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Su conducta posterior dio amplia razón a mis amigos. La víspera misma del mitin del 21 de agosto, del que era en teoría parte activa, De Soto celebró una discreta entrevista con Alan García en Palacio de Gobierno que sentó las bases de una provechosa colaboración entre el gobierno aprista y el Instituto Libertad y Democracia que catapultaría al personaje en una carrera de un arribismo desalado (que alcanzaría nuevas cumbres, luego, con el gobierno y con la dictadura del ingeniero Fujimori). Aquella colaboración fue astutamente ideada por Alan García para publicitarse, de pronto, a partir de 1988, en uno de esos vuelcos acrobáticos de que los demagogos son capaces, como un súbito promotor de la propiedad privada entre los peruanos de escasos recursos, un presidente que realizaba una de nuestras aspiraciones: hacer del Perú un «país de propietarios». Para ello se fotografiaba a diestra y siniestra con De Soto, el «liberal» del Perú, y propiciaba ruidosos y, sobre todo, costosos proyectos -por la millonaria publicidad que los rodeaba- en los pueblos jóvenes, que Hernando y su instituto realizaban para él en lo que pretendía ser una competencia abierta con el Frente. La maniobra no tuvo mayor efecto político en favor de García, como éste esperaba, pero sirvió, en lo que a mí concierne, para conocer los alcances insospechados del personaje al que, con mi ingenuidad característica, llegué a creer en un momento capaz de adecentar la política y salvar al Perú.

Porque, al mismo tiempo que, movido por el despecho a que era tan propenso o por razones más prácticas, De Soto se convertía en el Perú en un enemigo solapado de mi candidatura, en Estados Unidos, en cambio, mostraba por doquier el vídeo del mitin de la plaza San Martín como testimonio de su popularidad. [14] Pero quien de este modo audaz traía, sin duda, simpatía y apoyos de fundaciones e instituciones norteamericanas para su instituto, se daba maña, al mismo tiempo, para deslizar insinuaciones contra el Frente Democrático en el Departamento de Estado y diversas agencias internacionales ante personas que, algunas veces, desconcertadas, acudían a mí a preguntarme qué significaban estos maquiavelismos. Significaban, simplemente, que quien había descrito con tanta precisión el sistema mercantilista en el Perú había terminado por ser su mejor prototipo. Quienes lo promovimos -y, en cierta forma, lo inventamos- debemos decirlo sin ambages: no servimos la causa de la libertad, ni la del Perú, sino los apetitos de un criollo Rastignac.

Pero de su raudo paso por el mundo de las ideas y los valores liberales quedó un buen libro. Y, en cierto modo, ese grupo de jóvenes radicales que, en el primer congreso del Movimiento Libertad, defendieron con tanto calor la abolición de un adjetivo.

El radicalismo y la exaltación de los «jóvenes turcos» que acaudillaba Enrique Ghersi -sobre todo del jacobino Federico Salazar, siempre pronto a denunciar cualquier síntoma de mercantilismo o de desviaciones estatistas- asustaba un poco a Lucho Bustamante, hombre ponderado, y que, como responsable de Plan de Gobierno, quería que nuestro programa fuera realista al mismo tiempo que radical (pues también existen las utopías liberales). De ahí su insistencia, apoyada por varios economistas y profesionales de su equipo, en que el Movimiento hiciera suya la etiqueta con que Ludwig Erhard (o, más bien, su asesor Alfred Müller-Armack) bautizó a esa política económica que, a partir de 1948, dispararía el crecimiento alemán: la economía social de mercado.

Yo me inclinaba por suprimir el adjetivo. No porque crea al mercado incompatible con toda forma de redistribución -tesis que ningún liberal suscribiría, aunque varíen los puntos de vista sobre los alcances que debería tener una política redistribuidora en una sociedad abierta-, sino porque en el Perú se le vincula al socialismo más que a la igualdad de oportunidades de la filosofía liberal, y por razones de claridad de concepto. La dictadura militar había aplicado la palabra «social» a todo lo que colectivizó y estatizó y Alan García martirizaba con ella a los peruanos en todos sus discursos, explicando que nacionalizaba la banca para que cumpliera una «función social». La palabreja afloraba de tal modo en el discurso político que se había vuelto un ruido populista, no un concepto. (Siempre sentí cariño por esos jóvenes excesivos, aunque también alguna vez uno me acusó de heterodoxia, y pasado el tiempo, dos de ellos -Ghibellini y Salazar- se volverían unos politicastros bastante despreciables. Pero, en las fechas a las que me refiero, parecían generosos e idealistas. Y su pureza y su intransigencia, me decía yo, nos serán útiles el día de mañana en la ímproba tarea de moralizar el país.)

El congreso no tomó una decisión respecto al adjetivo y el debate quedó abierto, pero el intercambio marcó el mejor momento intelectual de la reunión y sirvió para inquietar a muchos sobre el tema. La verdadera conclusión la dio la práctica, en los doce meses siguientes, en que el equipo de Lucho Bustamante elaboró el proyecto liberal más avanzado que se haya propuesto en el Perú y en el que ninguno de los «jóvenes turcos» encontró nada que objetar.

¿Hasta qué punto conseguimos que las ideas echaran raíces en los libertarios? ¿Hasta qué punto votaron por las ideas liberales los peruanos que votaron por mí? Es una duda que me gustaría despejar. En todo caso, el esfuerzo que hicimos para que las ideas tuvieran un papel primordial en la vida de Libertad fue múltiple. Se creó una Secretaría Nacional de Ideario y Cultura, para la que el congreso eligió a Enrique Ghersi y una escuela de dirigentes ideada por Miguel Cruchaga, de la que Fernando Iwasaki y Carlos Zuzunaga fueron grandes animadores.

Poco después se incorporó a Libertad Raúl Ferrero Costa, que había sido decano del Colegio de Abogados, y un grupo de profesionales y estudiantes vinculados a él. Su gestión como decano lo llevó a viajar mucho por el Perú. Al renunciar Víctor Guevara a la Secretaría Nacional de Organización pedí a Raúl que lo reemplazara, y, aunque él sabía lo arduo del cargo, consintió. En esa época, el secretario general, Miguel Cruchaga, apoyado por Cecilia, su mujer, había asumido una tarea excluyente: adiestrar a los sesenta mil personeros que necesitábamos para tener un representante en cada una de las mesas electorales del país. (El personero es la única garantía de que en una mesa no haya fraude.) De manera que toda la organización quedó en manos de Ferrero.

Raúl hizo un gran esfuerzo para mejorar la condición del Movimiento en provincias. Secundado por una veintena de colaboradores, viajó incansablemente por el interior, constituyendo comités donde no existían y reorganizando los existentes. El Movimiento Libertad creció. En mis recorridos veía, impresionado, que en alejadas provincias cajamarquinas, ancashinas, sanmartinenses o apurimeñas, me recibían grupos de libertarios en cuyos locales se divisaba, desde lejos, ese emblema rojo y negro de Libertad cuya caligrafía tenía un aire de familia con el Solidarnosc polaco. (En 1981, cuando se dieron en Polonia las leyes represivas contra el sindicato liderado por Walesa, yo había encabezado, con el periodista Luis Pasara, un mitin de protesta en el Campo de Marte, y, supongo que por este precedente, muchos creyeron que el parecido de los símbolos había sido idea mía. Pero lo cierto es que, aunque el acercamiento me pareció feliz, no lo planeé ni sé hasta ahora si lo fraguó Jorge Salmón, responsable de la publicidad del Movimiento, o Miguel Cruchaga o Fernando de Szyszlo, quien, para ayudarnos a reunir fondos, había hecho una hermosa litografía con la enseña de Libertad.)

Acordamos celebrar elecciones internas en el Movimiento antes de las nacionales. A muchos libertarios les pareció imprudente esa decisión, que distrajo recursos y energías y dio pretexto para disputas endógenas, cuando debíamos concentrarnos en luchar contra los adversarios, ahora que entrábamos a la recta final. Yo fui uno de los que defendió esas elecciones internas. Pensé que servirían para democratizar a muchos comités de provincias, que gracias a ellas se emanciparían de los caciques y saldrían fortalecidos con representantes de las bases.

Pero me atrevo a decir que en dos terceras partes de las provincias fueron los caciques los que se las arreglaron para modelar las elecciones y hacerse elegir. Las artes de que se valían eran técnicamente inobjetables. Difundían de tal modo los plazos para la inscripción de candidatos y la fecha de la elección de manera que sólo sus partidarios se enteraban, o tenían los padrones de inscritos compuestos de modo que sus adversarios no estuvieran registrados o lo estuvieran con una fecha posterior a la fijada como límite. Nuestro secretario nacional de Asuntos Electorales, Alberto Massa -de humor tan formidable que en la Comisión Política todos esperábamos con impaciencia que pidiera la palabra porque sus intervenciones, siempre chispeantes, nos hacían reír a carcajadas-, sobre quien llovían las protestas de las víctimas de estas maniobras, nos dejaba atónitos revelándonos los ardides de que se iba enterando.

Hicimos lo que pudimos para enmendar las trampas. Anulamos las elecciones en las provincias donde el número de votantes había sido sospechosamente bajo y resolvimos las impugnaciones donde era posible hacerlo. Pero en otros casos -ya teníamos encima las elecciones nacionales- tuvimos que resignarnos a reconocer en el interior unos comités de discutible legitimidad.

En Lima fue distinto. Las elecciones para la Secretaría Departamental, que ganaría Rafael Rey, fueron cuidadosamente preparadas y se pudo evitar a tiempo cualquier mala jugada. Recorrí los distritos el día de la elección, 29 de octubre de 1989, y era emocionante ver las largas colas de libertarios en la calle esperando para votar. Pero quien había competido con Rey -Enrique Fuster- no toleró la derrota: renunció a Libertad, nos atacó a través de la prensa oficialista y resultó meses después candidato a diputado en una lista rival.

El nuevo Comité Departamental de Lima siguió extendiendo la organización por la capital, y, apoyado por Acción Solidaria, en los pueblos jóvenes, de donde, en los últimos meses de 1989 y los primeros de 1990, casi a diario Patricia y yo recibíamos invitaciones para inaugurar nuevos comités. íbamos todas las veces que podíamos. A esas alturas, mis obligaciones empezaban a las siete u ocho de la mañana y terminaban luego de medianoche.

En las inauguraciones se cumplía una regla sin excepciones: mientras más humilde el barrio, más ceremonioso el acto. El Perú es un «país antiguo», como recordaba el novelista José María Arguedas, y nada delata tanto la antigüedad del peruano como su amor al rito, a las formas, a la ceremonia. Había siempre un estrado muy alegre, con flores, banderitas, quitasueños, guirnaldas de papel en paredes y techos y una mesa con viandas y bebidas. Era infaltable el conjunto musical y a veces los danzantes folklóricos, serranos y costeños. Nunca fallaba el párroco, para echar agua bendita y unos rezos al local (que podía ser un simple armatoste de cañas y esteras en pleno descampado) y una abigarrada multitud donde era evidente que todos vestían las mejores prendas, como para un matrimonio o un bautizo. Había que cantar el Himno Nacional al principio y el del Movimiento Libertad al final. Y escuchar muchos discursos. Pues todos los miembros de la directiva -los secretarios generales, de Ideario y Cultura, de Deportes, de Actas, de Economía, de Tareas de la Mujer, de Juventud, de Plan de Gobierno, etcétera, etcétera- tenían que hablar, para que ninguno se sintiera postergado. El acto se alargaba, se alargaba. Y había después que firmar un acta de prosa barroca y leguleya, repleta de sellos, testificando que la ceremonia había tenido lugar y oleándola y sacramentándola. Y venía entonces el espectáculo, los huaynitos serranos, las marineras trujillanas, los bailes negros chinchanos, los pasillos piuranos. Aunque imploré, ordené, pedí -explicando que con actividades de esta longitud todo el horario de campaña se iba al diablo-, rara vez conseguí abreviar las inauguraciones, ni que me exoneraran de las sesiones de fotografías y de autógrafos, ni tampoco, por supuesto, de los puñados de pica-pica, mixtura demoníaca que se me metía por todo el cuerpo, llegaba a lo más recóndito y me producía una exasperante comezón. Pese a todo ello era difícil no sentirse ganado por la desbordante emotividad de esos sectores populares, tan distintos en esto de los peruanos de las clases medias y altas, inhibidos y tersos para expresar sus sentimientos.

[14] Véase como ejemplo de estos malabares el artículo en The Wall Street Journal, del 20 de abril de 1990, de David Asman, un periodista sorprendido en su buena fe, atribuyendo a De Soto la autoría del Encuentro por la Libertad del 21 de agosto.