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– Vamos a volver a ver al doctor Ackermann -le advirtió Laurent frotándose los párpados.

– ¿Qué?

– Voy a telefonearle. Le pediré cita en el hospital.

– ¿Por qué dices eso?

– Has mentido -le espetó Laurent volviendo la cabeza-. Nos dijiste que no sufrías otros trastornos de memoria. Que solo tenías ese problema con las caras.

Anna comprendió que acababa de cometer un error, su pregunta revelaba un nuevo abismo en su cabeza. No veía otra cosa que la nuca de Laurent, su pelo, levemente rizado, y sus estrechos hombros; pero adivinaba su abatimiento, y también su cólera.

– ¿Qué he dicho? -se atrevió a preguntarle.

Laurent se volvió a medias.

– Tú nunca has querido hijos. Fue tu condición para casarte conmigo -Laurent subió el tono de voz y levantó la mano izquierda- El mismo día de la boda me hiciste jurar que nunca te lo pediría. Estás perdiendo la cabeza, Anna. Tenemos que reaccionar. Tienes que hacerte esas pruebas. Averiguar qué te pasa. ¡Hay que parar esto! ¡Mierda!

Anna se acurrucó en la otra punta de la cama.

– Dame unos días más. Tiene que haber otra solución.

– ¿Qué solución?

– No lo sé. Solo unos días. Por favor…

Laurent volvió a tumbarse y se tapó la cabeza con la sábana.

– Llamaré a Ackermann el próximo miércoles.

Era inútil darle las gracias: ni siquiera sabía por qué le había pedido una prórroga. ¿Para qué negar lo evidente? Neurona a neurona, la enfermedad iba invadiendo todas las regiones de su cerebro.

Anna se deslizó entre las sábanas, pero procurando mantenerse a distancia de su marido, y reflexionó sobre aquel enigma de los hijos. ¿Por qué le había exigido semejante promesa? ¿Cuáles eran sus motivos por aquel entonces? No tenía respuestas. Su propia personalidad empezaba a resultarle extraña.

Anna se remontó a la época de su boda. Hacía ocho años. Ella tenía veintitrés. ¿Qué recordaba, exactamente?

Una casa de campo en Saint-Paul-de-Vence, palmeras, extensiones de césped agostado por el sol, risas infantiles… Cerró los ojos y trató de revivir las sensaciones. La sombra de un cenador recortada sobre una extensión de hierba. También veía trenzas de flores, manos blancas…

De pronto, un pañuelo de tul flotó en su memoria; el tejido daba vueltas ante sus ojos, le ocultaba el cenador y tamizaba el verde de la hierba atrapando la luz en sus caprichosos giros.

El pañuelo se acercó tanto que podía sentir el tejido en el rostro; luego, se pegó a sus labios. Anna abrió la boca para reír, pero el tejido se le introdujo en la garganta. Tosió, y la tela se le pegó al paladar. No era tul: era gasa.

Gasa quirúrgica, que la asfixiaba.

Anna gritó en la oscuridad, pero su boca no emitió ningún sonido. Abrió los ojos: se había dormido con la boca contra el almohadón.

¿Cuándo acabaría todo aquello? Se sentó en la cama y notó que estaba empapada en sudor. Era aquel velo viscoso, que le había provocado la sensación de asfixia.

Se levantó y fue al baño del dormitorio. A tientas, encontró la puerta y la cerró a sus espaldas antes de encender la luz. Pulsó el interruptor y se volvió hacia el espejo de encima del lavabo.

Tenía el rostro cubierto de sangre.

Las manchas rojas le recorrían la frente; las costras de sangre seca le cubrían los párpados, las fosas nasales, las comisuras de los labios… Al principio, creyó que se había herido. Luego, acercó la cara al espejo: solo había sangrado por la nariz. Al tratar de secarse el rostro en la oscuridad, había extendido la sangre. La camiseta del pijama estaba empapada.

Abrió el grifo del agua fría y extendió las manos. Un remolino rojizo inundó la pila del lavabo. Una convicción la invadió: aquella sangre encarnaba una verdad que intentaba escapar de su carne. Un secreto que su mente consciente se negaba a admitir, a formalizar, y que escapaba de su cuerpo en forma de flujos orgánicos.

Anna puso el rostro bajo el grifo y dejó que el frío chorro se llevara sus lágrimas.

– Pero ¿qué me pasa??Qué me pasa? -le susurraba al agua una y otra vez.