»El truco funcionó y aquel instante se convirtió en un pequeño recuerdo que se instaló en la cabeza del liliputiense. Escocía el recuerdo allá adentro, escocía y picaba y palpitaba en el interior del cráneo, y a esa primera memoria se iban añadiendo otras, pegotones de memorias diversas que iban conformando una pelota informe. Cuanto más crecían sus recuerdos, más turbado se encontraba el enano; porque ahora buceaba en esos instantes de dicha ya pasados, y comparaba unos con otros, y le parecía que el presente ya no era tan bello como lo que fue. Entonces empezó a sentir una nueva inquietud, como si tuviera un pájaro dentro del pecho, un pájaro grande que no tuviera sitio para extender las alas. Se removía ese pájaro oscuro debajo de sus costillas, dejándole al enano sin aliento; hasta que al fin toda esa presión tomó cuerpo, y subió a su boca, y era un deseo: el enano deseaba que el gigante le manifestara su cariño más claramente.
»La quemazón del desear era totalmente nueva para el liliputiense, de modo que transportó el deseo en la boca durante cierto tiempo, dándole vueltas y mordisqueándolo sin saber qué hacer con él; y el deseo iba desprendiendo una agüilla acre y ácida que le iba abrasando la lengua poco a poco. Hasta que al fin, todo llagado y dolorido, el enano soltó una lágrima, se agarró bien a los cabellos del gigante y dejó salir al deseo, que se escurrió silbante entre sus labios y le hizo decir las primeras palabras de la Tierra: «Quiero que me digas que me quieres”.
»Entonces los cielos se rasgaron con un estruendo bárbaro, los pájaros cayeron muertos sobre el suelo, las panteras degollaron a los corderos. Los ríos se tiñeron de sangre y el horizonte fue devorado por la noche primera. Quiero decir que así perdimos el Paraíso y no con esas tonterías de la manzana: la palabra nos hizo desdichados y humanos. A partir de entonces comenzó a escaparse el tiempo, y ya no hubo más criaturas dobles, sino pobres personas asustadas y solitarias como tú y como yo, seres incompletos, siempre en busca del alma gemela que perdimos. Así surgieron los sexos, como evidencia de nuestra humanidad, esto es, de nuestras limitaciones; como estigma por la mutilación del otro. Y por eso cuando amamos lo hacemos con tanta desesperación, porque nunca podremos poseer ni entender al ser amado como nos poseíamos y entendíamos mutuamente los gigantes y los enanos del Edén. Ya no somos un todo, sino sólo una parte.
»La gente no suele recordar este principio de las cosas, aquel tiempo sin tiempo en el que estábamos unidos y éramos felices. Pero los liliputienses, para nuestro martirio, sí conservamos la memoria, quizá porque aún estamos demasiado cerca, genéticamente, de aquella gente menuda del Paraíso, o porque en nuestras carnes se castiga el error del primer enano. Y es un castigo cruel, eso te lo aseguro; porque no hay nada tan desgarrador como recordar la dicha y saberla perdida. Es ese vacío doloroso lo que arde en los tristes ojos de Lucía Zárate. ¿Te acuerdas de la foto? Se la ve tan sola de pie sobre la mesa, añorando sin esperanza a su gigante. Porque ella sabía, lo mismo que yo sé, que no hay marcha atrás en la desgracia ni alma gemela que pueda romper este cerco de hierro y pesadilla. Y que ahora sólo vamos a horcajadas de nuestra propia muerte.”
El estanque de la fuente tenía un reborde de hormigón, gris y rasposo y lo suficientemente ancho para que resultara cómodo sentarse sobre él. Era ahí donde yo me instalaba a cumplir las largas horas de mi espera, contemplando la línea descendente de la calle y el pasar de las gentes. Llegué a aprenderme todas las manchas y las grietas de las viejas casas de alrededor, desconchones con forma de perro, de palmera, de molino; y estudié cómo el sol iba coloreando la acera en su camino por el cielo, cómo husmeaba entrando y saliendo en los portales, cómo resbalaba desdeñoso por las paredes sucias e iluminaba el pez de piedra falsa que nadie colocó en el centro del estanque y que ya estaba definitivamente roto, partido por la mitad y enseñando los alambres de hierro de sus tripas.
Un día estaba allí sentada, después de comer, a la hora de la siesta, cuando el sol pesaba y el Barrio dormía. Estaba allí yo sola, perezosa; nada se movía en esa hora quieta, ni siquiera los papeles arrugados que se habían acumulado en el bordillo. Medio adormilada, deslumbrada de luz, lo vi aparecer ahí abajo, al final de la calle vacía; todo él tenía un color azulado y brumoso porque estaba en el lado de la sombra, y el sol, que se hincaba en el empedrado un metro más allá, era demasiado cegador. Subía el hombre por la acera con paso regular, envuelto en su oscuridad y en una rara calma. Desde el primer momento que lo vi, aun estando tan lejos, supe que no era del Barrio. No se alteró mi pulso, no respiré más fuerte. Todo estaba escrito y en mi cabeza no cabía ninguna ansiedad, ningún pensamiento. En ese instante yo era tan sólo unos ojos que miraban, y mis pulmones, mi corazón, mis riñones, mi cerebro, mi hígado; todas las demás partes de mi cuerpo no eran sino el tranquilo soporte orgánico de esa mirada fija.
Subía y subía y yo empezaba ya a escuchar el repicar de sus pies en el silencio. Un hombre grande, ahora lo veía yo, grande y azul, baflado por la sombra. Estaba ya a la mitad de la calle y él también me miraba. No había nadie más en el mundo, salvo él y yo. Yo me estaba muy quieta y el hombre avanzaba, sus pisadas resonando como los latidos de un corazón, su altura cada vez más evidente al coronar la cuesta. Ya estaba muy cerca pero permanecía aún en el lado oscuro de la calle, en esa penumbra líquida de las horas de siesta, y su rostro y su cuerpo eran todavía un fragmento de noche. Un paso, otro más: ya estaba en la plaza. Dos zancadas más y atravesó las tinieblas como un cohete y entró en la zona de sol. La luz cayó como una catarata sobre sus hombros y le pintó de arriba abajo de colores: zapatos marrones, pantalones gris claro, jersey color canela. Un hombre alto y delgado, de hombros anchos, brazos y piernas largos, huesos grandes. Y sus ojos: profundos y tranquilos, y siempre mirándome.
Llegó frente a mí y se detuvo. Cambió de brazo la chaqueta gris que llevaba en la mano. Yo seguía sentada en el reborde de la fuente y él me contemplaba desde muy arriba. Era a él a quien se parecía Segundo después de adelgazar, ahora me daba cuenta. Los mismos pómulos marcados, y esa larga nariz que también había tenido doña Bárbara. Pero esos rasgos que en Segundo parecían tan pesados y desmedidos, incluso brutales, eran en mi padre firmes y finos. Dobló la cintura y se inclinó hacia mi; sus ojos eran azules, y tan dulces.
– Eres tú, ¿verdad? -musitó suavemente-. Tú tienes que ser Baba.
Se apagó y se encendió el sol y el universo crujió con gran estruendo en mi cabeza, recolocándose como se recoloca, con un doloroso tirón, un hueso dislocado. Vi rostros que no sabía que conocía, y una risa de dientes blancos que tintineaba en mi oreja. Habitaciones luminosas, una colcha de flores, una mano de mujer haciéndome cosquillas. Olí un olor tibio y único, el olor de los besos y el cobijo. Recordé por un instante que había sido feliz y volví a perder de inmediato ese recuerdo. Me hubiera echado a llorar desconsoladamente, pero no quería que mi padre me creyera una quejica. Tragué saliva y dije:
– Sí.
– ¿Y tú sabes quién soy yo?
– Sí.
Me miró de una manera que no sé decir, durante mucho tiempo. Luego alargó la mano derecha y tocó delicadamente, con la yema de su dedo índice, la bola de cristal que colgaba de mi cuello. Después subió la mano y pasó el dedo por mi mejilla, en un roce suavísimo. Sonrió ligeramente.
– Ahora me tengo que ir -susurró.
– Yo me voy contigo.
Negó con la cabeza, amistoso y tranquilo. Era una presencia enorme sobre mí, una sombra amparadora.
– No puedes venir, tengo cosas que hacer, cosas muy serias.
– Por favor -se me saltaron las lágrimas.
Me miró frunciendo el entrecejo, pensativo, tocándose distraídamente la cicatriz que tenía en la cara: una línea blanca y algo hundida, muy fina, que le cruzaba el pómulo derecho. Te diré lo que vamos a hacer: yo ahora me voy y soluciono mis asuntos, y tú me esperas aquí hasta que yo regrese.
Hipé un poco.
– Mira, te voy a dar algo mientras tanto -dijo mi padre con una alegría un tanto forzada-. Algo curioso…
Sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar una foto pequeña que me tendió.
– Toma. Te la puedes quedar ahora y luego me la devuelves… Es una foto de tu abuela…
Yo la guardé en el bolsillo de la falda sin siquiera mirarla y sin dejar de llorar. Mi padre suspiró y se irguió.
– No te pongas así, Baba. Es sólo un rato.
– Vuelve -le pedí.
– Te lo prometo.
Le vi rodear el estanque con su paso seguro, enfilar hacia nuestra calle y doblar la esquina. Antes de desaparecer no se volvió a mirarme: lo consideré un mal augurio. Me mordí las uñas de una mano reflexionando sobre cuál sería el comportamiento más conveniente para mí. Me mordí las uñas de la otra mano intentando convencerme de que mi padre volvería a buscarme. Cuando terminé con el último dedo me levanté del reborde y fui tras él.
Nuestra calle estaba vacía, pero supuse que había entrado en el club. Empujé sigilosamente la puerta, abriendo la hoja lo menos posible para que el resplandor exterior del sol no me delatara. Me quedé unos instantes en el pequeño vestíbulo que formaban las colgaduras de terciopelo pelado y sucio y esperé hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Al otro lado se oían unas voces; aparté las cortinas y me colé en el club. Estaba a oscuras salvo las luces generales del escenario, unos focos polvorientos y mortecinos incrustados en el techo. Y en el escenario, bajo esa luz plana y sin nervio, se encontraban discutiendo Segundo y mi padre.
– No fui yo, Máximo, no fui yo.
– Eres un cobarde.
– Te digo que no fui yo. ¿Por qué no me crees? Fue un accidente. Un cortocircuito.
– Claro. Y el segundo incendio también. Eres un cobarde. Y estás loco.
La voz de mi padre apenas si era más que un penetrante susurro; por el contrario, Segundo gritaba y movía los brazos en el aire; se paseaba nerviosamente por el escenario, aunque sin perder la cara a su hermano, que le miraba recostado contra la pared del fondo. Mi padre estaba pálido y su cicatriz era aún más blanca, como una lívida y fina línea que le cruzaba el rostro. La cicatriz de Segundo, en cambio, estaba hinchada y brillante, enrojecida. Era un añadido monstruoso en su cara, como si llevara un re- pugnante ser viscoso, un informe organismo marino adherido a su mejilla.