Dos.
Malinalli se había levantado más temprano que de costumbre. No había podido dormir en toda la noche. Tenía miedo. En el día que estaba aún por iniciar, por tercera vez en su vida, experimentaría un cambio total. Cuando el sol saliera, nuevamente la iban a regalar. No se explicaba qué podía haber de malo en su interior para que la trataran como un objeto estorboso, para que con tal facilidad prescindieran de ella. Se esforzaba por ser la mejor, por no causar problemas, por trabajar duro y, sin embargo, por alguna extraña razón no la dejaban echar raíces. Molía maíz casi a oscuras. Sólo la alumbraba la luz de la luna.
Desde el día anterior, cuando el canto de las aves había emigrado, su corazón había comenzado a encogerse. En total silencio observó cómo los pájaros, en su huida, se llevaban por el aire parte del clima, algunos trozos de luz y un pedazo de tiempo. De su tiempo. Ya nunca más vería el atardecer desde ese lugar. La noche se avecinaba acompañada de incertidumbre.
¿Cómo sería su vida al lado de sus nuevos dueños? ¿Qué sería de su milpa? ¿Quién sembraría de nuevo el maíz y quién lo cosecharía por ella? ¿Moriría sin sus cuidados?
Malinalli dejó escapar unas lágrimas. De pronto pensó en Cihuacóatl, la mujer serpiente, la diosa también llamada Quilaztli, madre del género humano, quien por las noches recorría los canales de la gran Tenochtitlan llorando por sus hijos. Decían que aquellos que la escuchaban ya no podían conciliar el sueño. Que sus lamentos de dolor y preocupación por el futuro de sus hijos eran aterradores. Hablaba a gritos del peligro y la destrucción que los acechaba. Malinalli, al igual que Cihua-cóatl, lloraba por no poder proteger su sembradío. Para Malinalli cada mazorca era un himno a la vida, a la fertilidad, a los dioses. Sin sus cuidados, ¿qué le esperaba a su milpa? Ya no lo sabría. A partir de ese día empezaría a recorrer el camino que ya antes había transitado: el del desapego a la tierra con la que se había encariñado.
Nuevamente iba a llegar a un lugar desconocido. Nuevamente iba a ser la recién llegada. La de afuera, la que no pertenecía al grupo. Sabía por experiencia que de inmediato tenía que ganarse la simpatía de sus nuevos amos para evitar el rechazo y, en el peor de los casos, el castigo. Luego venía la etapa en que tenía que agudizar sus sentidos para ver y escuchar lo más acuciosamente que pudiera para conseguir asimilar en el menor tiempo posible las nuevas costumbres y las palabras que el grupo al que iba a integrarse utilizaba con más frecuencia para, finalmente y en base a sus méritos, ser valorada.
Cada vez que trataba de cerrar los ojos y descansar, un vuelco en el estómago la despertaba. Con los ojos muy abiertos recordó a su abuela y en su mente se infiltraron imágenes queridas y dolorosas a la vez. La muerte de la abuela había marcado su primer cambio.
El afecto más cálido y protector que Malinalli tuvo en su primera infancia fue su abuela, quien por años había esperado su nacimiento. Dicen que durante ese tiempo, muchas veces estuvo a punto de morir, pero pronto se recuperó diciendo que no podía partir antes de ver a quien tendría que heredarle su corazón y su sabiduría. Sin ella, la infancia de Malinalli no habría tenido ningún momento de alegría. Gracias a su abuela, ahora contaba con elementos suficientes para adaptarse a los dramáticos cambios que tenía que enfrentar, y sin embargo… tenía miedo.
Para calmarlo, buscó en el cielo a la Estrella de la Mañana. A su Quetzalcóatl querido, siempre presente. Su gran protector. Desde la primera vez que la regalaron siendo muy niña, Malinalli aprendió a superar el miedo a lo desconocido apoyándose en lo familiar, en la estrella luminosa que quedaba frente a la ventana de su habitación y que veía «danzar» en el cielo de un lado a otro, dependiendo de la época del año. A veces estaba sobre el árbol del patio, a veces la veía brillar sobre las montañas, a veces a un lado de ellas, pero siempre parpadeante, alegre, viva. Esa estrella era la única que nunca la abandonaba en la vida. La había visto nacer y estaba segura de que la iba a ver morir, ahí, desde su puesto en el firmamento.
Malinalli relacionaba la idea de eternidad con la Estrella de la Mañana. Había escuchado decir a sus mayores que el espíritu de los seres humanos, de las cosas vivientes y de los dioses vivía por siempre, que era posible ir y venir de este tiempo a ese otro lugar fuera del tiempo, sin morir, sólo cambiando de forma. Esta idea la llenaba de esperanza. Eso significaba que en el infinito cosmos que la rodeaba, su padre y su abuela estaban tan presentes como cualquier otro astro; que era posible su regreso. Como lo era el del señor Quetzalcóatl. Con la diferencia de que el regreso de su padre y su abuela sólo la beneficiaría a ella y el regreso de Quetzalcóatl, por el contrario, modificaría por completo el rumbo de todos los pueblos que los mexicas tenían sojuzgados.
Malinalli estaba en total desacuerdo con la manera en que ellos gobernaban, se oponía a un sistema que determinaba lo que una mujer valía, lo que los dioses querían y la cantidad de sangre que reclamaban para subsistir. Estaba convencida de que urgía un cambio social, político y espiritual. Sabía que la época más gloriosa de sus antepasados se había dado en el tiempo del señor Quetzalcóatl y por eso mismo ella anhelaba tanto su retorno.
Infinidad de veces había reflexionado sobre el hecho de que si el señor Quetzalcóatl no se hubiera ido, su pueblo no habría quedado a expensas de los mexicas, su padre no habría muerto, a ella nunca la habrían regalado y los sacrificios humanos no existirían. La idea de que los sacrificios humanos eran necesarios le parecía aberrante, injusta, inútil. A Malinalli le urgía tanto el regreso del señor Quetzalcóatl -principal opositor de los sacrificios humanos- que hasta estaba dispuesta a creer que su dios tutelar había elegido el cuerpo de los recién llegados a estas tierras para que ellos le dieran forma a su espíritu, para que ellos lo albergaran en su interior.
Malinalli tenía la plena convicción de que el cuerpo de los hombres era el vehículo de los dioses. Ésa era una de las grandes enseñanzas que su abuela le había transmitido mientras, jugando, le enseñó a trabajar con el barro.
Lo primero que aprendió a modelar fue una vasija para beber agua. Malinalli era una niña de sólo cuatro años de edad, pero con gran sabiduría, y le preguntó a la abuela:
– ¿A quién se le ocurrió que hubiera jarros para el agua?
– Al agua misma se le ocurrió.
– ¿Y para qué?
– Para poder reposar en su superficie y así poder contarnos los secretos del universo. Ella se comunica con nosotros en cada charco, en cada lago, en cada río; tiene diferentes formas para vestirse de gala y presentarse ante nosotros siempre nueva. La piedad del dios que habita en el agua inventó los recipientes donde, al tiempo que alivia nuestra sed, habla con nosotros. Todos los recipientes donde el agua está nos recuerdan que dios es agua y es eterno.
– ¡Ah! -respondió la niña, sorprendida-. Entonces, ¿el agua es dios?
– Sí. Y también lo son el fuego y el viento y la tierra. La tierra es nuestra madre, la que nos alimenta, la que cuando reposamos sobre ella nos recuerda de dónde venimos. En sueños nos dice que nuestro cuerpo es tierra, que nuestros ojos son tierra y que nuestro pensamiento será tierra en el viento.
– Y el fuego, ¿qué dice?
– Todo y nada. El fuego produce pensamientos luminosos cuando deja que el corazón y la mente se fundan en uno solo. El fuego transforma, purifica e ilumina todo lo que se piensa.
– ¿Y el viento?
– El viento es también eterno. Nunca termina. Cuando el viento entra a nuestro cuerpo, nacemos y, cuando se sale, es que morimos, por eso hay que ser amigos del viento.
– Y… este…
– Ya no sabes ni qué preguntar. Mejor guarda silencio, no gastes tu saliva. La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles porque entonces estás desperdiciando el agua de los dioses, y mira, te voy a decir algo que no se te debe olvidar: si las palabras no sirven para humedecer en los otros el recuerdo y lograr que ahí florezca la memoria de dios, no sirven para nada.
Malinalli sonrió al recordar a la abuela. Tal vez ella también estaría de acuerdo en que los extranjeros venían de parte de los dioses.
No podía ser de otra manera. Los rumores que recorrían casas, pueblos y aldeas afirmaban que esos hombres blancos, barbados, habían llegado empujados por el viento. Todos sabían que al señor Quetzalcóatl sólo se le podía percibir cuando el viento estaba en movimiento. ¿Qué mayor indicio podían esperar para comprobar que venían en su representación que el haber sido empujados por el viento? No sólo eso: algunos de los hombres barbados coronaban sus cabezas con cabellos rubios, como los del elote. ¿Cuántas veces ellos, en las ceremonias de celebración, se habían teñido el pelo de amarillo para ser una perfecta representación del maíz? Si la apariencia del cabello de los extranjeros semejaba la de los cabellos de elote, era porque representaban al maíz, al regalo que Quetzalcóatl había dado a los hombres para su sustento. Por tanto, el cabello rubio que cubría sus cabezas podía interpretarse como un signo de lo más propicio.
Malinalli consideraba al maíz como la manifestación de la bondad. Era el alimento más puro que podía comer, era la fuerza del espíritu. Pensaba que mientras los hombres fuesen amigos del maíz, la comida nunca faltaría en sus mesas; mientras reconocieran que eran hijos del maíz y que el viento los había transformado en carne, tendrían plena conciencia de que todos eran lo mismo y se alimentaban de lo mismo.
Definitivamente, esos hombres extranjeros y ellos, los indígenas, eran lo mismo.
No quería pensar en otra posibilidad. Si había otra explicación a la llegada de los hombres que cruzaron el mar, no deseaba saberla. Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía de estar cerca. Así quería creerlo.
Para confirmar su teoría, acudió con un tlaciuhque que leía los granos de maíz. El hombre tomó un puño de granos con la mano derecha. Luego, con la boca semiabierta, les sopló desde la garganta. Enseguida, el adivino los lanzó sobre un petate. Observó detenidamente la forma en que los granos habían caído y así pudo responder a las tres preguntas que Malinalli le había hecho: