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– ¡Qué infierno de día! No paran…

Clothilde cogió una caja y se dirigió hacia la trastienda de la parte posterior. Anna se arrebujó en el chal y la imitó. El sábado había tanta afluencia que tenían que aprovechar el menor respiro para preparar más bandejas.

Entraron en la despensa, un cuarto sin ventanas de diez metros cuadrados. Las cajas y las pilas de papel de pruebas ocupaban ya la mayor parte del espacio.

Clothilde dejó la caja, adelantó el labio inferior y sopló para apartarse los mechones de los ojos.

– Ni siquiera te he preguntado… ¿Cómo ha ido?

– Me he pasado la mañana haciendo pruebas. El médico dice que tengo una lesión.

– ¿Una lesión?

– Una zona muerta en el cerebro. La región donde reconocemos las caras.

– Qué cosas… ¿Y eso se cura?

Anna dejó su carga en el suelo y repitió maquinalmente las palabras de Ackermann:

– Sí, voy a seguir un tratamiento. Ejercicios de memoria, medicamentos para trasladar esa función a otra parte del cerebro… A una parte sana.

– ¡Genial!

Clothilde sonreía alborozada, como si Anna acabara de anunciarle que estaba totalmente curada. Sus expresiones rara vez se adaptaban a las situaciones y traicionaban una profunda indiferencia. En realidad, Clothilde era impermeable a la desgracia ajena. El dolor, la angustia, la zozobra, resbalaban sobre ella como gotas de aceite sobre un hule. Pero esta vez parecía haber comprendido que había metido la pata.

El timbre de la puerta acudió en su ayuda.

– Ya voy yo -dijo dando media vuelta-. Ponte cómoda, enseguida vuelvo.

Anna apartó unas cajas, se sentó en un taburete y empezó a colocar romeos -cuadrados de crema de café fresca- en una bandeja. El cuarto ya estaba saturado del mareante olor a chocolate. Al acabar la jornada, su ropa e incluso su sudor exhalaban aquel olor, y su saliva estaba cargada de azúcar. Se dice que los camareros de los bares se emborrachan a fuerza de respirar vapores etílicos. Las dependientas de las pastelerías, ¿engordarían por pasarse el día rodeadas de dulces?

Anna no había cogido un gramo. En realidad, nunca cogía un gramo. Comía como quien toma un purgante, y los mismos alimentos parecían desconfiar de ella. Los glúcidos, lípidos y demás fibras pasaban de largo por su cuerpo.

Mientras distribuía los bombones, las palabras de Ackermann volvieron a acudirle a la mente. Una lesión. Una enfermedad. Una biopsia. No, jamás se dejaría operar. Y menos por aquel sujeto, con sus gestos fríos y su mirada de insecto.

Además, no se creía su diagnóstico.

No podía creérselo.

Por la sencilla razón de que no le había explicado la tercera parte de un cuarto de la verdad.

Desde el mes de febrero, las crisis eran mucho más frecuentes de lo que le había confesado. Ahora los lapsus la sorprendían a todas horas, en cualquier situación. Durante una cena en casa de unos amigos; en la peluquería; mientras compraba en una tienda. De pronto, en medio de su entorno más habitual, Anna se veía rodeada de desconocidos, de rostros sin nombre.

La naturaleza misma de las alteraciones también había evolucionado.

Ya no se trataba solamente de agujeros en la memoria, de lapsos opacos, sino también de alucinaciones terroríficas. Los rostros se difuminaban, temblaban, se deformaban ante sus ojos. Las expresiones y las miradas empezaban a oscilar, a flotar, como en el fondo del agua.

En ocasiones, habría podido creer en figuras de cera ardiente que se derretían y se deformaban en muecas demoníacas. Otras veces, los rasgos vibraban y se agitaban hasta superponerse en varias expresiones simultáneas. Un grito. Una risa. Un beso. Todo eso aglutinado en una misma fisonomía. Una pesadilla.

En la calle, Anna caminaba con los ojos clavados en el suelo. En las reuniones sociales, hablaba sin mirar a su interlocutor. Se estaba convirtiendo en un ser huidizo, tembloroso, asustado. Los «otros» ya solo le devolvían la imagen de su propia locura. Un espejo de terror.

En lo tocante a Laurent, Anna tampoco había descrito sus sensaciones con exactitud. En realidad, su turbación no cesaba, no quedaba resuelta del todo después de una crisis. Siempre le dejaba una huella, una estela de miedo. Como si no acabara de reconocer totalmente a su marido, como si una voz le murmurara: «Es él, pero no es él».

Su impresión más profunda era que las facciones de Laurent habían cambiado, que habían sufrido una operación de cirugía estética.

Absurdo.

El delirio tenía un contrapunto aún más absurdo. Si por una parte su marido le parecía un extraño, por otra había un cliente de la tienda que despertaba en ella una lancinante reminiscencia familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte con anterioridad… No habría sabido decir dónde ni cuándo, pero en presencia de aquel hombre su memoria se iluminaba; experimentaba una auténtica descarga electrostática. Pero la chispa nunca hacía surgir un recuerdo concreto.

El cliente en cuestión se presentaba una o dos veces por semana y siempre compraba lo mismo: bombones Jikola. Piezas cuadradas de chocolate relleno de mazapán, similares a las pastas orientales. Por otra parte, hablaba con un ligero acento, tal vez árabe. Tendría unos cuarenta años y siempre vestía lo mismo, vaqueros y chaqueta de terciopelo ajado abotonada hasta el cuello, al estilo del eterno estudiante. Clothilde y ella lo llamaban «don Terciopelo».

Esperaban su visita todos los días. Era su suspense cotidiano, el enigma que aligeraba el paso de las horas en la tienda. A veces se ponían a hacer cábalas. Cuando no era un amigo de la infancia de Anna, era un antiguo novio o, por el contrario, un admirador secreto que había intercambiado unas cuantas miradas con ella en algún cóctel.

Ahora Anna sabía que la verdad era mucho más simple. Aquella reminiscencia era otra de las formas que adquirían las alucinaciones que la lesión le provocaba. No merecía la pena darle más vueltas a lo que veía, a lo que sentía ante los rostros, puesto que ya no tenía un sistema de referencias coherente.

La puerta de la trastienda se abrió y Anna, sobresaltada, advirtió que los bombones empezaban a derretirse entre sus dedos. Clothilde se detuvo en el umbral y sopló entre sus mechones:

– Ha venido.

Don Terciopelo ya estaba ante los Jikola.

– Buenos días -se apresuró a decir Anna-. ¿Qué desea?

– Doscientos gramos, como de costumbre.

Anna se colocó detrás del mostrador central, cogió unas pinzas y una bolsita de papel de celofán y empezó a llenarla de bombones mientras lanzaba una mirada furtiva al hombre entre las pestañas entornadas. Primero vio sus gruesos zapatos de cuero vuelto, luego los vaqueros, demasiado largos y con las perneras plegadas como un acordeón, y por último la chaqueta de terciopelo de color azafrán, a la que el uso había dado zonas de un naranja brillante.

Al fin, se arriesgó a escrutar su rostro.

Era una cara basta y cuadrada, enmarcada de cabellos castaños y crespos, una fisonomía de campesino más que de estudiante. Tenía las cejas fruncidas en una expresión de contrariedad o cólera contenida.

Sin embargo, como Anna ya había tenido oportunidad de advertir, al abrirse, sus párpados revelaban largas pestañas de chica e iris de color malva con contornos de un negro dorado: un abejorro sobrevolando un campo de oscuras violetas. ¿Dónde había visto aquella mirada?

Anna dejó la bolsita en el plato de la balanza.

– Once euros, por favor.

El hombre pagó, cogió sus bombones y dio media vuelta. Un segundo después estaba en la calle.

Anna no pudo evitar seguirlo hasta la puerta. Clothilde la imitó. Las dos mujeres observaron la silueta del hombre, que cruzó la rue du Faubourg-Saint-Honoré y desapareció en el interior de una limusina negra con cristales ahumados y matrícula extranjera.

Se quedaron plantadas en el umbral, como dos saltamontes a la luz del sol.

– ¿Entonces? -preguntó Clothilde al fin-. ¿Quién es? ¿Sigues sin saberlo?

El automóvil desapareció entre el tráfico.

– ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó Anna por toda respuesta.

Clothilde se sacó un arrugado paquete de Marlboro Light de un bolsillo del pantalón. Anna le dio la primera calada y volvió a sentir el mismo alivio que esa mañana en el patio del hospital.

– En tu historia hay algo que no encaja -dijo Clothilde en tono escéptico.

Anna se volvió con el codo en alto y el cigarrillo en ristre, como un arma.

– ¿El qué?

– Pongamos que hayas conocido a ese hombre y que haya cambiado. ¿De acuerdo?

– ¿Y?

Clothilde frunció los labios y produjo el mismo ruido que una botella al abrirse.

– ¿Por qué no te reconoce él?

Anna se quedó mirando a los coches que desfilaban ante sus ojos bajo el cielo gris con las carrocerías cubiertas de manchas de luz. Al otro lado, se veía la entrada de madera de Mariage Fréres, las frías lunas del restaurante La Maree y su risueño portero, que no dejaba de observarla.

Sus palabras se fundieron con el azulado humo del cigarrillo:

– Loca. Me estoy volviendo loca.

5

Una vez por semana, Laurent se reunía con sus «camaradas» para cenar. Era un ritual infalible, una especie de ceremonial. Aquellos hombres no eran amigos de la infancia ni miembros de un círculo privado. No compartían ninguna pasión. Simplemente, pertenecían al mismo cuerpo: la policía. Se habían conocido en diversos peldaños de la escala y ahora estaban, cada uno en su terreno, en la cima de la pirámide.

Anna, como el resto de las esposas, estaba rigurosamente excluida de las reuniones y, cuando se celebraban en su piso de la avenue Hoche, no tenía más remedio que ir al cine.

Sin embargo, hacía tres semanas, Laurent le había propuesto asistir a la próxima cena. En un primer momento, Anna había rechazado la invitación, tanto más cuanto que su marido, con tono de enfermero, había añadido: «Ya verás como te distraes». Pero luego lo pensó mejor; en el fondo sentía bastante curiosidad por los amigos de Laurent y tenía ganas de conocer otros perfiles de alto funcionario. Después de todo, solo conocía un modelo: el suyo.

No lamentó su decisión. Durante la velada, descubrió a hombres duros pero apasionantes que hablaban entre sí sin tabúes ni reservas. Única mujer del grupo, se había sentido como una reina, ante la que los policías rivalizaban contando anécdotas, hechos de armas, revelaciones…

Desde entonces participaba en todas las cenas e iba conociéndolos cada vez mejor. Fijándose en sus tics, en sus virtudes y también en sus obsesiones. Aquellas cenas ofrecían una auténtica radiografía del mundo de la policía. Un mundo en blanco y negro, un universo de violencia y certezas, tan caricaturesco como fascinante.