Me pedía el periódico. «El que recibe el Cura, no me gusta. Lo dice todo a su manera, pero ese que reciben ustedes me parece a mí más acertado y más a la medida de mis entendederas, quiero decir que le doy yo más la razón al suyo que al del Cura.»

La educación y la justicia y la salvación de los hombres por el trabajo bien hecho y bien pagado eran conceptos que a él le gustaba discutir y desarrollar en las charlas que tenía con nosotros al caer la tarde, cuando nos visitaba algunos días. Y también en las clases de adultos, a las que fue el primero en asistir.

Tenía un hermano en la ciudad y lo visitaba con cierta frecuencia. «Lo que quieran me lo encargan», solía decirnos cuando se iba a la carretera a esperar el camión de una tejera cercana que le permitía hacer el viaje gratis. Un día llegó, misterioso y exaltado.

– Me he enterado en León -nos dijo- que se prepara una muy gorda. Que el Rey va a salir por los pies y que va a haber una revolución. Dice mi hermano que ha llegado el momento de hacer algo, que no podemos quedarnos todos quietos viéndolas venir. Que va llegando el tiempo de que hable el pueblo y se le escuche y nos den lo que es nuestro. Lo primero la educación, don Ezequiel, la educación y la cultura para ser capaces de sacar el país adelante…

Ezequiel le escuchaba atentamente.

– Ya lo sé, Amadeo. Ya leo los periódicos y veo que algo grande se avecina. Y me da a la vez alegría y miedo. Quiero que ocurra lo que tiene que ocurrir pero me asusta que no nos dejen llevarlo a cabo.

Por la noche Ezequiel y yo volvimos a hablar de aquel asunto que traía a Amadeo preocupado.

– No sé si nosotros llegaremos a verlo. Pero habrá que intentarlo todo si queremos que nuestros hijos lleguen a ser un día libres y, educados como los niños de Francia o Inglaterra…

Las palabras de Ezequiel me conmovieron. Fue precisamente al oírlas cuando tuve por cierto que estaba embarazada, después de tres meses de dudas y esperanzas.

El otoño vino suave y Ezequiel me obligaba a dar largos paseos. Tenía ideas muy naturalistas y decía que al embarazo le vienen bien el sol y el aire y la lluvia para que se vaya asentando el nuevo ser y se desarrolle con salud.

Siempre me ha gustado pasear, de modo que si a veces me negaba no era por falta de ganas, sino por exceso de trabajo.

Aparte de la escuela y la casa, la preparación del nacimiento se me venía encima: sabanitas, lana para tejer botitas y chaquetas, el agobio del espacio y los constantes cálculos; dónde ponemos la cuna, dónde estará más resguardada en invierno y más fresca en verano.

La cuna ya la había empezado Amadeo. Ezequiel le ayudaba y me decía entusiasmado: Qué noble oficio, Gabriela. ¿Te das cuenta de que la cuna y la mesa y la cuchara y hasta el féretro salen de manos de Amadeo?

Yo me daba cuenta, pero me parecía que la cuna de Amadeo y la ropa que yo trataba de hacer y los consejos de las mujeres que se unían en coro cada vez que me las encontraba, todo, resbalaba sobre mí, no me dejaba huella. No estaba triste ni contenta. Había caído en una indiferencia placentera y serena. El embarazo me alejaba del mundo exterior. Me encontraba escuchándome por dentro, observando el más mínimo cambio dentro de mi. Una punzada, un murmullo, un temblor, un pequeño dolor, una oleada de calor o de frío.

Me sentía invadida por una red de pequeños canales que se comunicaban entre sí, que transmitían señales imprecisas a mi cerebro. Era una invasión pacífica y puramente física. Rara vez me encontraba pensando en aquel hijo del que todos hablaban. Mentiría si dijera que sentía otra cosa que la transformación de mi cuerpo. No he sido yo muy dada a las literaturas pero la verdad es que ni el sentimiento maternal anticipado, ni la ilusión de la nueva vida, ni el imaginarme cómo iba a ser aquel niño que se acercaba, me ocupaban el tiempo.

Bastantes niños tenía a mi alrededor, bastantes caras risueñas; bastante atareada andaba, atendiendo ese preguntar insaciable que me ha llenado la vida.

De modo que el otoño fue pasando con la alegría de la vendimia y los cestos de uvas que llenaban mi casa y los paseos hasta el castillo de nuestro noviazgo. Desde allí se veían los chopos del río, abajo, con el oro de las hojas brillando al sol y el rojizo creciente de los robles extendiéndose por las laderas del monte.

Ezequiel me cogía por los hombros y me acercaba a su cuerpo, cuando nos sentábamos.

– Tú no lo entiendes -me decía-. No entiendes el milagro que estoy viviendo, después de tanta soledad…

En Navidades fuimos a ver a mis padres. Empezaba a nevar cuando el tren se detuvo y allí estaban ellos, esperándonos. Por un instante se desgarró la bruma que me protegía de todo, la corteza de blanda indiferencia que me arropaba como una crisálida. Las lágrimas asomaron a mis ojos y me abracé a los dos con una punzada de alegría dolorosa.

Durante aquellos días busqué una ocasión para hablar con mi padre. Tenía que decirle cómo era Ezequiel, quería convencerle de que podía estar tranquilo por mí. Paseábamos por la carretera nevada hasta el pueblo cercano. El sol de diciembre nos quemaba levemente la cara.

– Quiero mucho a Ezequiel -le dije- pero yo creo, lo he creído desde el principio, que es un afecto sereno y reposado lo que siento…

Continué hablando largo rato. Necesitaba contarle que mi amor por Ezequiel no era una sacudida violenta, ni un arrebato incontrolado. Era un sentimiento confiado, tranquilo, que no alteraba el ritmo de mi pulso. Y su amor me rozaba la piel como una caricia, un ligero cosquilleo grato y confortable.

– No te preocupes por la pasión -dijo mi padre-. La pasión puede llegar o no. Puede inundar tu vida y dar a tu existencia vaivenes insospechados. Puedes pasar del infierno a la gloria sin darte cuenta. Pero el amor es otra cosa. Hay muchas clases de amor. Yo creo que entre vosotros hay amor.

Desde aquel día mi padre fue especialmente amistoso con Ezequiel.

«Ya no tiene celos», pensé de modo absurdo. «Mis confidencias le han hecho ver que mi amor por Ezequiel no disminuirá nunca mi amor por él.»

Los hijos de don Cosme, el rico del pueblo, se educaban en la capital. Las niñas en las Carmelitas, los niños en los Agustinos. «Quiero que tengan principios», nos dijo un día a Ezequiel y a mí. «Buenos principios.» No pretendía disculparse por no tenerlos en la escuela. Simplemente nos hacía confidentes de sus proyectos educativos. «Mano dura y buenos principios.»

Cuando empezaba a anunciarse la primavera, llegó el Obispo a confirmar a los niños de los alrededores. Don Cosme organizó un buen banquete en su casa y nos invitó con otras personas que él consideraba importantes: el médico, el veterinario y por supuesto los curas de los pueblos vecinos.

Don Cosme tenía viñas y bodegas. Vivía en mi pueblo pero se consideraba el dueño de la zona. Como él decía a Ezequiel: Es como si usted fuera maestro de aquí abajo porque aquí vive y además mis tierras están también arriba en el pueblo de usted, así que no sé a qué viene tanto pueblo de Arriba y de Abajo si los dos son míos…

La visita del Obispo le llevó más lejos en la exposición de sus ideas. A la hora del café, los puros y las copas, levantó la suya en honor del Prelado y por primera vez le oímos pronunciar un discurso.

– Señor Obispo, Ilustrísima persona, brindo aquí por su larga vida dedicada a la fe y a la propagación de la doctrina cristiana y ante los nubarrones que nos acechan y que van cubriendo la patria de amenazas, quiero decirle muy claro que aquí nos tiene y nos tendrá siempre en este pueblo para defender la religión de nuestros padres…

Un poco sorprendida por el tono del brindis yo miré a Ezequiel y me pareció que él no quería mirarme. No se movía y tenía los ojos bajos, como si pensara en lo que estaba oyendo, como si se concentrara en lo que pensaba. El humo de los puros estaba empezando a marearme y en cuanto pude, me levanté y me escabullí sin despedirme y al llegar a casa me eché en la cama, sudorosa y exhausta. Ya por entonces se movía el niño en mi interior y cambiaba de sitio con frecuencia sobre todo de noche. Aquellas vagas muestras de actividad que observaba en los primeros meses, se habían convertido ahora en codazos, patadas, qué sé yo.

Estaba cansada pero no me podía dormir y cuando Ezequiel llegó ya avanzada la tarde, me encontró a oscuras y se alarmó.

– No habrá llegado el tiempo -dijo sobrecogido.

Reí ante su temor y le tranquilizó mi risa.

– Todavía falta un mes, no tengas miedo…

Pero otro tiempo se acercaba, me dijo Ezequiel. Había estado con Amadeo después de la comida y le había dicho que era urgente que le acompañara a León, que allí se reunían cada día en casa de su hermano gentes muy enteradas de las cosas políticas, gentes que le querían conocer y que le iban a hablar de grandes cambios buenos y decisivos para todos, pero que requerían más que nunca la acción de nosotros, los maestros.

– Teniendo en cuenta -me decía Ezequiel- que el treinta y dos por ciento de los mayores de diez años son analfabetos en este país nuestro.

Las palabras de Ezequiel me llegaban de lejos, como un sonido agradable, pero no las seguía, no me inquietaban ni despertaban en mí interés alguno en aquel momento.

Sólo como un relámpago fugaz me vino a la mente el recuerdo de unas frases en el brindis de don Cosme: «Ante las amenazas que cubren la patria…» ¿Tenían que ver aquellas amenazas con las reuniones de Amadeo? Al llegar a este punto me quedé dormida, hundida como estaba en el limbo de mi maternidad.

Las clases de adultos seguían adelante. En los últimos meses era Ezequiel el único que se encargaba de ellas para evitarme un esfuerzo más.

Había un espacio de tiempo dedicado a las clases propiamente dichas, clases de alfabetización, de cálculo, de nociones científicas o históricas y había otro espacio dedicado a la charla y discusión sobre temas cercanos, sociales y sanitarios o sobre acontecimientos de actualidad que Ezequiel les mostraba en los periódicos. Poco a poco, este segundo espacio fue creciendo ante la avidez de los alumnos por informarse de todo lo que sucedía lejos, en un mundo del que vivían aislados. Ezequiel se dejaba llevar del entusiasmo. «Ya saben hablar», me decía. «Han aprendido a expresar lo que piensan…»

Yo frenaba su exaltación. «Tienes que seguir con las clases. Primero leer y aprender; luego ya vendrá lo demás.» Asentía, pero una creciente inquietud le desazonaba. «Sé que tienes razón. Pero ignoran sus derechos, sus necesidades, son fáciles de convencer por cualquiera, están en manos de quien mejor los sepa manejar. Yo no quiero hacer política; quiero sólo defenderles de la política…»