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Los ojos llameantes del Dictador Supremo, la coleta renegrida, el brillo de las hebillas de oro de los zapatos de doctor y dictador, asustaron a los manifestantes, que empezaron a desbandarse.

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La grey huyó en todas direcciones al son de las matracas de Semana Santa que sacristán y monaguillo agitaban en la huida.

La rebelión de los personajes había triunfado. Tuvieron, por esta vez, más suerte que los agricultores y obreros cuyas rebeliones eran invariablemente aplastadas con las tropas y los carros de asalto.

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Por largo trecho Don Quijote, lanza en ristre montado en su Rocinante, y Sancho Panza, en su asno, con su alforja de pan y queso, acosados por perrillos ladradores, persiguieron a los frustrados invasores.

Detrás del Caballero del Verde Gabán iba la numerosa y aguerrida legión de los Buendía, de Macondo, expertos en guerras y revoluciones.

Sombríos, trágicos, funerales, marchaban los personajes de Santa María, la aldea fundada por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Llevaban colgados al pecho, en figura, el bolso con el puñadito de cal y ceniza de su hacedor, que no quiso volver al lar natal, ni siquiera a la ilustre villa mítica que él había fundado. Prefirió convertirse en humo en lueñes tierras.

La Babosa de Areguá, esperpéntica, en enaguas de maldad, arrastraba su trailla de furias, salida del libro de don Gabriel. Los huesos euménídes entrechocaban haciendo más ruido que las matracas del Viernes Santo agitadas por el sacristán y el monaguillo.

Iban, cerrando la marcha, Juan Preciado y Susana San Juan. Les seguía Pedro Páramo, muerto, convertido en un montón de piedras, encerrado en un saco tejido con fibras de cardos y con el largo silencio de los muertos.

Abundio Martínez, el otro hijo natural de don Pedro, cargaba al hombro el pesado burujón de rencor vivo, llevando en la mano el cuchillo todavía tinto en la sangre paterna.

Al pasar junto al borde de la laguna, Abundio arrojó al agua el bolsón de piedras.

Como atravesada por un fierro candente, el agua hirvió por un instante en un borbollón de espumas y vapor.

En esa fumarola, que encrespó por un rato la laguna de Piky, se evaporó el señor de Comala.

Quedó su figura en el libro sin par, que el maestro Cristaldo guardaba entre sus predilectos, escritos por estos pueblos nuevos para que los particulares lean.

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Volvió a cerrar la cueva con los grandes bloques de piedra que hacían de puerta. El centenar de alumnos, más alegres que unas pascuas, regresamos a la escuela con el maestro a proseguir las clases interrumpidas por el aquelarre autoritario.