«En este pueblo», me encontré reflexionando, «sólo se puede conversar con Genaro y con don Wenceslao.»

La asociación de los dos personajes me reveló un descubrimiento que me pareció fascinante. Los dos tenían la misma mirada, parecida manera de adelantar la barbilla para escuchar, la misma sonrisa.

«Le imita», me dije. «Ha comprendido que don Wenceslao es la única persona digna de ser imitada…»

– El que no sale a la raza se le mata -fue el críptico comentario de María cuando le confié mi impresión. Solía buscar ocasiones de dirigirme a ella para tratar de romper su lejanía.

Yo estaba cogiendo el puchero de leche que se calentaba colgado de la plegancia.

– No entiendo -dije. Y ella:

– A buen entendedor…

Casi dejo caer el tazón al suelo. Las preguntas se me agolpaban en los labios: «Pero ¿cómo, cuándo, dónde…?»

– Ella trabajaba para él. El era un hombrón todavía. Todavía no se había sentado en el sillón que ahí se quedó clavado cuando ella murió y no se ha vuelto a levantar.

– ¿Y el marido, el padre de Genaro?

– Se quedó con el niño. Tenía cuatro años cuando murió ella pero ni oír de dárselo al viejo. El viejo fue al molino y se encerraron a hablar y el otro no sé qué le diría pero el niño se quedó con él. Y con él sigue…

– ¿Lo sabe Genaro? -pregunté.

María se encogió de hombros, agotada por el inusitado esfuerzo que había hecho. Se veía que la historia había despertado en ella la pasión de unos sucesos que conmovieron la vida del pueblo.

– Si no lo sabe, se enterará cuando él se muera y herede. Porque eso sí, la herencia no se la quita nadie, según dicen…

Habían pasado unos días desde mi visita al molino cuando me mandó recado el Alcalde: que fuera a su casa que estaba allí una señora Maestra que me quería conocer.

Entre perpleja y curiosa, me dirigí al Ayuntamiento, una habitación con silla, mesa y una carpeta con pocos papeles. El resto era la vivienda del Alcalde.

Atravesé el portal oscuro y llamé con los nudillos al portón. Abrió una vieja y me condujo sin palabras hasta el fondo de la casa. Allí, en un comedor húmedo, en torno a una mesa con restos de comida, estaban sentados el Alcalde y su mujer y otra persona, una mancha negra y gris, un cuerpo menudo vestido de luto y una cabeza con el pelo corto manchado de canas.

Me quedé de pie, esperando, pero nadie me invitó a sentarme.

– Aquí la tienes, Elisa, ésta es la nueva maestra.

Elisa me miró con sus ojillos sepultados bajo una maraña de cejas blanquinegras.

– Hola, muchacha -dijo-, ¿qué tal te va por el pueblo?

– Bien -contesté.

– Al principio te será difícil pero ya te irás acostumbrando. Los chicos son como animales pero hay que domarles. Y cuando no respondan, palo…

No contesté. Seguían sin invitarme a tomar asiento y me contemplaban con indiferencia como si no acabaran de decidirse a tenerme en cuenta pero tampoco a despedirme.

– Mi cuñada Elisa acaba de jubilarse y ha venido a visitarnos. Esta sí que ha sido buena maestra. En la escuela que estaba los chicos no se le movían. Y menudo respeto le tenían…

Era el Alcalde quien hablaba y me dirigió una media sonrisa socarrona e impertinente de modo que no dudara que la alabanza de la vieja cuñada iba dirigida a criticarme a mí.

– Si no me necesitan… -dije haciendo ademán de marcharme.

En aquel momento se oyeron voces fuera y la vieja que me había abierto la puerta apareció en el umbral. A sus espaldas se dibujaba la figura de una mujer con un bulto en los brazos.

– Se me murió la niña -gritó-. Se me murió -repitió dirigiéndose al Alcalde- y aquí la tienes. No me quisiste avisar al médico y ahora la entierras tú…

Pero no soltaba el cuerpo inerte, lo mantenía agarrado con fuerza ante los tres comensales, que no se movieron ni articularon palabra.

La mujer me vio y se dirigió a mí con el mismo tono violento y agudo.

– Ya no me tomaba la leche. Parecía que sí, pero en seguida volvió a amurriarse…

La cogí del brazo suavemente, la fui sacando afuera. Yo no quería mirar el cuerpo sin vida de la niña. La mujer insistió:

– Ya no tomaba la leche. Parecía que sí, al principio, pero luego…

La boca sin dientes de la madre se quedó abierta, sin emitir un sonido más. Me miraba en silencio, dolorida, y me pareció que me hacía una pregunta muda: ¿De qué me han servido tus consejos? Y además ¿quién eres tú para dar consejos?

De una casa cercana salió una mujer que se acercó a nosotras.

Un poco más lejos apareció otra y ya éramos un pequeño cortejo tras la madre con su liviana carga.

Al llegar a casa, María comentó:

– Ya le dije que ha enterrado a tres. Y ahora ésta. Pero seguirá teniendo más…

A María le enseñé a hacer diferentes clases de punto: liso, con dibujos, con calados. Tenía una manos torpes. En los dedos ásperos se le enganchaba la lana retorcida, hilada por ella en las veladas del invierno. Lana blanca de oveja que utilizaban las mujeres para tejer calcetines, escarpines, chalecos. Pero no sabían tricotar. A los pocos días vinieron dos vecinas, igualmente desmañadas y entusiastas, y a medida que los días disminuían y las tardes sombrías del otoño se desplomaban sobre el pueblo, mi pequeño grupo de alumnas aumentaba: «Enseñe a las niñas», me decían, «que esto les va a valer más que las letras.» A Lucas tuve que encargarle varias agujas porque con las mías no era bastante. Y una tarde a la semana, en la escuela, inicié a las niñas mayores con una advertencia previa.

– Las letras y los números y las lecciones que hacemos son más importantes, pero también tenéis que saber estas cosas.

Los niños también querían aprender y no tuve inconveniente en enseñarles. A las pocas sesiones ya me llegó a través de Genaro la noticia: «Que dicen en la taberna que usted quiere hacer a los chicos, chicas, para que pierdan la fuerza y no trabajen en cosas de hombres…»

Fueron desapareciendo los muchachos y me quedé solo con mis niñas. Aproveché la ocasión para hacerles ver que, a pesar de todo lo que oyeran, el hombre y la mujer no son diferentes por la inteligencia ni la habilidad, sino por la fisiología. Se me quedaban mirando con asombro convencidas como estaban de la absoluta superioridad de sus hombres, que lo mismo cazaban jabalíes, que arrancaban los árboles a hachazos. La fuerza física es una cosa, les expliqué. Pero hay otra fuerza que es la que nos hace discurrir y resolver situaciones difíciles…

Estoy convencida de que lo entendían. Y aprendí una cosa más: que tan importantes eran esas lecciones como las otras, las oficiales, las obligadas por principio, porque todas guardaban relación entre sí, si pretendíamos educar de verdad a aquellos hombres y mujeres en ciernes.

A través de Genaro, don Wenceslao me enviaba constantemente pequeños obsequios para la escuela. El niño debía de contarle nuestras luchas con la falta de material escolar, nuestro ingenio para resolver esas carencias.

De vez en cuando, me invitaba a merendar. Raimunda nos servía chocolate y rebanadas de pan con mantequilla y la charla transcurría deliciosa hasta que se acercaba la hora de cenar. Yo me retiraba temprano porque temía las reticencias del Alcalde y los vecinos respecto a mi estancia en la casa de un hombre soltero.

Como yo era muy joven, me parecía que el señor de la Casona era un verdadero anciano. Pero a pesar del sillón y su permanente afincamiento en él, don Wenceslao pasaba poco de los sesenta años. «Ya sé que su padre será más joven», me decía Raimunda, «pero si usted quisiera, hija, si usted quisiera, se quedaba de señora en esta casa. Déjese de chiquillos y de escuelas. De señora la quería ver yo aquí…»

Yo me reía de los sueños de Raimunda que me parecían disparates de su rústica imaginación.

Un día que el señor se retiró pronto, Raimunda me retuvo y me contó su historia que yo apenas había entresacado de nuestras conversaciones.

Era así: Don Wenceslao venía de una familia del pueblo. Señores de horca y cuchillo, decía Raimunda, de cuando el pueblo era más importante que ahora y había ganados para vender en toda Castilla. «Si serían importantes que aquí ha dormido un Obispo en tiempos de la madre de don Wenceslao. El padre se había ido a Guinea llevado por no sé qué pariente lejano que tenía allí negocios y plantaciones de café. Cayó enfermo y no volvía y la madre llora que te llora y hasta que no mandó al hijo no paró. A don Wenceslao le había tenido interno en la capital y bien que lo había educado. Pues a Guinea lo mandó y cuando murió el padre, allá se quedó más años de los que ella pensaba, que no regresó hasta la muerte de ella. Para enterrarla vino y luego se quedó en la casa como perro sin amo, sin que nadie supiera si se volvía a las tierras aquellas o se quedaba aquí administrando el capital que tenía, que no era poco. Sólo en leña», se admiraba Raimunda, «los árboles que tiene esa familia… Y mira por donde se metió por medio la madre de Genaro, que era joven y guapa y mal casada porque con el marido no tenía hijos. Y se mete a servir aquí, que andaba aburrida en el molino y con poco que hacer… Y vino lo que vino, y pasó lo que pasó, aunque nadie lo puede demostrar… Pero usted dirá. De la noche a la mañana, ella aparece con la tripa y don Wenceslao más meloso que nadie con ella, que no trabaje, que venga otra y así fue el entrar yo por esa puerta…

»Cuando yo llegué, la madre de Genaro se fue con el marido, arrepentida o no, pero temerosa desde luego, porque para mí que el marido le dijo o te vienes o te mato. Y ella se fue como si todo hubiera sido de ley y como si al final su hombre hubiera cumplido y eso es imposible porque uno de aquí que le conoce bien y que hizo con él la mili dice que se quedó inútil de una cornada que le dio en sus partes un toro cuando era zagal…»

A veces don Wenceslao me contaba historias de Guinea. Me hablaba de aquellas tierras calurosas y un eco de melancolía le arrastraba la voz hacia selvas, mares, cielos redondos colmados de estrellas…

– Qué tierra aquella, Gabriela. Si algún día, qué raro sería, pero si algún día cae por allí, recuerde la hacienda de los Peñalba en el continente, atravesando una buena parte del bosque Fang, allá tiene su casa que la lleva mi buen Francisco Gómez, mi encargado y amigo…

Sólo un día renegó de Guinea. Estábamos charlando tranquilamente con nuestro chocolate por medio y una fuerte sacudida le conmovió. Se le cambió la cara que se le puso pálida y luego empezó a tiritar. Daba diente con diente y me dijo: «Llame a Raimunda, hija mía.» Ella entró y me hizo una señal como de que me fuera y me explicó luego: «Es el ataque de las fiebres esas que trajo de África. Se pone mal y mal hasta que le hacen efecto sus medicamentos, pero eso le envejece y le asusta, el ataque de la fiebre…»