no fue raro que me encontrase frente a mi compañero del barco.

– ¿Qué tal su escuela? -me preguntó sonriente, con aquella sonrisa distendida y anchísima.

– Muy bien -le dije.

Pero debió de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez.

El calor era tan intenso que no se podía estar de pie en la calle, así que me indicó con un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro columnas.

– Pase. Trabajo aquí.

Era un centro sanitario y en la oficina de entrada había dos hombres blancos ante una mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.

– Hola -dijo uno de los hombres.

Y Emile contestó:

– Buenos días, doctor.

Me hizo sentar y quiso saber si había resuelto de la mejor manera mi alojamiento y mi comida.

El segundo hombre le miró con una sonrisa torcida.

– Mal, muy mal -dijo-. Se niega a venir al «rancho» con nosotros. Se queda en el poblado…

Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me habían hablado al llegar. Emile estaba sorprendido.

– No sabía nada porque llevo muchos días por las plantaciones. Pero mañana pasaré por su escuela y le diré si puede o no seguir viviendo allí.

Al día siguiente me visitó como había prometido. Habló con los niños en aquella lengua incomprensible para mí, les miró los ojos y los dientes y buscó ganglios inflamados.

– Están muy limpios -intervine yo-. Son limpios -rectifiqué. Y era verdad. Resplandecían cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras facetas de su ignorancia, tenían una tendencia natural a la limpieza que yo reforzaba con mis consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras él visitaba mi choza y parecía que no me escuchaba.

– Imposible que siga usted aquí -me dijo seriamente, casi ofendido-. No sé cómo se lo han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misión sobrenatural. Usted viene a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas…

Traté de decirle que me parecía bien vivir como mis niños.

– De ninguna manera -replicó-, usted carece de defensas para habitar un medio tan ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su tarea…

De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y, en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.

– Menos exótico -me dijo el primer día el Administrador del Hospital- pero más conveniente…

Me miraba y sonreía, entre burlón y suficiente. Me pareció que mi presencia allí le disgustaba aunque era él quien la había propiciado.

Me limité a asentir y me retiré a mi habitación.

Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias: las fincas estaban cerca de la ciudad pero generalmente había que llegar a ellas en bote porque los caminos eran malos y difíciles. Las plantaciones de cacao se extienden a lo largo de kilómetros. Al internarse por ellas se va siempre a la sombra de las grandes hojas del cacaotero y no se ve el horizonte más allá de unos pocos metros.