Al cabo de una hora regresó sonriente, montado en un burro.

– Todo lo que he podido encontrar -dijo.

Colocamos sobre los lomos del animal toda la impedimenta y nosotros emprendimos la marcha, uno a cada lado del paciente rucio.

La primera vez que hablé a Ezequiel de Guinea todavía no éramos novios.

– Guinea es como un sueño. A veces si me despierto en medio de la noche y me viene a la memoria algún suceso o alguna persona de esa tierra, tengo que hacer un gran esfuerzo para convencerme de que fue verdad lo que viví…

Estábamos sentados en las almenas del castillo. Desde la altura se veía el río centelleando entre la carretera y el pueblo de mi escuela, Castrillo de Abajo. El de Ezequiel quedaba a nuestras espaldas, detrás del castillo en ruinas, y se llamaba Castrillo de Arriba.

Los chopos se movían suavemente y las hojas doradas por el otoño resplandecían al sol. La tarde de octubre derramaba su serenidad por los campos.

Ya éramos amigos y habíamos subido hasta lo alto del monte dando un paseo. La placidez de la hora y el lugar nos mantenían en silencio, absortos en la contemplación del paisaje.

De forma inesperada, Ezequiel dijo:

– Nunca hablas de Guinea. ¿Tan poco te acuerdas? ¿O lo recuerdas demasiado?

Me sorprendió porque no había mostrado curiosidad cuando le dije que había estado allí y cómo había enfermado y me había visto obligada a regresar.

Tardé unos segundos en contestarle y él me miraba expectante.

– Guinea es como un sueño… -empecé a decir.

Trataba de ser sincera. Siempre lo intentaba con Ezequiel. El me impulsaba a hablar. No directamente como ahora, sino en cualquier momento aunque no lo pretendiera. Era su forma atenta de escuchar o quizá sólo la confianza que despertó en mí desde aquella primera visita a mi escuela.

Habíamos llegado a ser excelentes compañeros. Juntos planeábamos actividades para nuestros niños. Juntos organizábamos nuestras clases de adultos que se convirtieron en seguida en reuniones semanales a las que asistían gentes de los dos pueblos, cada domingo en una escuela.

– Te das cuenta -decía Ezequiel- de cómo reaccionan cuando se les da la oportunidad…

De nosotros hablábamos poco. Por eso me sorprendió el matiz inquisitivo que aparecía en la pregunta. ¿No te acuerdas de Guinea o te acuerdas demasiado…?

– … Guinea es lo más interesante que me ha ocurrido hasta ahora… -dije. Y guardé silencio.

Pareció conformarse, pero a poco empezó a hablar con una violencia extraña en él y su rostro, de ordinario relajado y tranquilo, se crispó de disgusto.

– No sé cómo pudiste ir a Guinea a educar africanos cuando existen aquí tantas Guineas.

Sin transición, empezó a hablarme de su vida.

– … Muere mi madre, mueren mis hermanos siendo yo un niño todavía. ¿Y sabes por qué mueren? De hambre -dijo, sin esperar respuesta-, de hambre y de miseria. Mi padre era pastor pero no tenía rebaño. Todo era del amo. Las ovejas, la leche de las ovejas, las pieles de las ovejas… Para mi padre sólo las heladas, los sabañones, el mendrugo compartido con el perro del amo… Pero no está prohibido que se casen los pastores y tampoco que tengan hijos…

Se calló de repente y cuando volvió a hablar le brillaban los ojos.

– Tú no sabes la rabia que da el hambre…

Luego se fue dulcificando. Recuperó la calma que le era habitual y quiso volver atrás, a la pregunta sobre Guinea que le había llevado a la insospechada reacción.

– África irredenta -dijo-. Lo entiendo. Y seguro que hiciste bien. No me hagas caso. Creo que estoy empezando a tener celos de todo lo que te atañe. Por ejemplo, tengo celos del médico que te ayudó a ser más feliz o menos desgraciada allí…

La sorpresa no me dejó hablar. Ezequiel golpeaba el muro con una rama de avellano que había recogido del suelo al pie del castillo. Era una vara fina y flexible y los golpes sonaban como latigazos al restallar sobre la piedra. El juego le ayudaba a no mirarme; le ocupaba y le distraía como a un niño tozudo que no quiere escuchar la reprimenda que le espera. No hubo reprimenda. Aunque tampoco supe cómo tranquilizar su desazón, remediar la debilidad y el desamparo que le atormentaban como a un niño. No supe qué decir. Pero en aquel momento comprendí que acabaría aceptando a Ezequiel y que él compartiría mi destino.

Cuántas veces no me engañará la memoria. Cuántas cosas me inventaré a mi gusto… Pero yo me empeño en dar por seguro que aquella época fue la más feliz de mi existencia. Éramos jóvenes, me digo, y puede ser que lo que yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo.

Soñábamos. En voz alta levantábamos torres de esperanza, proyectábamos puentes de fantasía. «Si algún día pudiéramos», «Si nos dejaran», «Si nos ayudaran».

Hasta los reproches de algunos padres que no entendían nuestro afán de encender en los niños curiosidades y despertar su imaginación, hasta esas críticas agrias y mal intencionadas a veces, se convertían en estímulo para nosotros.

«La próxima semana voy a hablar de este asunto en la clase de adultos…», decía Ezequiel. O bien decía yo: «No hablemos de ello, sigamos adelante tratando de interesar a los mayores en lo que estamos haciendo con los niños.»

Ya antes de casarnos era el trabajo lo que creaba en nosotros nuevos lazos, ya era el trabajo compartido lo que iba construyendo unos cimientos para una relación que todavía no era más que amistad y camaradería.

Desde el día del castillo y la declaración repentina de los celos de Ezequiel, había empezado entre nosotros lo que después llamaríamos el tiempo de las confesiones. La necesidad de volcar en el otro lo que hasta entonces había sido sólo nuestro, era una forma de entrega y un preludio de las que vendrían después. Nos quitábamos la palabra de la boca, apenas respetábamos los turnos, deseosos como estábamos de dar rienda suelta a nuestras confidencias.

– Después de dos años dejé el Seminario. Me daba cuenta de que aquello no era lo mío, pero al mismo tiempo me costaba desilusionar al Cura de mi pueblo, que era quien me había metido allí, convencido como estaba, le dijo a mi padre, de que yo era un chico demasiado listo para quedarme de pastor…

– … Probablemente yo no elegí ser maestra. Mi padre me inculcó el amor al trabajo, la disciplina y la exigencia y esos principios no sólo formaron mi carácter sino que resolvieron una necesidad urgente: la necesidad de ganarme la vida…

– … Mi padre no quería porque siempre vio a los curas como amigos del amo. Pero poca elección tenia si quería mejorar mi destino…

– …A los ojos de mi padre, la carrera de maestra reunía las características más favorables para una mujer: decencia, consideración social, nobleza de miras…

– … De modo que empecé a dar lecciones en casa del Cura para completar las pocas horas de escuela que tenía a mis espaldas…

– … Y otras dos fundamentales: era una carrera corta y barata…

– … A los catorce años, con muchas horas de trabajo en el monte, me fui al Seminario…

– … En resumen, yo fui maestra porque las condiciones económicas de mi familia así lo determinaron…

– … Me gustaba estudiar y recordar lo aprendido, pero quería marcharme de allí. Así que me armé de valor y en las primeras vacaciones fui a hablar con don Gervasio, que así se llamaba el Cura, y le dije: Nunca le agradeceré bastante que me haya sacado de aquí para lo otro, para lo de ser Cura, pero…

– … Lo que sí es cierto es que cuando niña ya andaba yo jugando con la idea de ser maestra. Tenía una maestra joven y alegre y muy paciente y los niños la adorábamos. No sé si la influencia de la maestra también pesó en mi ánimo junto a las opiniones de mi padre…

– … Dejé el Seminario y me pasé a la Normal. Como pude, con becas y trabajos, fui pagándome los estudios. Fíjate que hasta anduve por las calles limpiándoles las botas a los señores…

Hablábamos. Cuando las confesiones alcanzaron su final, estábamos listos para pensar en el futuro. Seriamente, con un punto de gravedad exagerada hablamos de matrimonio.

Nuestro noviazgo fue el más puro y transparente, el más premeditado de los noviazgos. Por eso digo que pasión, pasión, si queremos entender el amor como pasión, de eso no hubo…

Lo último que colocamos fue el espejo. Era redondo y tenía un marco de escayola dorada. Me lo habían regalado entre todas las amigas. Aquel espejo iba a reflejar mil veces mi cara desde entonces: caras tristes, alegres, temerosas, cansadas; con esa costumbre mía de pensar delante del espejo… El espejo todavía lo tengo pero ha ido perdiendo el azogue con el tiempo y la imagen aparece un poco borrosa, oscurecida por puntitos y manchas.

Los restantes regalos, los obsequios de amigos y parientes y los que mi madre me hizo, los habíamos distribuido con esmero y paciencia. Al final la casa nos pareció hermosa.

No hacía una hora que habíamos terminado de organizarla cuando ya teníamos en la puerta una comisión de niños de las dos escuelas con sus regalos: dos gallinas para mí y un cordero para Ezequiel. Las gallinas las dejamos en el portal hasta que Ezequiel construyó un gallinero detrás de la casa. El cordero, con una marca azul en el costado, se lo entregó Ezequiel al pastor con la advertencia de que lo cuidara bien, del mismo modo que él, dijo risueño, cuidaba y atendía a sus hijos…

Amadeo, el carpintero, no tenía hijos, ni estaba casado. Pero nos ayudaba mucho y mostraba un interés insólito en la educación. Cada vez que surgía la ocasión venia a echarnos una mano. La puerta que no cierra: Amadeo. El banco que hace falta en el portal: Amadeo. Eso en casa. Y en la escuela: Amadeo, si pudieras hacernos un tablero alargado de quita y pon con unas borriquetas, para los trabajos manuales… Amadeo, guárdame las tablillas que no uses que las necesitamos…

«Para la escuela lo que quiera», me decía, «lo que usted quiera o lo que necesite don Ezequiel… que no les cobro, que lo hago con gusto y yo no tengo necesidad ni me importa el dinero.» Le gustaba hablar. Se expresaba con claridad y sensatez.

– Digo yo, señora maestra, que si todos supiéramos más de libros y menos de tabernas, nos engañarían menos y seríamos más felices…