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El susto se duplicó en mí.

Pasé los dedos sobre esos nudos y circunvoluciones. Los sentí calientes y latientes como irrigados de circulación sanguínea.

No pude reprimir un gesto de náusea viscosa.

No pude seguir. Oí voces. Al principio, borrosamente.

Iba a huir. Me volví. No había nadie en la cabaña ordenada y desierta. Al menos nadie visible, aunque las voces sonaran en el interior.

18

La voz de párvulo del maestro, primero, luego la voz fuerte, autoritaria, de la madre brotaban ahora nítidamente desde el fondo de la placenta, en un violento altercado.

Lo que decían no lo había oído antes. Luego la voz del párvulo, del viejo nonato, del maestro que creía no haber nacido, volvió a insistir imperativamente en su ruego a la madre de que le dejara entrar en sus entrañas por última vez para volver a nacer.

La madre se negó rotundamente. «¿Cómo quieres nacer vivo de una mujer muerta? Tu nacimiento acabó con mi vida hace muchos años… Desde mi muerte te maldigo… por haberte engendrado… Te maldigo para que, una vez muerto, no seas enterrado en cristiana sepultura… Y para que tus restos, hasta el último cabello, desaparezcan de este mundo…»

La voz del párvulo repitió su despedida o chantaje de sumergirse bajo el puente para escuchar el retumbo del tren en los pilotes hasta que la asfixia del ahogamiento acabara con él.

La mujer no contestó. Se hizo un silencio total en la cabaña.

El viejo nonato iba a volver de todos modos al amnios primigenio para cumplir allí la maldición materna.