– Lo sé -dijo Arturo-. Hemos encontrado sus cuerpos. Algunos en la posada y más todavía en el bosque. ¿Y estaba solo? ¿Totalmente solo?
– Totalmente solo -confirmó Uther-. Sólo con verlo, casi todos los pictos salieron huyendo. También habría matado a Mordred de no ser porque varios de los pictos se sacrificaron por él.
– Así que Mordred escapó con vida -quiso cerciorarse Arturo. El tono de su voz no daba muestras de ningún sentimiento.
– Está herido -respondió Uther. Dudó un momento y levantó los hombros-. Puedo equivocarme, pero tengo la impresión de que no quería matarlo.
– Qué raro -comentó Perceval frunciendo el ceño y Leodegranz añadió:
– ¿Por qué iba a arriesgar su vida y, después, dejarlo escapar? Conocéis a Mordred tan bien como yo, Uther. No va a dejar pasar esta derrota así como así.
Arturo hizo un gesto de indignación.
– Preguntas y más preguntas. Las aclararemos, pero no ahora. Ahora mismo sólo cuenta que estáis a salvo, mi querido amigo. Y, por supuesto, vuestra esposa. ¿Lady Ginebra está bien, espero?
Uther dudó un momento.
– No está herida -respondió-. Pero ha sufrido mucho. No quisiera en este momento…
– Entiendo -le interrumpió Arturo. Su voz se había impregnado de cierta frialdad, pero sonrió-. Tampoco es tan necesaria. Lo que importa ahora es que estáis sanos y salvos. Volvamos a Camelot. Allí estaréis seguros y podréis reponeros de tanta tensión y tanta fatiga. Ya hablaremos después.
Uther asintió. No dijo nada, pero la expresión de su rostro hablaba por sí misma. Las palabras de Arturo no eran una invitación en toda regla, pero ¿qué elección le quedaba?
– Gawain, Perceval -dijo Arturo-, me acompañaréis a Camelot por el camino más rápido -levantó la voz-. A los demás os responsabilizo de que Uther y su esposa lleguen a Camelot sin contratiempos. ¡Y mandad emisarios a todos los reinos amigos! ¡Me temo que nos encontramos al borde de una guerra contra los pictos!
La vuelta a Camelot le resultó interminable, a pesar de que no la hizo a pie como a la ida. Ninguno de los hombres de Uther había sobrevivido a la matanza causada por los pictos, y varios de los bárbaros habían caído después bajo la espada del Caballero de Plata, así que no había precisamente carestía de caballos y Dulac pudo cabalgar como todos los demás. Arturo le había asignado un lugar al final de la columna, desde donde no podía divisar a Uther… ¡ni tampoco a Ginebra! Y, para su decepción, los invitados de Arturo fueron conducidos a sus aposentos en cuanto alcanzaron el castillo.
Una vez superado el desengaño, Dulac tuvo que aceptar que había sido mejor emprender el camino de regreso más o menos solo. Había demasiadas preguntas para las que no encontraba respuesta… y varias cuyas contestaciones prefería no conocer.
Por ejemplo, cómo había llegado hasta El jabalí negro.
O, qué había ocurrido en el espacio de tiempo entre el momento en que se había vuelto hacia el picto y el instante en que Arturo y sus caballeros habían aparecido frente a la posada.
Por la posición del sol tenían que haber transcurrido unas tres horas entre medias, incluso cuatro, pero en la zona de su memoria en la que debería guardar el recuerdo de ese periodo no había más que un agujero negro. Recordaba haberse vuelto hacia el guerrero y…
Nada.
Lo siguiente que sabía es que estaba en la linde del bosque y veía cómo los caballeros de la Tabla Redonda saltaban de sus caballos y se desplegaban por el bosque a la búsqueda de pictos vivos.
Y eso le llevaba a otra pregunta… fundamental: ¿cómo es que todavía estaba vivo?
Preguntas y más preguntas, pero ni una sola respuesta. Cada nueva posibilidad que se le ocurría le parecía más disparatada que la anterior.
El día andaba avanzado cuando franquearon la puerta de Camelot, pero todavía era muy pronto para volver a casa. Allí sólo le esperaba Tander, para atosigarlo con trabajos y reproches, y si se quedaba en el castillo tal vez tendría una pequeña oportunidad de intercambiar por lo menos una mirada con Ginebra. Así que bajó a la cocina. Quizá Dagda pudiera ayudarle a arrojar algo de luz sobre el asunto.
No lo encontró. La cocina estaba desierta. Bajo el caldero no crepitaba el fuego y las habitaciones vecinas estaban igualmente vacías. Ya iba a marcharse cuando cambió de opinión y fue a la biblioteca en la que la noche anterior Ginebra y Dagda habían conversado a la luz del libro secreto.
Ahora, de día, la habitación no le parecía tan mágica e inquietante como la noche pasada. No era más que un húmedo cuartucho en el que apenas penetraba la luz y que estaba repleto de estanterías de madera llenas de rollos de pergamino y voluminosos tomos. El libro que había leído Dagda continuaba en el mismo lugar.
Dulac entró, acarició con los dedos la piel de su encuadernación y lo abrió de golpe. ¡Las páginas estaban vacías!
Las ilustraciones y las hermosísimas capitulares que había visto la noche anterior ya no se encontraban allí.
¡Pero era imposible! Dulac examinó las páginas verdaderamente desconcertado, luego cerró el volumen y volvió a observar las tapas. Se trataba del mismo libro con toda seguridad.
Sólo que ahora sus páginas estaban completamente vacías. Los textos habían desaparecido sin dejar rastro, al igual que aquellos misteriosos dibujos que Ginebra y él contemplaron… Ginebra.
Dulac sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Daba lo mismo lo que hiciera o sobre qué cavilara… sus pensamientos siempre acababan por regresar a Ginebra.
Se dio la vuelta y… se pegó un susto tan horroroso que a punto estuvo de perder el equilibrio. Dagda estaba tras él. Ese hecho de por sí no habría sido tan terrorífico porque conocía a Dagda desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a pesar de su edad, era capaz de moverse tan sigiloso como un gato. Pero tras Dagda no había… nada. Sólo una pared de piedras macizas, en la que no se abría ninguna puerta, ninguna oquedad, ¡Ni siquiera la más mínima rendija!
– ¿Has encontrado lo que buscabas? -preguntó Dagda. Su voz sonó áspera y en sus ojos había un fulgor que sobrecogió a Dulac.
– Sí… No sé lo que… -balbuceó el chico.
– Exacto -dijo Dagda con rudeza-. No sabes nada. Ése es el problema. No sabes nada de nada. Por no saber, no sabes que no sabes nada.
Dulac no tenía ni la más remota idea de qué estaba hablando Dagda, pero no era la primera vez que le sucedía aquello. El anciano hablaba a menudo por medio de acertijos. Incluso había veces que Dulac tenía la sospecha de que sólo decía disparates.
Se estrujó el cerebro para dar con una respuesta adecuada, pero Dagda parecía no necesitarla, porque gesticuló aparatosamente y añadió:
– ¿Dónde has estado todo el santo día? ¿Y por qué andas tan agitado?
– Yo… Arturo… -tartamudeó Dulac.
– ¿Arturo? -Dagda frunció el ceño y el chico se fijó de pronto en el mal aspecto que tenía. Sus mejillas se habían descolgado y su piel se mostraba mate y cenicienta. No olía bien: a sudor frío y enfermedad.
– Me ha echado -respondió Dulac-. Estaba… muy enfadado conmigo, me temo.
– ¿Enfadado? ¿Qué has hecho?
– Le he herido -susurró Dulac. Sólo recordar la espantosa escena de la mañana le provocó mayor malestar. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado de poder hablar con alguien sobre tan extraño acontecimiento.
– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber Dagda. De pronto daba señales de estar muy interesado.
– Estaba en el río -contestó Dulac-. Arturo ha llegado antes que los otros. Hemos conversado de… mi interés por convertirme en caballero y… y entonces me ha entregado una espada para practicar un poco con él, y…
– … y vuestro protegido ha estado a un paso de cortarme la cabeza acallo la frase una tercera voz.
Dagda levantó la cabeza precipitadamente y, con el corazón en un puño, Dulac se dio la vuelta hacia Arturo, que había entrado en el cuarto sin hacerse notar.
– Ha sido mi propia torpeza -explicó Arturo, mientras levantaba la mano para rozarse la pequeña venda del cuello. Para asombro de Dulac, sonreía-. Aunque es un comportamiento insólito en mí -añadió, dirigiéndose al chico-, quiero disculparme. No tenía que habértelo recriminado. Si alguien tiene la culpa, ése soy yo. No tenía que haber puesto una espada en tus manos. Alguien como yo tendría que saber que un arma no es ningún juguete.
– Que habéis hecho… ¿qué? -preguntó Dagda fuera de sí-. ¿Le habéis dado una espada? ¿Habéis permitido que vierta sangre?
Dulac resopló con incredulidad. El tono que Dagda estaba empleando con el rey era absolutamente inadecuado. Pero lo que más le llamó la atención todavía fue la reacción de Arturo a las palabras de Dagda. En lugar de ponerle en su sitio, por un momento se dibujó en su cara una expresión de terror, y cuando finalmente habló, lo hizo con un tono de voz muy bajo:
– Sólo ha sido un ejercicio inofensivo. No podía imaginar…
– … ¿lo que iba a ocurrir cuando tuviera una espada en sus manos? -le tomó la palabra Dagda.
– ¡No era una espada de verdad! -se defendió Arturo. A Dulac le resultaba increíble, pero Arturo usaba claramente un tono de defensa, a pesar de que él era el rey y Dagda sólo el cocinero y mago de la corte-. Sólo se trataba de un juguete algo mejorado, que…
– … por un pelo casi os cuesta la cabeza -acabó la frase Dagda-. Ya os habéis olvidado de todo -se calló de pronto, dio medio paso hacia atrás y bajó la mirada perplejo-. Perdonadme, mi rey -dijo-. Me he dejado llevar.
– Bueno, no pasa nada -respondió Arturo sonriendo, pero a su manera parecía tan asustado y perplejo como Dagda-. Ha sido un día complicado para todos. Esta noche tenemos huéspedes en Camelot. Preocupaos de que se sirvan las mejores viandas de vuestra cocina.
– Por supuesto, mi rey -respondió Dagda sin levantar la mirada.
– Y tú… -Arturo se dio la vuelta hacia Dulac-. ¿Conoces a ese chico que nos ha advertido?
– Evan -asintió él.
– Vete a verlo y preocúpate de que mañana temprano esté en el castillo. Le he prometido una recompensa. Y tengo que hablar con él de ese Caballero de Plata.
Dagda levantó la vista. Una profunda arruga se marcó entre sus cejas, pero no dijo nada. Cuando Arturo se volvió hacia él, bajó de nuevo la mirada y esperó a que el rey se hubiera marchado con pasos rápidos. Sólo entonces quiso saciar su curiosidad con Dulac.
– ¿Qué significa eso del Caballero de Plata? -preguntó.