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Aquella noche una gran cantidad de gente del Frente se reunió en mi casa -había pepecistas, populistas y sodistas alternando con los libertarios en un ambiente que hubiera parecido imposible unas semanas atrás- para ver conmigo el resultado de las encuestas sobre el debate. Como todas me dieron por ganador, y algunas por quince o veinte puntos de ventaja, muchos pensaron que gracias al debate habíamos asegurado la victoria el 10 de junio.

Aunque, como ya indiqué, casi todo mi esfuerzo de la segunda vuelta se concentró en recorrer la periferia de Lima -los pueblos jóvenes y barrios marginales que habían avanzado por los desiertos y los cerros hasta convertirse en un gigantesco cinturón de pobreza y miseria que apretaba cada vez más a la vieja Lima-, hice también dos viajes al interior, a los dos departamentos a los que más visité en aquellos tres años y a los que me sentía más ligado: Arequipa y Piura. Los resultados de la primera vuelta, en ambos, me habían apenado, pues, por el cariño que sentí siempre por ambos y por la dedicación que les presté en la campaña, daba por hecho que habría una suerte de reciprocidad y que el voto de piuranos y arequipeños me favorecería. Pero en Arequipa sólo ganamos con 32,53 por ciento contra un altísimo 31,68 por ciento de Cambio 90, y en Piura el apra se llevó la primera vuelta con 26,09 por ciento frente a un 25,91 por ciento nuestro. Teniendo en cuenta la alta condensación demográfica de ambas regiones, el Frente decidió que las recorriera una vez más, sobre todo para explicar a los piuranos y arequipeños los alcances del pas (Programa de Apoyo Social). Éste había comenzado a operar en ambos lugares y durante mi viaje a Arequipa estuve presente en un acuerdo que se firmó entre la municipalidad de Cayma y el pas arequipeño para la instalación de botiquines médicos y centros asistenciales, gracias a la financiación y apoyo profesional de aquel programa. (En abril y mayo cerca de quinientos botiquines populares fueron instalados por el pas en sectores marginales de Lima y el interior.)

Ambos fueron viajes muy diferentes a los de la primera vuelta; en lugar de los mítines multicolores en las plazas y cenas y recepciones nocturnas, sólo hubo recorridos por mercados, cooperativas, asociaciones de informales, vendedores ambulantes, diálogos y encuentros con sindicatos, comuneros, dirigentes barriales y comunales y asociaciones de toda índole, que comenzaban al alba y terminaban con las estrellas en el cielo, por lo general a la intemperie, a la luz de candelas, y en los que decenas de veces, cientos de veces, hasta perder la voz y aun la facultad de discernir, trataba de desmentir los embustes sobre el shock, la educación y el millón de desempleados. Mi fatiga era tan grande que, para preservar las escasas energías sobrantes, permanecía mudo en los desplazamientos entre lugar y lugar, en los que, aun cuando fueran de pocos minutos, solía quedarme dormido. Y, aun así, no pude evitar, en medio de un interminable intercambio de preguntas y respuestas, en el mercado central de Arequipa, perder el sentido por unos minutos. Lo divertido es que cuando recobré la conciencia, aturdido, la misma dirigente seguía perorando, ignorante de lo que me había ocurrido.

La crispación a que había llegado el enfrentamiento electoral la advertí en el interior de Piura, sobre todo -una tierra considerada más bien pacífica-, donde el recorrido por los pueblos y aldeas que separan Sullana de la colonización San Lorenzo debí hacerlo en medio de una gran violencia y donde mis intervenciones tenían a menudo el fondo sonoro de la grita de contramanifestantes o de los insultos y golpes que cambiaban a mi alrededor partidarios y adversarios. Mi más ominoso recuerdo de esos días es mi llegada, una mañana candente, a una pequeña localidad entre Ignacio Escudero y Cruceta, en el valle del Chira. Armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, las caras descompuestas por el odio, que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían, pues para ambos la vida era una ciega lucha por sobrevivir. Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos, por los que no había pasado jamás una tijera, rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos, se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿Qué atacaban? ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes? En la miserable aldea no había agua, ni luz, ni trabajo, ni una posta médica y la escuelita no funcionaba hacía años por falta de maestro. ¿Qué daño podía haberles hecho a ellos, que ya no tenían qué perder, aun si hubiera sido tan apocalíptico como la propaganda lo pintaba, el famoso shock ? ¿De qué educación gratuita podían ser privados, ellos, a los que la miseria nacional ya les había cerrado su única escuela? Con su tremenda indefensión, ellos eran la mejor prueba de que el Perú no podía seguir viviendo por más tiempo en el desvarío populista, en la mentira de la redistribución de una riqueza cada día más escasa, y, más bien, una evidencia de la necesidad de cambiar de rumbo, de crear trabajo y riqueza a marchas forzadas, de rectificar unas políticas que estaban empujando cada día más a nuevas masas de peruanos a un estado de primitivismo que (con la excepción de Haití) ya no tenía equivalente en América Latina. No hubo manera ni siquiera de intentar explicárselo. Pese a la lluvia de piedras, que el profesor Oshiro y sus colegas trataban de contener con sus casacas desplegadas a manera de toldo sobre mi cabeza, hice varios intentos de hablarles con un parlante, desde la plataforma de un camión, pero el griterío y la pelotera eran tales, que debí renunciar. Esa noche, en el hotel de Turistas de Piura, aquellas caras y puños de piuranos exacerbados, que hubieran dado cualquier cosa por lincharme, me hicieron recapacitar un buen rato, antes de caer en el sueño sobresaltado habitual, sobre la incongruencia de mi aventura política, y desear con más impaciencia que otros días la llegada del 10 de junio, día liberador.

El 29 de mayo de 1990, poco después de las nueve de la noche, un terremoto sacudió la región noreste del país, causando estragos en los departamentos amazónicos de San Martín y de Amazonas. Un centenar y medio de personas perecieron y por lo menos un millar quedaron heridas en las localidades sanmartinenses de Moyobamba, Rioja, Soritor y Nueva Cajamarca, así como en Rodríguez de Mendoza (Amazonas), donde más de la mitad de las viviendas se derrumbaron o quedaron dañadas. Esta tragedia me permitió comprobar el buen trabajo que habían hecho Ramón Barúa y Jaime Crosby con el pas, al que, apenas llegó la noticia del seísmo, pusimos en acción para que movilizara toda la ayuda posible. A la mañana siguiente de la catástrofe, Patricia y el ex presidente Fernando Belaunde partían a los lugares afectados llevando un avión con quince toneladas de medicinas, ropas y víveres. Fue la primera ayuda en llegar allí y creo que la única, pues, una semana después, el 6 de junio, cuando yo recorrí la región, llevando un nuevo avión cargado de tiendas de campaña, cajas con suero y botiquines con medicinas, los pocos médicos, enfermeras y asistentes que hacían esfuerzos para prestar auxilio a heridos y sobrevivientes, sólo contaban con los recursos del pas. Este programa, montado con los limitados medios de una fuerza de oposición, a la que el gobierno hostilizaba, fue capaz en esas circunstancias de lograr por sí solo algo que no pudo hacer el Estado peruano. Las imágenes en Soritor, Rioja y Rodríguez de Mendoza eran tétricas: centenares de familias dormían a la intemperie, bajo los árboles, después de perderlo todo y hombres y mujeres escarbaban aún los escombros, en busca de los desaparecidos. En Soritor prácticamente no quedaba una sola casa habitable, pues las que no se habían desplomado habían perdido techos y paredes y podían derrumbarse en cualquier momento. Como si el terrorismo y los desvaríos políticos no fueran suficientes, la naturaleza también se encarnizaba con el pueblo peruano. Una nota risueña y simpática de la segunda vuelta -destellos de sol en medio de un cielo de nubes sombrías o agitado por rayos y truenos- la dieron una serie de figuras populares de la radio, la televisión y el deporte, que, en las últimas semanas, tomaron partido por mi candidatura, y me acompañaron en mis visitas a los pueblos jóvenes y a barrios populares, donde su presencia daba lugar a emotivas escenas. Las célebres voleybolistas de la selección nacional que llegó a subcampeona del mundo

– Cecilia Taít, Lucha Fuentes e Irma Cordero sobre todo- no tenían más remedio, en cada lugar, que hacer unas demostraciones con la pelota y a Gisella Valcárcel sus admiradores la asediaban de tal modo que a menudo los guardaespaldas tenían que volar a su socorro. A partir del 10 de mayo, en que vino a Barranco a brindarme su adhesión pública el futbolista Teófilo Cubillas, hasta la víspera de la elección, ésta fue rutina de las mañanas. Recibir a delegaciones de cantantes, compositores, deportistas, actores, cómicos, locutores, folkloristas, bailarines, a quienes, luego de una breve charla, yo acompañaba a la puerta de calle, donde, ante la prensa, exhortaban a sus colegas a votar por mí. Lucho Llosa tuvo la idea de estas adhesiones públicas y fue él quien orquestó las primeras; otras surgieron luego de manera espontánea y fueron tan numerosas que me vi obligado, por la falta de tiempo, a recibir sólo a aquellas que podían tener un efecto contagioso en el electorado.

La gran mayoría de estas adhesiones fueron desinteresadas, pues ocurrieron cuando, a diferencia de lo que pasaba en la primera vuelta, yo no iba a la cabeza de las encuestas y la lógica indicaba que perdería la segunda. Quienes decidieron dar aquel paso lo hicieron a sabiendas de que se arriesgaban a represalias en sus puestos de trabajo y en su futuro profesional, pues en el Perú quienes suben al poder suelen ser rencorosos y para tomar sus venganzas cuentan con la larguísima mano de ese Estado -inepto para socorrer a las víctimas de un terremoto pero capaz de enriquecer a los amigos y empobrecer a los adversarios- que, con razón, Octavio Paz ha llamado el ogro filantrópico.

Pero no todas aquellas adhesiones tuvieron el limpio carácter de las de una Cecilia Taít o Gisella Valcárcel. Algunas pretendieron negociarla y me temo que, en algún caso, corrió dinero de por medio, pese a haber pedido yo a quienes tenían la responsabilidad económica de la campaña, que no lo dieran para esto.