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– Te llamarás Adán, porque eres el primero de tu especie. Y me obedecerás porque soy tu creador y tengo el poder sobre tu vida y tu muerte.

No hubo movimiento por parte de aquella cosa y el arzobispo se quedó mirándole. Era muy alto, bastante más que un hombre medio, y corpulento, muy corpulento.

– Te ordeno que me respondas. ¿Cómo te llamas?

Dejé de respirar para escuchar mejor y creo que todos los demás estaban igual de expectantes. Al final, una voz gutural respondió.

– Adán.

No podía dar crédito a mis oídos. Pensé que aquella voz había podido salir de cualquier lugar, aunque sonaba que provenía del ser. Entonces, Berenguer dijo:

– Adán, coge tu escudo y saca la espada.

Primero se inclinó lentamente y recogió la defensa del suelo, después, tomando velocidad en sus movimientos, desenfundó de un golpe. Su aspecto era siniestro, amenazante y seguro. Fue cuando el arzobispo llamó a aquellos otros seres extraños que montaban guardia en los flancos de la formación. Berenguer señaló a Adán y les dijo:

– Matad.

Después, ordenó al recién nacido:

– Acaba con ellos.

Aquellos entes mudos y torpes se acercaron a Adán. Trataban de rodearle mientras éste giraba sobre sí mismo, observándolos, protegido con su coraza. Parecía que ya lo tenían cercado cuando éste se abalanzó sobre uno de ellos, se cruzó para situarse a su espalda y, al hacerlo, descargó un golpe tan tremendo que rajó el escudo de su oponente. No había podido aún reaccionar el otro cuando girándose rápido Adán le lanzó por atrás un tajo en el cuello y, literalmente, se lo cercenó. Para mi asombro, aquella cosa en forma de guerrero se deshizo en un montón de tierra, de barro seco, dentro de sus ropas y malla de hierro.

No sólo el recién nacido se había librado del cerco y de uno de sus enemigos, sino que ahora estaba con la espalda protegida contra la pared. Los otros tres seres que quedaban no se detuvieron; con su paso cansino y algo renqueante, volvieron a acosar a su enemigo, que repitió una acción muy semejante; empujando con fuerza superior a otro de aquellos seres, se colocó detrás y desde ahí le atacó. Al poco, caía también éste.

– Deteneos -dijo el arzobispo al comprender que los dos que restaban no tenían posibilidad alguna-. Volved a vuestras posiciones.

– Es rapidísimo y mucho más fuerte; no son rivales para él -comentó uno de los hombres barbados.

Berenguer pensó unos momentos e interpeló a los soldados.

– Pagaré cien sueldos al que combata contra Adán.

Todos callaron.

– Ánimo. Dos a la vez; pagaré doscientos a cada uno.

Los soldados parecían encogerse y uno negó con la cabeza.

– Tres a la vez. Pago trescientos a cada uno.

Estaban aterrados, quizá tanto como yo. Aquel ser era hijo del demonio y luchaba como un verdadero diablo. Miré a la formación de sus semejantes inmóviles y cerré los ojos con fuerza para no imaginar qué podría hacer un ejército como Adán.

Una sonrisa de triunfo iluminó entonces el semblante del arzobispo, que exclamó mirando al hombre que lideraba a los barbudos:

– ¡Lo conseguimos, Salomón!

Se acercaron para besarse en ambas mejillas.

– Vos seréis el nuevo rey judío de Septimania y yo, papa -afirmó Berenguer radiante.