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La Cementera no sólo sabía besar mujeres. También dominaba el pressing flesh con una elegancia comparable a la de Hillary Clinton. Tal vez habría hecho un curso en Estados Unidos, pero a diferencia de los políticos, no parecía apurada por sacarse de encima a sus elegidos. Cuando los fotógrafos estaban por fijar la escena mantenía la mano extendida y prolongaba su sonrisa hasta que las cámaras enfocaban hacia otro lugar.

Traía un vestido de seda color rosa té. Parecía no tener maquillaje, pero algo se habría hecho en la cara, tal vez una línea de color en los párpados, o una sombra de rubor en los labios y las mejillas. Dos aros, un collar y una pulserita delgada de oro blanco o platino, engarzaban, cada uno, una piedra verde de talla oval.

Calzaba unos zapatos del color de la seda de su pollera. Los tacos parecían exageradamente altos: en cualquier caso, el pelo teñido de rubio no alcanzaba a la altura de los hombros de la gente de estatura normal.

Casi le resultó una mujer petisa, pero era evidente que se trataba de una petisa que sabía comportarse como si fuese alta. Venía acercándose. Era su turno:

– Cómo le va…! -Fue lo único que le dijo, aunque con esa voz ahuecada

y suave, cualquiera que hubiese oído habría pensado que lo conocía o que lo había visto alguna vez.

Pero nunca la había visto personalmente. Aunque hacía varios minutos que estaba en la terraza, con tanto viento y no menos de treinta grados de temperatura, tenía la mano helada, como si estuviera aún bajo efectos de la refrigeración de su Mercedes.

Parecía más vieja que en las fotos de las revistas y se le notaba el estiramiento de la piel de la cara. Como suele ocurrir, aunque en ella se lo veía en un grado menor, la cirugía, eliminando las marcas de expresión, le había tensado la piel de los ojos y suavizando todo artificialmente, le había dejado una carita de conejo.

Ya estaba saludando a otro, a quien seguramente conocía porque se disculpaba:

– Pena que no pueda quedarme a los brindis… Tengo un bautismo en el campo de Luján y estoy comprometida a llegar antes del postre…

Después oyó que le decía al Mecánico que el lugar era "hermoso" y "encantador" y que esperaba que todo saliera tan bien como había comenzado.

Cuando el animador anunció que se presentaría un grupo de mariachi que estaba de moda en Punta del Este la vieja aprovechó para despedirse de todos levantando una mano y haciendo ademanes de tirar besos a los que seguían en la piscina salió por la puerta de los vestuarios acompañada por uno de su custodios y el Mecánico, que la guiaba, tomándola de un brazo.

El gerente no volvió a ver al otro custodio, ni a los muchachos disfrazados de fotógrafos que anduvieron por los tanques de agua vigilando todo. Buscándolos con la mirada, evocaba el tacto frío de la mano de la vieja. Parecía un pez recién salido del agua helada del mar: un pez rosado. Recordó la escena del vestuario y se le ocurrió pensar que el pene del custodio, también rosado, debía ser frío como un pez, o como la mano de la vieja.

Y era vieja: poco después de que saliera, ensayó un fielding y calculó que había sido la persona de mayor edad entre medio centenar de invitados y más de una veintena de gente del personal que, hasta ese momento, habían pasado por la terraza.

Debía tener setenta: diez años más que su suegra.

¿Qué puede contar de todo esto un marido? El Mecánico le había dicho que invitara su esposa.

– Todos van a venir con sus mujeres, o con mujeres… No se olvide que lo único que tenemos que hacer es celebrar… No quiero verlo con cara

de ejecutivo en medio de la joda.

Eso sí se lo había contado a su mujer. Ella estuvo de acuerdo en que no correspondía que fuese: habría gente de la noche, novias de futbolistas, modelitos de algún servicio de acompañantes y, hasta peores que ellas, andarían por ahí las mujeres de los socios, ricachonas, guarangas.

También le comentaría que había conocido a la Cementera y algún detalle de su vestido o de sus joyas. Elogiaría la sobriedad. No le hablaría de los custodios ni de la imagen de la vieja, que parecía feliz de mezclarse con usureros y advenedizos.

Para su mujer, la Cementera seguiría representando a una dama de las mejores familias, que, triunfando en los negocios y en la vida social, corroboraba el destino de superioridad de la aristocracia argentina.

Tal vez los de prensa podrían conseguirle una foto de la vieja tomándole la mano o hablándole: era lo único bueno que podía haberle sucedido esa mañana.

Lo malo era todo lo demás. Lo peor, ese viento que volvía a sacudir las guirnaldas que daban sombra a las mesas y que habían costado un fortuna con tanto arreglo floral que ahora empezaba deshojarse. Ya había pétalos de distintos colores flotando en ángulo sur de la piscina. El viento norte, cada vez más caliente y arrachado ponía en peligro la estabilidad de los macetones con pinos que, en los ángulos de la terraza, ocultaban los bafles del servicio cuadrafónico que habían contratado. ¿Tendría razón el de la cocina que aseguraba que pronto tendrían tormenta?

Todo indicaba que sí. Pero una tormenta no podía ser peor que la sensación de fracaso que se acentuaba cada vez que comprobaba la facilidad con que el Mecánico y su séquito de amigos y socios simulaban divertirse.

¿O verdaderamente se divertían?

Era algo que el gerente no podía determinar. Ni siquiera se podía formular la pregunta con precisión.