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No en balde, cuando el fraile ofició la misa previa al bautizo, Malinalli se había sentido arrobada por un sentimiento que no supo explicar. Era una especie de nostalgia de brazos maternos, un deseo de sentirse arropada, abrazada, sostenida, protegida por su madre -como en algún tiempo tenía que haber sido-, por su abuela -como definitivamente había sucedido-, por Tonantzin -como esperaba que fuera- y por una madre universal, como esa señora blanca que sostenía a su hijo en brazos. Una madre que no la regalara, que no la soltara, que no la dejara caer al piso sino que la elevara al cielo, que la ofrendara a los cuatro vientos, que le permitiera recuperar su pureza.

Todos estos pensamientos la acompañaron mientras ofrecía la misa el sacerdote español y hablaba en una lengua que ella no entendía pero que imaginaba. Cortés, al igual que Malinalli, también pensó en su madre. En la infinidad de veces que lo llevó de la mano a la iglesia para pedir por su salud de niño enfermizo. En su constante preocupación por ayudarlo a superar su corta estatura, su debilidad física y su condición de hijo único. Era claro que dentro de una sociedad dedicada a las artes marciales y en donde eran frecuentes las peleas urbanas un niño con estas características estaba destinado al fracaso y tal vez por eso sus padres se empeñaron en procurarle una buena educación.

Cortés, durante la misa, recordó el momento en que se había despedido de su madre antes de partir para el Nuevo Mundo. Recordó su aflicción, sus lágrimas y el cuadro de la Virgen de Guadalupe que le había regalado para que siempre lo acompañara. Cortés estaba seguro que esa virgen era quien le había salvado la vida cuando un escorpión lo había picado y le pidió en ese momento que no lo abandonara, que lo cuidara, que fuera su aliada, que lo ayudara a triunfar. Le quería demostrar a su madre que podía ser algo más que un simple paje al servicio del rey.

Estaba dispuesto a todo. A desobedecer órdenes, a pelear, a matar. No le había bastado ser alcalde de Santiago, en Cuba. No le había importado ignorar las instrucciones que el gobernador Diego Velázquez le había dado, según las cuales se le recomendaba no correr riesgos, tratar a los indios con prudencia, recavar información sobre los secretos de esas tierras y encontrar a Grijalva, quien dirigía la anterior expedición. Venía en un viaje de exploración, no de conquista, que tenía el propósito de descubrir, no de poblar. Lo que Velázquez esperaba de él era que explorara la costa del golfo y regresara a Cuba con algún rescate de oro pacíficamente obtenido, pero Cortés tenía mucha más ambición que ésa.

¡Si su madre pudiera verlo! Conquistando nuevas tierras, descubriendo nuevos lugares, nombrando nuevas cosas. La sensación de poder que sentía cuando le ponía un nuevo nombre a algo o a alguien era equiparable con la de dar a luz. Las cosas que él nombraba nacían en ese momento. Iniciaban nueva vida a partir de él. Lo malo era que a veces le fallaba la imaginación. Cortés era bueno para las estrategias, las alianzas, las conquistas, pero no para imaginar nuevos nombres; tal vez por eso admiraba tanto la sonoridad y la musicalidad que el maya y el náhuatl contenían. Era incapaz de inventar nombres como Quiahuiztlan, Otlaquiztlan, Tlapacoyan, Iztacamaxtitlan o Potonchan, así que recurría al idioma español para nombrar de la manera más convencional a cada lugar y a cada persona que tomaba bajo su poder. Por ejemplo, al pueblo totonaca de Chalchicueyecan lo bautizó como Veracruz ya que había llegado a ese lugar el 22 de abril de 1519, un Viernes Santo, o sea, día de la Verdadera Cruz: Vera Cruz.

Lo mismo pasó con los nombres que eligió para las indias que les acababan de regalar. Eligió los nombres más comunes, sin esforzarse mucho. Eso no impidió que Cortés siguiera la misa previa al bautizo con entusiasmo; le conmovía ver el fervor reflejado en los ojos de todos los indios presentes a pesar de que la misa, como tal, era completamente nueva para ellos. Lo que no sabía era que para los indígenas cambiar el nombre o la forma de sus dioses no representaba ningún problema. Cada dios era conocido con dos o más nombres y se le representaba de diferentes maneras, así que el hecho de que ahora les pusieran una virgen española en la pirámide donde antes celebraban a sus dioses antiguos podía ser superado con la fe.

Cortés, quien de niño había sido acólito, nunca había sentido tanta fe reunida. Y pensó que si estos indios, en vez de dedicar su fe a un dios equivocado la encaminaran con el mismo empeño al dios verdadero, iban a ser capaces de producir muchos milagros. Esta reflexión lo llevó a concluir que tal vez ésa era su verdadera misión, salvar de las tinieblas a todos los indios, ponerlos en contacto con la religión verdadera, acabar con la idolatría y con la nefasta práctica de los sacrificios humanos, para lo cual tenía que tener poder, y para adquirirlo tenía que enfrentarse al poderoso imperio de Moctezuma. Con toda la fe que le fue posible, le pidió a la Virgen que le permitiera salir triunfante en esa empresa.

Él era un hombre de fe. La fe lo elevaba, le proporcionaba altura, lo transportaba fuera del tiempo. Y precisamente en el momento en que con más fervor pedía ayuda, sus ojos se cruzaron con los de Malinalli y una chispa materna los conectó con un mismo deseo. Malinalli sintió que ese hombre la podía proteger; Cortés, que esa mujer podía ayudarlo como sólo una madre podía hacerlo: incondicionalmente.

Ninguno de los dos supo de dónde surgió ese sentimiento pero así lo sintieron y así lo aceptaron. Tal vez fue el ambiente del momento, el incienso, las velas, los cantos, los ruegos, pero el caso es que los dos se transportaron al momento en el que más inocencia habían tenido: a su infancia.

Malinalli sintió que su corazón se inflamaba con el calor que despedían la gran cantidad de velas que los españoles habían colocado en el lugar que antes fuera un templo dedicado a sus antiguos dioses. Ella nunca había visto velas. Muchas veces había encendido antorchas e incensarios, pero velas no. Le parecía completamente mágico ver tantos fuegos pequeños, tanta luz reflejada, tanta iluminación proveniente de tan pequeña lumbre. Dejó que el fuego le hablara con todas esas minúsculas voces y quedó deslumbrada al ver la luz de las velas reflejada en los ojos de Cortés.

Cortés desvió la mirada. La fe lo elevaba, pero los ojos de Malinalli lo devolvían a la realidad, a la carnalidad, al deseo, y no quiso que el brillo de los ojos de Malinalli lo distrajera de sus planes. Estaba en medio de la misa e iniciando una empresa que tenía que respetar y hacer respetar, la cual ordenaba que ninguno de ellos podía tomar para sí una mujer indígena.

Sin embargo, su atracción por las mujeres era irrefrenable y le significaba un enorme esfuerzo controlar su instinto, así que para evitar tentaciones, decidió destinar a esa india al servicio de Alonso Hernández Portocarrero, noble que lo había acompañado desde Cuba y con quien quería quedar bien. Darle una india a su servicio era una forma de halago. A todas luces Malinalli sobresalía entre las demás esclavas, caminaba con seguridad, era desenvuelta e irradiaba señorío.

Al conocer la decisión de Cortés, el corazón de Malinalli dio un vuelco. Ése era el signo que ella esperaba. Si Cortés, quien sabía era el capitán principal de los extranjeros, le ordenaba servir a ese señor que parecía un respetable tlatoani, era porque había visto en ella algo bueno. Claro que a Malinalli le hubiera encantado quedar bajo el servicio directo de Cortés, el señor principal, pero no se quejaba, había causado una buena impresión y en su experiencia de esclava sabía que eso era primordial para llevar una vida lo más digna posible.

A Portocarrero, por su parte, también le agradó la decisión de Cortés. Malinalli, esa mujer-niña, era inteligente y bella. Presta a obedecer y a servir. Su primera tarea fue encender el fuego para darle de comer. Malinalli se dispuso a hacerlo de inmediato. Buscó trozos de ocote, madera impregnada de resina ideal para encender el fuego. Luego formó con ellos una cruz de Quetzalcóatl, paso indispensable en el ritual del fuego. Enseguida tomó una vara seca, de buen tamaño, y la comenzó a frotar sobre el ocote.

Malinalli sabía allegarse al fuego como nadie. No tenía problemas para encenderlo, sin embargo, en esa ocasión el fuego parecía estar enojado con ella. La cruz de Quetzalcóatl se negaba a encender. Malinalli se preguntó el motivo. ¿Estaría enojado el señor Quetzalcóatl con ella? ¿Por qué? Ella no lo había traicionado, todo lo contrario. Había participado en la ceremonia del bautizo con la mente impregnada de su recuerdo. Es más, ¡desde antes de la ceremonia! Pues recordó que al entrar al templo donde se ofreció la misa, su corazón brincó de emoción al ver en el centro del altar una cruz, que para ella era la del señor Quetzalcóatl, pero que los españoles consideraban como propia, y no pudo evitar conmoverse. En ningún momento había traicionado sus creencias. Sin embargo, el ocote se negaba a obedecer y ése era un mal augurio.

Malinalli, angustiada, comenzó a sudar. Para solucionar el inconveniente, decidió ir a buscar hierba seca. Para llegar al lugar en donde se encontraba, tenía que cruzar por donde pastaban los caballos. Al llegar frente a ellos se detuvo. Entre todos ellos, descubrió al que había estado con ella en el río en el momento de su bautizo. Su amigo silencioso, el caballo, se acercó a ella y por unos momentos se observaron el uno al otro. Fue un momento mágico, de mutua admiración y reconocimiento.

Los caballos eran una de las cosas que más le habían llamado la atención a Malinalli de entre todas las pertenencias de los extranjeros. Nunca había visto animales como aquéllos y de inmediato cayó presa de la seducción. Tanto que la segunda palabra que Malinalli aprendió a pronunciar, después de dios, fue caballo.

Le gustaban los caballos, eran como perros grandotes con la diferencia de que en ellos uno alcanzaba a verse totalmente reflejado en sus ojos. En cambio, en los ojos de los perros no encontraba esa nitidez. Mucho menos en los perros que los españoles habían traído con ellos; éstos no eran como los itz-cuintlis, los perros de los indígenas, sino perros agresivos, violentos, de mirada cruel. Los ojos de los caballos eran bondadosos. Malinalli sentía que los ojos de los caballos eran un espejo donde se reflejaba todo aquello que uno sentía, en otras palabras, eran un espejo del alma.

El primer día que llegó al campamento fue el día en que tuvo su primer acercamiento con ellos. El resultado fue inenarrable, no podía expresar en palabras la sensación que tuvo al poner su mano sobre la crin del caballo. Los itzcuintlis no tenían pelo ni el tamaño de un animal de esos. Aprendió a querer a los caballos desde antes de tocarlos. Los había observado a lo lejos, durante la batalla de Cintla, y había quedado prendada de ellos. Ese día se les había ordenado a mujeres y niños abandonar el poblado antes de la batalla y permanecer a prudente distancia, pero la curiosidad de Malinalli era más poderosa que la obediencia. Algunas gentes que habían visto a los españoles montando a sus caballos le habían dicho que los extranjeros eran mitad animales; otros, que los animales eran mitad hombres y mitad dioses; y otros, que eran un solo ser. Malinalli se decidió a salir de dudas por sí misma y se colocó en un lugar que le permitiera observar la batalla sin arriesgar la vida. En determinado momento uno de los españoles rodó por el piso y ella pudo presenciar cómo el caballo evitaba a toda costa pisarlo, a pesar de ir en plena huida. Ese mismo caballo se vio forzado a moverse de su sitio pues la estampida de los otros caballos así lo obligaron, y, con ello, inevitablemente su amo quedó entre sus patas. No tuvo más remedio que pisar a su amo pero el caballo lo hizo delicadamente, sin dejar caer todo su peso en las patas para no dañar al jinete. A partir de ese instante, Malinalli sintió admiración por los caballos, sabía que esos animales no lastimaban, su lealtad era a toda prueba, podía confiar en ellos, lo cual no podía decirse de todas las personas.