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Celebramos el primer congreso del Movimiento Libertad en el colegio San Agustín de Lima, entre el 14 y el 16 de abril de 1989. Lo organizó una comisión presidida por uno de mis amigos más leales, Luis Miró Quesada Garland, quien, pese a su invencible repugnancia por la política, trabajó conmigo día y noche durante tres años de una manera abnegada. Lo elegimos a él presidente de honor del certamen, al que acudieron delegados de todo el Perú. En las semanas previas hubo elecciones internas para elegir a los congresistas y los distritos y barrios de Lima participaron en forma entusiasta. A la inauguración, la noche del 14, llegaron los comités distritales con orquestas y bandas de música y la alegría de los jóvenes transformó la ceremonia en una fiesta. En lugar de decir el discurso, me pareció que la ocasión -aquella mañana habíamos instalado el Frente Democrático con Belaunde y con Bedoya, en el Instituto Perú, y el SODE se había incorporado a la alianza- exigía que lo escribiera y lo leyera.

Escribí sólo tres discursos, fuera de éste, pero improvisé y dije centenares. Durante las giras por el interior y por los barrios de Lima hablaba varias veces, mañana y tarde, y en las últimas semanas el ritmo era de tres o cuatro mítines al día. Para mantener la garganta en condiciones, Bedoya me aconsejó mascar clavos de olor, y el médico que me acompañaba -había dos o tres, que se turnaban, con un pequeño equipo de emergencia para caso de atentado- me embutía siempre algunas pastillas o me pasaba el vaporizador. Procuraba permanecer mudo entre los mítines, para dar tiempo a que la garganta se desirritara. Pero aun así fue imposible evitar a veces la ronquera o los gallos. (En la selva, una tarde, llegué a la localidad de La Rioja casi sin voz. Apenas empecé a hablar, desde el balcón del municipio, se levantó un terral que acabó de estropearme las cuerdas vocales. Para poder terminar el discurso tenía que golpearme el pecho, como Tarzán.)

Hablar en plazas públicas era algo que no había hecho nunca, antes de la plaza San Martín. Y es algo para lo cual haber dado clases y conferencias no sirve o, más bien, perjudica. En el Perú la oratoria se ha quedado en la etapa romántica. El político sube al estrado a seducir, adormecer, arrullar. Su música importa más que sus ideas, sus gestos más que los conceptos. La forma hace y deshace el contenido de sus palabras. El buen orador puede no decir absolutamente nada, pero debe decirlo bien. Que suene y luzca es lo que importa. La lógica, el orden racional, la coherencia, la conciencia crítica de lo que está diciendo son un estorbo para lograr aquel efecto, que se consigue sobre todo con imágenes y metáforas impresionistas, latiguillos, figuras y desplantes. El buen orador político latinoamericano está más cerca de un torero o de un cantante de rock que de un conferencista o un profesor: su comunicación con el público pasa por el instinto, la emoción, el sentimiento, antes que por la inteligencia.

Michel Leiris comparó el arte de escribir con una tauromaquia, bella alegoría para expresar el riesgo que debería estar dispuesto a correr el poeta o el prosista a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Pero la imagen conviene todavía mejor al político que, desde lo alto de unas tablas, un balcón o el atrio de una iglesia, encara a una multitud enfervorizada. Lo que tiene al frente es algo tan rotundo como un toro de lidia, temible y al mismo tiempo tan ingenuo y manejable que puede ser llevado y traído por él si sabe mover con destreza el trapo rojo de la entonación y el ademán.

La noche de la plaza San Martín, me sorprendió descubrir lo frágil que es la atención de una multitud y su psicología elemental, la facilidad con que puede pasar de la risa a la cólera, conmoverse, enardecerse, lagrimear, al unísono con el orador. Y lo difícil que es llegar a la razón de quienes asisten a un mitin antes que a sus pasiones. Si el lenguaje del político consta en todas partes de lugares comunes, mucho más donde una costumbre secular lo mudó en arte encantatorio.

Hice cuanto pude para no perseverar en aquella costumbre y traté de usar los estrados para promover ideas y divulgar el programa del Frente, evitando la demagogia y el cliché. Pensaba que esas plazas eran el sitio ideal para dejar sentado que votar por mí era hacerlo por unas reformas concretas, a fin de que no hubiera malentendidos sobre lo que pretendía hacer ni sobre los sacrificios que costaría.

Pero no tuve mucho éxito en ninguna de las dos cosas. Porque los peruanos no votaron por ideas en las elecciones y porque, a pesar de mis prevenciones, muchas veces noté -sobre todo cuando la fatiga me vencía- que, de pronto, resbalaba también por el latiguillo o el exabrupto para arrancar el aplauso. En los dos meses de campaña para la segunda vuelta intenté resumir nuestra propuesta en unas cuantas ideas, que repetí, una y otra vez, de la manera más simple y directa, envueltas en una imaginería popular. Pero las encuestas semanales mostraban cada vez que la decisión de voto la tomaba la inmensa mayoría en función de las personas y de oscuros impulsos, nunca en función de los programas.

De todos los discursos que pronuncié recuerdo, como los mejores, dos que pude preparar en el jardín hospitalario de Maggie y Carlos, sin guardaespaldas, periodistas ni teléfonos: el del lanzamiento de mi candidatura, en la plaza de Armas de Arequipa, el 4 de junio de 1989, y el del cierre de campaña, en el paseo de la República, en Lima, el 4 de abril, el más personal de todos. Y, acaso, la breve alocución, el 10 de junio, ante la apenada multitud que acudió a las puertas de Libertad cuando se conoció nuestra derrota.

En el congreso del Movimiento hubo discursos, pero también un debate ideológico que no sé si interesó a todos los delegados tanto como a mí. ¿Iba el Movimiento Libertad a postular una economía de mercado o una economía social de mercado? Defendió la primera tesis Enrique Ghersi y la segunda Luis Bustamante Belaunde, en un intercambio que provocó muchas intervenciones. La discusión no era un prurito semántico. Tras la simpatía o antipatía por el adjetivo social se traslucía la heterogénea composición del Movimiento. En él no sólo se habían inscrito liberales; también conservadores, social cristianos, social demócratas y un buen número -la mayoría, tal vez- sin postura ideológica, con una abstracta adhesión a la democracia o una definición negativa: no eran apristas ni comunistas y veían en nosotros una alternativa a aquello que detestaban o temían.

El grupo más compacto e identificado con el liberalismo era -parecía ser en ese momento, después las cosas cambiarían- una promoción de jóvenes, entre los veinte y los treinta años, que habían hecho sus primeras armas periodísticas en La Prensa, luego de que el diario fue desestatizado por Belaunde en 1980, bajo la docencia de dos periodistas que, de tiempo atrás, defendían el mercado libre y combatían el estatismo: Arturo Salazar Larraín y Enrique Chirinos Soto (ambos se habían inscrito en Libertad). Pero estos jóvenes, entre los que se contaba mi hijo Álvaro, habían ido bastante más lejos que sus maestros. Decían ser entusiastas seguidores de Milton Friedman, de Ludwig von Mises o de Friedrich Hayek y el radicalismo de alguno -Federico Salazar- lindaba con el anarquismo (y a veces con la payasada). Varios habían trabajado o trabajaban todavía en el Instituto Libertad y Democracia, de Hernando de Soto, y dos, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini, eran coautores con aquél de El otro sendero, libro que había prologado yo, [13] y en el que se demostraba, con apoyo de una exhaustiva investigación, cómo aquella economía informal, edificada al margen de la ley, era una respuesta creativa de los pobres a las barreras discriminatorias que imponía esa versión mercantilista del capitalismo que conocía el Perú.

Aquella investigación, hecha por un equipo dirigido por Hernando de Soto, fue muy importante para la promoción de las ideas liberales en el Perú y marcó una suerte de frontera. De Soto había organizado, en Lima, en 1979 y 1981, dos simposios internacionales para los que trajo un elenco de economistas y pensadores -Hayek, Friedman, Jean-Francois Revel y Hugh Thomas entre otros- cuyas ideas fueron un ventarrón modernizador y refrescante en ese Perú que salía de tantos años de demagogia populista y dictadura militar. Yo había colaborado con Hernando en estos eventos, hablado en ambos, lo ayudé a formar el Instituto Libertad y Democracia, seguí de cerca sus estudios sobre la economía informal y quedé entusiasmado con sus conclusiones. Lo animé a volcarlas en un libro y, cuando lo hizo, además de prologarlo, promoví El otro sendero en el Perú y el mundo como no lo he hecho jamás con un libro mío. (Llegué a insistir hasta la impertinencia con The New York Times Magazine para que me aceptaran un artículo sobre él, que apareció por fin el 22 de febrero de 1987, y que se reprodujo luego en muchos países.) Lo hice porque pensaba que Hernando sería un buen presidente del Perú. Él lo creía también, así que nuestra relación parecía magnífica. Hernando era vanidoso y susceptible como unaprima donna y cuando lo conocí, en 1979, recién llegado de Europa, donde había vivido buena parte de su vida, me pareció un personaje un tanto pomposo y ridículo, con su español trufado de anglicismos y galicismos y sus cursilerías aristocráticas (al apellido paterno le había añadido un coqueto «de» y por eso Belaunde se refería a él, a veces, como «ese economista con nombre de conquistador»). Pero pronto creí descubrir bajo su exterior pintoresco una persona más inteligente y moderna que el común de nuestros políticos, alguien que podía liderar una reforma liberal en el Perú y a quien, por tanto, valía la pena apoyar en su frenesí publicitario, dentro y fuera del país. Es lo que hice, creo que con mucho éxito y, también, confieso, algo de embarazo, al conocerlo más de cerca y descubrir que estaba contribuyendo a fabricarle a De Soto una imagen de intelectual que, como dicen mis paisanos, lloraba al ser superpuesta sobre el original.

Cuando la movilización contra la estatización, Hernando de Soto estaba de vacaciones, en la República Dominicana. Lo llamé, le conté lo que ocurría y él adelantó su regreso. Al principio mostró reservas contra el mitin de la plaza San Martín -propuso, a cambio, un simposio sobre la informalidad en el coliseo Amauta-, pero, luego, él y toda la gente del Instituto Libertad y Democracia colaboraron con entusiasmo en su preparación. Su brazo derecho de entonces, Enrique Ghersi, fue uno de los animadores y Hernando uno de los tres oradores que me precedieron. Su presencia en ese estrado dio lugar a muchas presiones en la sombra, que yo resistí, convencido de que quienes se oponían a que hablara, entre mis amigos, alegando que sus palabrejas en inglés provocarían risotadas en la plaza, lo hacían por celos y no, como me aseguraban, porque les parecía un hombre con más ambiciones que principios y de dudosa lealtad.

[13] «La revolución silenciosa», en Hernando de Soto, El otro sendero (Lima: Editorial El Barranco, 1986), pp. XVII-XXIX; reproducido en Contra viento y marea, III, pp. 333-348.