»Yo estaba en la cocina y también Chico, a quien la entrada de su padre había pillado desprevenido. El niño se encontraba jugando en el suelo, junto a la ventana, con sus coches metálicos. Cuando vio llegar a Segundo se puso en tensión; comprendí que hubiera deseado irse de la habitación, pero para ello tenía que pasar junto a su padre, una proximidad no siempre prudente. Además se encontraba a las espaldas de Segundo, de modo que debió de pensar que podría pasar inadvertido si no armaba bulla y se quedaba quieto.
»Transcurrió así algún tiempo sin que ninguno nos moviéramos, hasta que Segundo, sin cambiar de postura, dijo claramente: «Chico». El niño se agitó pero no hizo nada. «Chico”, repitió el padre con una voz tranquila, «ven aquí». Vi como el niño empalidecía. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, lento y tembloroso, hasta colocarse al otro lado del tablero, frente a Segundo. Entonces éste carraspeó y se frotó con incomodidad las grandes manos: los nudillos le crujían como maderas secas. Miró a su hijo y sonrió. ¡Segundo sonriendo! Creo que es la primera vez que he visto algo así. Chico tampoco debía de haberlo visto nunca, porque puso todavía más cara de susto. «Ven aquí», dijo Segundo palmeándose las rodillas. El niño avanzó un pasito muy pequeño. «Aquí», repitió él y Chico dio otro paso rernolón. «Si quieres te puedo contar un cuento», dijo Segundo; y el niño seguía todo rígido y aferrado con ambas manos al borde de la mesa, como un pajarito. “No tengas miedo, ven aquí y te contaré una historia muy bonita”, insistió Segundo, aún sonriendo. Chico avanzó otra pizca hacia él; medio centímetro de aire, apenas nada, el menor desplazamiento imaginable. “Mira, para que te quedes tranquilo, puedes escoger. Si quieres puedes irte, y si no, si te quedas conmigo, te contaré un cuento muy divertido. Dime, ¿qué prefieres, quedarte o marcharte? Venga, hombre, contesta, nadie te va a hacer nada…» El niño torció tímidamente la cabeza hacia la puerta. «¿Qué dices? ¿Qué quieres? ¿Irte o quedarte?”, insistía el risueño Segundo. “Irme», balbució Chico en un tono de voz casi inaudible. «¿Y si además de contarte la historia te doy este dinero?”, dijo Segundo, sacándose un billete del bolsillo y mostrándoselo a su hijo alegremente. Chico repitió: «Irme. Por favor”. Y entonces sucedió algo pavoroso: Segundo se quedó mirando al niño y comenzó a llorar. Primero fueron unas lágrimas redondas y silenciosas, unas gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas mientras sus labios seguían petrificados en una sonrisa. Y después se derrumbó todo él como un globo pinchado, le cayó la pesada cabezota sobre el pecho, se le desplomaron los hombros, la abrumada espalda comenzó a sacudirse con los sollozos. Tenía la cara retorcida, la expresión monstruosa; el llanto le salía a chorros por los ojos, nunca vi llorar a nadie de ese modo. Miré a Chico: estaba aterrorizado, con una mirada de incredulidad y horror fija en su padre. Le llamé, intentando calmarle, serenarle: «Chico”, le dije, «Chico, no te preocupes”; pero el niño ni siquiera me oyó. De pronto pareció recuperar la movilidad: se despegó de la mesa y salió corriendo de la cocina, con la rápida agilidad de la ardilla que escapa de un peligro. Y a la mañana siguiente se marchó de casa.
»No le he contado esta escena a nadie hasta ahora, y tal vez no hubiera debido contártela a ti. No se lo dije a Amanda porque no habría entendido nada: ni el porqué de las lágrimas de Segundo ni la huida del niño. Tú tampoco lo entiendes, pero, como eres una niña, el no entender aún no te hace daño.
»Los adultos, en cambio, no soportan no entender una cosa porque no son capaces de admitir el misterio; y se inventan míles de explicaciones estúpidas para llenar el vacío de lo que no comprenden. Se afe- rran a esas explicaciones tontas de un modo fanático, cuanto más estúpidas más ciegamente las defienden, y llegan hasta a matar por ellas, a degollar por su miedo al vacío y por sus errores.
»Conozco a Segundo desde hace mucho tiempo, desde aquellos años remotos en que yo trabajaba en el espectáculo de magia de su padre. No era un muchacho feo. Siempre fue muy distinto a su hermano, hasta en el físico: Segundo, ancho y carnoso; Máximo, correoso y huesudo. Pero los dos eran altos, buenos mozos. Máximo se parecía más a su padre, incluso tenía sus ojos azules; el rostro de Segundo, en cambio, siempre me recordó la cara de un perro, con ese hocico poderoso y húmedo. Hablo de antes, de mucho antes, de cuando no había adelgazado tanto, de cuando no tenía los ojos hundidos, de cuando no le habían tajado esa horrorosa cicatriz. Fue entonces cuando conoció a Amanda, cuando la enamoró. Quizá entonces fuera un hombre bueno, no lo sé: esa cara de loco se le puso luego. Son un enigma los hombres, para las mujeres. Y las mujeres lo son para los hombres. Varones y hembras son planetas separados y secretos que giran lentamente en la negrura cósmica; y cuando sus órbitas se cruzan, saltan chispas.
»El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y así, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazón capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos.
»Te voy a decir otra cosa que no sabes: los liliputienses somos los herederos directos del Paraíso. ¿Recuerdas la foto color sepia que hay en mi baúl? ¿La de la mujercita pequeña de falda de volantes? Ésa es Lucía Zárate, mi mentora; ella me enseñó, siendo ya ancianísima, los secretos de nuestra religión, el sa- ber oculto de la gente menuda. Como yo se lo he enseñado a otros liliputienses y aún lo enseñaré varias veces más, porque ya te he dicho que somos longevos: la foto de Lucía es de finales del siglo pasado pero ella alcanzó a vivir hasta mi tiempo. Y sin embargo, en el retrato ya debía de ser una mujer adulta: digamos treinta años. Acuérdate de que está de pie sobre una mesa redonda cubierta con un mantel fino, de color oscuro y con cenefa de oro. La pared del fondo posee un zócalo muy ancho ricamente labrado; debe de tratarse de un local público, quizá un salón musical o un teatrillo; sé que la mostraban, como una exquisita rareza, en los espectáculos de variedades. Lucía está muy erguida en medio de la mesa, perfecta de proporciones, admirable, el cuerpo tan fino y elegante embutido en un traje de talle ajustado y chorreras al cuello, la falda de volantes adornada con un fleco de cortina que quizá desmerece: debió de pasar grandes estrecheces. Y luego está la cabeza tan linda, los bucles oscuros sobre las orejas, las mejillas frescas y redondas… y esos ojos. Tiene Lucía Zárate en esa foto un mirar avejentado y triste. Somos tristes los liliputienses, no sé si lo has notado. Me imagino el instante del retrato: no hay sillas ni taburetes cerca de la mesa, así que alguien tuvo por fuerza que subirla en brazos. Quizá su patrón, aquel que la explotaba en ferias y teatrillos; o tal vez el fotógrafo. Supongo que el fotógrafo le pediría a la enana que sonriera; metido tras su caja, bajo su trapo negro, que sonría la enana para el retrato. Pero Lucía posó con la boca amarga y apretada, los ojos doloridos. Cuando yo la conocí ya estaba ciega; no alcancé a ver en ella esa mirada de la foto, tan turbia y desolada, tan terrible.
»Lucía medía medio metro. Sólo medio metro, desde sus rizos negros a la punta de sus botines de tafilete, de modo que yo le saco un buen puñado de centímetros. Dicen los expertos que ella ha sido el ser humano más pequeño de la historia; tal vez sea así o tal vez no, porque los registros de altura sólo se han llevado sistemáticamente en el último siglo y de los tiempos anteriores apenas si conocemos a unos pocos liliputienses célebres. Como Soplillo, que acompañó la adolescencia de Felipe II y que, según se ve en el cuadro de Villandrando, era un muchacho moreno y de cara fina, delicado y hermoso; aunque él era mucho más alto que Lucía, puesto que debía de medir cerca de ochenta centímetros. Te recuerdo que los liliputienses no somos enanos vulgares: somos seres menudos pero en todo perfectos. Y en esa perfección, ya te lo he dicho antes, está la huella y la herencia del Paraíso.
»Yo conozco la ley de la gente menuda; y estoy educada en los saberes ancestrales, en los conocimientos ocultos del Principio. Por eso sé que en el origen de las cosas, antes de que existiera el tiempo y el decaer, toda la Tierra era un Edén. Nuestros antepasados, las criaturas que habitaban aquel mundo feliz, eran seres dobles compuestos por un enorme y robustísimo gigante que siempre llevaba, cabalgando sobre sus hombros, a un delicado y bello enano. Vivían ambos socios en simbiosis perfecta y en la más completa comunión de los espíritus: ni siquiera necesitaban hablar para entenderse y por lo mismo el verbo no existía. El coloso aportaba a la pareja su resistencia y su audacia, la intuición y la sensualidad; el liliputiense contribuía con su inteligencia, con la imaginación y la sensibilidad. Eran inmortales y carecían de sexo; quiero decir que el género no existía, y que eran al mismo tiempo gigantes y gigantas, enanos y enanas. No sé si hoy somos capaces de imaginar a esos seres angélicos.
»Había muchas, muchísimas de estas criaturas dobles en el Paraíso, pero apenas si se prestaban atención las unas a las otras, porque estaban absorbidas por la hermosura interior de ser almas gemelas. Eran autosuficientes: les bastaba con tenerse el uno al otro. Iba cada liliputiense con su coloso, a horcajadas de los fornidos cuellos, disfrutando ambos de la completa intimidad; nunca se sentían solos, ni mal interpretados, ni desdeñados, ni poco queridos. Paseaban por los jardines del Edén, gozando de las dóciles panteras de uñas curvas, de los pájaros multicolores y de los osos mansos; de soles deslumbrantes que no daban sofoco y lluvias perfumadas que apenas si mojaban; de días siempre suaves y momentos dulcísimos.
»Ya te he dicho que en aquel mundo original el tiempo no existía: todo sucedía en el mismo suspiro indefinidamente. Por eso, porque no había mañanas ni noches, horas ni minutos, tampoco existía la memoria. Nuestros antepasados vivían en un presente continuo carente de recuerdos y de proyectos, y asi eran felices, con una felicidad que tampoco creo que hoy podamos imaginar, pura y sin límites. La dicha absoluta de los inocentes.
»Pero había una pareja que se sentía especialmente unida. Tal vez esto no fuera cierto, tal vez estuvieran tan unidos, ni más ni menos, como el resto de las criaturas inmortales. Pero lo importante es que ellos lo creían así, sobre todo el enano, que pensaba en su gigante y con su gigante y se sentía pletórico por esa relación tan perfecta y hermosa. Tanto amaba el enano a su otro yo, tan feliz estaba con él, que empezó a experimentar una rara desazón, la ambición de no olvidar todos esos dulces momentos que pasaban juntos. Y lo intentó con todas sus fuerzas, intentó el enano grabar en su cabeza los instantes de dicha y recordarlos. Pero todo trabajo resultaba inútil, porque una vez vivida la vida se borraba. Hasta que un día el enano inventó una estrategia; cogió una corteza seca y la tinta de una baya, y pintó la escena que estaba viviendo con el gigante (estaban bañándose y tomando el sol en las pozas del río) en el envés de la piel del árbol.